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01 2007

Cuando la cucharilla se convierte en cuchillo

Sobre el uso de las palabras y las cosas como creación de relaciones

Klaus Neundlinger

Traducción de Gala Pin Ferrando y Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos

"¿Que sucedió para que recibieran nombres? Algo se insinúa con ello respecto
al tipo de uso de esas figuras. A saber, que de un golpe de vista se las reconoce
como tales y cuales; para hacerlo no contamos sus rayas o ángulos;
para nosotros son tipos formales, como cuchillos y tenedores, como letras y números"
(Ludwig Wittgenstein, Observaciones sobre los fundamentos de la matemática, 1-41).


En la época de Goethe se definía como laffen [mequetrefes] no sólo a ciertos hombres comunes, “vanidosos, jóvenes, superficiales”, sino también a otro tipo de hombres que Fausto, en su monólogo inicial, refiere de forma despectiva al lado de los doctores, los escritores y los curas. También la Enciclopedia Económica de Krünitz, publicada entre 1773 y 1858, designaba como laffen a aquellos vendedores de Nuremberg que vendían “laffen de hierro” –esto es, “cavidades que aún no tienen mango”– a las herrerías de cazuelas[1]. Todavía hoy se define como laffe esa etapa en la fabricación de las cucharas que precede al repujado y al pulido. La palabra proviene del sustantivo femenino laffe, del alto alemán temprano, que significa lappen, “labios (grandes)”, “boca”. El verbo laffen o laffan significa, a su vez, sorber, lamer. De estas palabras debe deducirse el término löffel [cuchara].

Parece como si se viviera en un proceso lingüístico de fabricación, una diferenciación en la denominación de actividades (lecken [lamer]), objetos (löffel [cuchara]), funciones económicas y sociales (laffen [comerciante]), así como  rasgos de carácter (laffen [vanidoso]). Un complejo “proceso de metonimización”[2] está en marcha, el cual aparentemente deriva de una misma raíz todas estas denominaciones; en parte las pone en relación unas con otras y en parte, sin embargo, abre campos de asociación y simbolización distantes. Por lo tanto, la interlimitación temática de las expresiones no se borra  (no son llevadas a la armonía), sino que se conserva superpuesta, como tensión, como diferencia. De la alternativa reunirse/diferenciarse surge una tercera: la relación. Es interesante cómo la función de los labios (en cierto sentido los “guardianes” de la entrada y salida en relación con el proceso de intercambio entre el mundo exterior y el interior corporal, así como espiritual-mental) se aplica en este caso: los labios y la boca se amplían semánticamente para la designación de un instrumento de suministro de alimento. La forma laffen, por otro lado, no se refiere sólo a las técnicas de toma de alimento (lamer, sorber), sino también a la eventual secreción vanidosa y superficial de contenidos semánticos: la lengua alemana, aún hoy, emplea la palabra labern [farfullar] para una charla no especialmente llena de contenidos. El adjetivo lapp se refiere a esa forma de conversación que se da, por decirlo así, en unas condiciones “poco esmeradas”; a un discurso, por lo tanto, que carece del momento de la estructuración, de la conformación activa. Este discurso se parece más al rumiar, al escupir de forma inconexa cosas no digeridas que al intento de convencer a alguien por medio de argumentos bien formados.

Un sobresaliente y laureado traductor del holandés al italiano cometió en un trabajo de traducción un error que a primera vista se podría clasificar de burdo. Tenía que traducir un texto que trataba de una mujer joven que había sido víctima de la violencia. En una escena realmente intensa, en la que la mujer reflexionaba sobre su vivencia, se describía la manera en que preparaba la comida. Su flujo de pensamientos quedaba reflejado en el texto mediante la acción de remover la cuchara de la cocina. La palabra cuchara aparecía varias veces en el pasaje y, puesto que la mujer definía el movimiento de forma cada vez más agresiva, en un momento el traductor trasladó la expresión cuchara (en holandés: lepel) a cuchillo (en holandés, de hecho: mes). Las correspondientes expresiones italianas estaban cerca la una de la otra desde el punto de vista puramente fonético, lo que seguramente también motivó el fallo. Éstas suenan así: cucchiaio y coltello (en español los dos conceptos son aun más parecidos entre ellos: cucharilla y cuchillo). Sin embargo, esta similitud fonética no es suficiente para explicar el error. Claramente, la agresividad del movimiento señalada en el texto desencadenó alguna asociación en el traductor, que transformó la cuchara en ese cubierto más peligroso que se utiliza habitualmente para cortar. Añadió, por consiguiente, algo al texto; se podría decir que añadió una interpretación “inconsciente”. En aquello que el psicoanálisis interpreta como acto fallido irrumpe un deseo, una agresión o una asociación de cosas que en el nivel de lo consciente nada o poco tienen que ver entre sí. De la misma manera, en una traducción “incorrecta” puede mostrarse también un momento productivo, un nuevo e inesperado aspecto que conduce a una metamorfosis semántica. Si no hubiera tomado en cuenta el papel del “trabajo” (el cual conduce al traductor hacia una asociación “fallida”) el psicoanálisis hubiera cumplido insuficientemente con su tarea. Así, para desvelar el fallo en relación con la traducción se debe investigar aquello en que se basa este “acto”.

La metamorfosis (la transformación del objeto) se configura en el caso anterior como acentuación, como agudización de un contenido. El movimiento de transformación, a su vez, podría ir en direcciones completamente distintas. En el caso de la traducción lingüística este movimiento se basa, por lo general, en criterios racionales y comprensibles que subyacen a la toma de decisiones. Estos criterios persiguen la idea de minimizar, en la medida de lo posible, la aparición de fallos. A su vez, estos criterios se desarrollan como métodos canónicos de traducción. En algunos campos, estos criterios están especialmente articulados, mientras que en otros desempeñan un papel insignificante. Dentro del discurso jurídico, administrativo o científico, por ejemplo, existen por razones evidentes reglas muy específicas para la traducción de determinados conceptos. En lo que respecta a la traducción de literatura y especialmente de la lírica, por su parte, es muy difícil encontrar criterios generales válidos. Según el caso gana importancia en estas “traducciones libres” bien la terminología, bien la estructura sintáctica, o bien la configuración rítmica y fonética. La dificultad de encontrar una correspondencia “objetiva” representa el gran reto en la traducción de la lírica o la literatura más experimental: vale con encontrar un criterio, una analogía de composición en la lengua de destino la cual, sin embargo, es siempre una analogía productiva. Esta analogía no es tanto la aplicación de una regla previamente dada sino que consiste más bien en encontrar reglas para situaciones (aún) no definidas. Es por eso que añade algo nuevo al original, puesto que amplía su “sistema de reglas” y funda relaciones que antes no existían.

Si examinamos más de cerca la conformación de los discursos que aparentemente están determinados por el afán de objetividad, se pone de manifiesto que su historia está tan atravesada por fracturas, convenciones arbitrarias y relaciones de poder como lo estaría la historia de cualquier lenguaje “natural”. En el marco de las ciencias sociales formales basadas en métodos matemáticos, ciertamente se trata de reducir en lo posible las imprecisiones de significado que se dan en las lenguas naturales. No obstante, el proceso de conformación de los métodos científicos no es en absoluto lineal y refleja diversas constelaciones históricas, políticas, sociales. Además, no siempre se logra traducir circunstancias empíricas en estructuras formales. Con la descripción de procesos físicos que se dan en las llamadas condiciones iniciales y condiciones secundarias[3] la matemática “esconde”, de algún modo, determinados problemas. Éstas sirven más para acotar un problema que para proporcionarle soluciones exactas. La génesis y la praxis de un sinnúmero de “lenguas” y “estilos” están así inseparablemente ligadas, así como lo está la posibilidad de desarrollar discusiones teóricas.

En el marco del proceso de unificación europea, los compromisos adoptados a nivel central fueron traducidos a las lenguas nacionales particulares, no sólo con el espíritu de una armonización neutral de los sistemas jurídicos y administrativos, sino también con el objetivo, no nombrado explícitamente, de crear un espacio de juego para la política nacional. De este modo, se ha aprovechado el multilingüismo para construir filtros que hacen que determinados contenidos políticos sean susceptibles de manipulación (y esto en ambas direcciones, por lo tanto también desde las lenguas nacionales hacia el contexto europeo). La traducción en sentido estricto no es en este contexto la única técnica de control y “objetivización” de los contenidos políticos. No obstante, se muestra aquí cuan importante es el establecimiento de determinados “conceptos” en el discurso de la política representativa y cuan importante para el mantenimiento de las relaciones del poder representativo es la cuestión de la “lengua nacional”. Este concepto habla de la necesidad de procesos de traducción (la expresión clave es: conservación de la variedad lingüística), pero sólo en la medida en que éstos no hagan tambalear la identidad propia de cada “lengua nacional”. A este marco, que asigna identidades y diferencias de un determinado modo y que intenta canalizar y controlar los contenidos expresados por estas identidades y diferencias, se podría ahora contraponer “el lenguaje de las cosas”, que opera en niveles que escapan, hasta cierto punto, al reparto estático entre identidad y diferencia.

Tomemos de nuevo los significados citados arriba: laffe, laff, etcétera. Veremos que, si bien es cierto que en la diferenciación semántica producida se traza una jerarquización de acuerdo con el lugar de producción, con la definición, con el control y con la transmisión de significados y valores, ésta no tiene por qué efectuarse. Con laffen nos encontramos, en primer lugar, ante figuras sociales que se comportan según su esencia como intermediarias. Éstas comercian en la “superficie” mostrándose como compradoras o abastecedoras de mercancías dentro de la cadena de producción, o como representantes de “estilos de vida”, de valores simbólicos como la moda, la jerga, la música o la cultura. Comercian con productos medio acabados que las correspondientes industrias de fabricación o también quienes los consumen (quienes los reciben) continúan trabajando o los deben adaptar a los correspondientes contextos de uso.

Por tanto, la figuras sociales parecen obligadas a prescindir de la especificidad de los materiales que transportan. Deben sacrificar la posibilidad de apropiarse de la especificidad, con el fin de no reducir el objeto, de no reducir el alcance tan general como sea posible de la circulación de dicho objeto. Son mediadoras en el sentido fuerte de la palabra, ya que están obligadas a transmitir. Ellas son “cavidades” que, idealmente, pueden contener todo lo posible sin que por ello se transforme su esencia. Del mismo modo –y en ello se encuentra oculta la metonimia cósica– utilizan cavidades para el transporte que después serán de nuevo trabajadas. Afirman por lo tanto (o eso se espera de ellas) que no cambian esa “superficie”. Sin embargo, se subestimaría la potencialidad que esta superficialidad tiene de transformar el material, si no se advirtiera que estos agentes de cambio se presentan de manera plenamente consciente como intermediarios neutrales (con ello se muestran, al mismo tiempo, como contrabandistas). Estos intermediarios posibilitan aquella ilusión en la que se basa la posibilidad de traducir: la ilusión de vehicular sin dañar, de una equivalencia sin restas. Esta ilusión se proyecta sobre personas intermediarias que se presentan como sus garantes. Por eso se señala una traducción como “correcta” o “incorrecta”. La traducción se examina según el resultado, no según el proceso que se esconde detrás. Un fallo es, por consiguiente, un resultado erróneo, y se reflexiona pocas veces sobre el esfuerzo que ha precedido a este fallo. Tales esfuerzos se han producido inadvertidamente, y sin embargo hace mucho tiempo que se han adentrado en la lengua “propia”, la cual ha experimentado grandes cambios a través de es importación. Depende por lo tanto del grado de censura que estos cambios puedan ser aprovechados.

La superficialidad que se atribuye al laffen se revela como ambigua. Por un lado se toma consciencia de ella: se expresa en el menosprecio hacia los mediadores, los cuales constituyen un determinado eslabón en la cadena y quienes, a causa de su superficialidad, no pueden penetrar en la esencia de las cosas. Parecen sólo palabrería (labern), no se les cree capaces de acceder a los “verdaderos valores” de la formación, la cultura, la voluntad de la forma. Sólo producen y administran las relaciones entre los diferentes actores. Todo su conocimiento, todo su saber, parece servir exclusivamente para irradiar un vanidoso resplandor y no salir del estadio de la personalidad inmadura. Debido precisamente a la censura (o los trámites de las aduanas lingüísticas), esta reducción de la figura del mediador parece conducir también a una estabilización esencial de la cadena de producción; garantiza, por lo tanto, que la “profundidad” del uno y del otro lado, en este caso de las dos lenguas, no peligre. Certifica la identidad de ambas lenguas puestas en relación entre ellas; para ello parece preocuparse de que no se produzca ninguna contaminación, en la medida en que el paradigma de la equivalencia (la igualdad de valor de dos expresiones) no es puesto en duda. Se llega a un procedimiento de trabajo compartimentado en cuyo marco la determinación de la equivalencia les es sobreatribuída a algunos especialistas. Así, se les provee de la confianza (el crédito) que necesitan para cumplir con su trabajo de mediación en la misma medida en que se les trata con menosprecio como vanidosos, petimetres e incapaces de producir nada[4].

¿Hasta qué punto se lleva a cabo hoy la diferenciación para hacer aparecer el proceso de transformación como un acontecimiento mítico, como un cambio material o formal? ¿Y hasta qué punto se utiliza la metamorfosis para consolidar los mitos de la identidad? La creencia en la posibilidad de una transformación presupone que en la equivalencia yace escondido un misterio, una capacidad inasible de las cosas y los hombres para configurarse de diferente manera y con ello añadir algo al mundo de las formas. La metamorfosis es la que construye, en un sentido mitológico, un esquema[5] para los procesos reales y banales; estos procesos afectan tanto a la producción material (transformación de la energía) y al ámbito biológico-fisiológico (desarrollo, metabolismo, descomposición) como a la esfera psíquica (procesos de maduración, crisis, fracturas, formación de deseos, transformaciones en la personalidad). El esquema nos permite efectuar una interpretación condensada de procesos de cambio concretos, sean estos físicos, psíquicos, técnicos, sociales o de naturaleza simbólica. Las cosas son aquello contra lo que nosotros siempre volveremos a chocar en los procesos de cambio: cuando no obedecen, cuando reducen nuestros deseos, cuando no puede realizarse el deseo en ellas, pero también cuando nos imponen planteamientos de problemas que más tarde conducen a soluciones efectivas o cambian la misma forma del pensamiento[6]. Las cosas pueden por lo tanto ser destruidas, reemplazadas, suplantadas, canjeadas; la dimensión de su resistencia puede repartirse entre muchos otros objetos, etcétera. Pero también pueden arrastrar consigo el pensamiento, organizarlo completamente de nuevo.

Al adquirir todas estas funciones, las cosas son en cierto sentido acogidas en el universo simbólico, reciben carácter “sígnico“ y pueden por lo tanto ser desplazadas e intercambiadas; esto es, combinadas dentro de un determinado sistema de reglas el cual, al mismo tiempo, también transforman. Se le asigna entonces al correspondiente estímulo que ellas provocan un valor que integra este aspecto parcial de la cosa en un sistema de equivalencias más o menos estricto, más o menos diferenciado. El esquema más primitivo de esta adscripción de valor es el de la división entre aceptar y rechazar. Cuanto más se refuerza este esquema, también en tanto que este se diferencia y deviene cada vez más puro, más desaparece el “carácter de cosa” de las cosas que produce conmociones constantes en el proceso de simbolización; se trata entonces, principalmente, del valor unívoco que le es atribuido a un estímulo, sin que a éste se le interrogue por su posible riqueza de significado.

Una metamorfosis no debe entenderse, por lo tanto, como un esquema de procesos culturales o sociales de transformación previamente dados, sino que puede constituir un acontecimiento revulsivo, sorprendente, que ponga en cuestión la seguridad de un sistema de designación. Partiendo del ejemplo citado (la transformación de una cuchara en un cuchillo) nos podríamos preguntar entonces qué significado tiene la metamorfosis para cuestiones concomitantes como la mediación, el intercambio o el traspaso de una forma hacia otra. La parte de la cuchara que nos ha interesado más hasta ahora experimenta también en la imagen un cambio esencial: la laffe [cavidad] se convierte en klinge [cuchilla]. Este sinónimo alemán de schneide [filo/cuchilla] constituye igualmente un ejemplo de construcción de palabras a través de la metonimia. Proviene del verbo klingen [sonar] y debe de estar relacionado con el ruido que causa el filo de la espada cuando ésta se encuentra con el casco o la armadura del contrincante[7]. Este registro de asociaciones apunta, de hecho, hacia otra dirección. La agresividad, que tal como hemos dicho ha causado el fallo de traducción, invierte casi el campo semántico: la mediación en un conflicto se transforma en agudización, la penetración en el cuerpo ya no se relaciona con el necesario suministro de alimentos ni con un intercambio exitoso entre el interior y el exterior (comunicación, organización de los contenidos), sino con el peligro, la herida, la destrucción.

Así como la expresión laffe nos ha llevado a cuestionarnos las fronteras entre el interior y el exterior, a preguntarnos por la supuesta superficialidad del vanidoso petimetre de forma más precisa, también parece abrirse aquí, a través del verbo klingen, un camino hacia otros terrenos el cual permite que dudemos sobre el significado establecido del objeto cuchillo. El cuchillo experimenta aquí una metamorfosis y se transforma, a través del efecto acústico que produce, en un portador de estímulos que apuntan más allá: hacia el dolor y la destrucción. Según su esencia, ciertamente, éste no media sino que separa, despedaza, etcétera. El efecto de transporte de estímulos acústicos no es parte de su “diseño instrumental”, sino que pertenece a su esencia cósica. Ésta permite quizá poner en cuestión aquella ilusión que hemos señalado como condición de la traducción: la equivalencia. Investigar el klingen significa llegar debajo de la capa del significado, valorar el estímulo que proviene de las cosas no según una lengua estructurada, clasificada de una vez por todas, sino componiéndolo de nuevo, de otra manera, sumergiéndose en el murmullo y el sonido previo a cada significado, cada transporte. Esto significa investigar los añicos y fragmentos que quedan como restos en el proceso de producción de sentido. Desde este punto de vista, cuando uno investiga las partículas sonoras, los estímulos desordenados, se expone de hecho al lado cósico, al aspecto material de una especie de conciencia-objeto. Siguiendo este rastro también se hace claro cómo se producen los así llamados actos fallidos. Se trata de caminos y procedimientos que transcurren más allá de los sistemas semánticos dados, que no obstante son reprimidos o censurados porque trabajan con material “no permitido”.


De estas reflexiones se deducen algunos modelos para el proceso de traducción:

(1) En primer lugar se plantea, sobre la posición del mediador, la pregunta por su confianza (crédito) acumulada. Este crédito puede contribuir a la estandarización, a la diferenciación del capital simbólico en distintos productos, que no tienen un contexto específico y que, por lo tanto, pueden colocarse en muchas interfaces distintas. Un ejemplo de ello son las lenguas formalizadas, las cuales se establecen como fundamento de las más distintas técnicas de dominio (matemáticas, estadística, programas informáticos, protocolos, informes de rendimiento de cuentas estandarizados). Para eso se requiere la acumulación del poder de negociación (como resultado de la conquista, pero también como resultado de formas más complejas de cooperación). Cuanto mayor es el poder de negociación, más probable será su efecto destructivo, la colonización y la explotación o represión simbólica de contextos específicos, ya que esos contextos son anexionados por una identidad mayor, un contexto estatal, un sistema de producción transnacional, etcétera. Podríamos denominar esta continua ampliación estandarizada del crédito de todas las formas de vida como la semiótica de los “liberales”. Esta semiótica juzga, sin diferenciarlas y siguiendo un mismo patrón, todas las formas de metamorfosis. Como ya hemos mencionado, no es éste el único modo en el que los lenguajes formalizados pueden constituirse. Cuando los matemáticos reflexionan sobre sus propias condiciones de partida y los límites de su actividad, se comprometen con la cosicidad de las cosas, con lo imprevisible, lo incontrolable. De ahí surgen, idealmente, formas completamente distintas de relacionarse con la confianza y con el problema de la “incertidumbre”.

Otro tipo de confianza esencialmente distinta se utiliza en los contextos específicos en los que se ha generado, en los contextos sobre los que tiene más efectos (esta forma de confianza se muestra desde el principio como no accesible a descripciones formales). Este crédito reduce la inseguridad fundamental que se da en relación con la aplicación a otros contextos mediante la fórmula de hacerla imposible. Por otro lado, la confianza originada depende fuertemente de las necesidades particulares para las que la intermediación debe buscar cada vez nuevas soluciones. De este modo se garantiza la absoluta especificidad de cualquier expresión, puesto que se trata justamente de una especificidad de la expresión misma, ya no de la cosa. Los productos surgidos son así utilizables sólo en un determinado contexto; se trata entonces de un proceso de “interminable ratificación de la diferencia”. Traducido al contexto social, estamos tratando aquí con la semiótica de lo “comunitario”. Se forma un sistema de comunidades singulares, las cuales se delimitan estrictamente las unas a las otras, al reconocerse mutuamente. La confianza “identitaria” surgida a través suyo no garantiza ninguna compensación entre necesidades “expansivas”, sobre todo porque se trata de una forma de confianza que es administrada en contextos cerrados. Esto puede derivar también en formas de dependencia y explotación, que en este caso son personales y a pesar de todo son aceptadas.

(2) Una aplicación productiva de la confianza se produce sin embargo, tal como se ha indicado ya, cuando las constelaciones de sentido y valor pueden disolverse y transformarse radicalmente. Así, a la acumulación de confianza debería oponérsele siempre de nuevo la duda y la búsqueda de nuevos significados. Por eso es de gran importancia interpretar la confianza de hecho como crédito, como una forma de reciprocidad, que debe conformarse dentro del futuro y que no está decidida desde el principio. Tanto la semiótica de los liberales como la de lo comunitario muestran la tendencia a aniquilar la reciprocidad y a transformar el crédito en formas de control (reducción o exclusión de lo imprevisible). Cuando la traducción sucede ante un trasfondo tan estático, es decir, ante un escenario de diversas identidades, la perspectiva de la relación entre “lengua” de salida y de llegada tiende a desaparecer. El trabajo de traducción es, sin embargo, justamente el trabajo sobre esta relación recíproca que debería cambiar ambos polos.

(3) El lenguaje de las cosas constituye, a causa de la resistencia que las cosas ofrecen, una clave para la comprensión de la metamorfosis. Sitúa la pista hacia el uso que vincula las palabras y las cosas. Por lo tanto, sitúa en primer plano también la conformación del futuro en el sentido de la reciprocidad: éste produce objetos de intercambio, esto es, objetos físicos o simbólicos que antes no estaban incluidos en la circulación. Estos objetos adicionales corresponden menos a una plusvalía lingüística que las lenguas idénticas (las comunidades) puedan apropiarse, y mucho más a una creación de posibilidades heterogéneas de vinculación. Puede haber al final de la morfogénesis siempre nombres, conceptos, verbos; todos juntos no son, no obstante, ninguna garantía para que no se nos escurran siempre de nuevo las formas en el uso cósico.

(Para Andreas Diblik)



[2] La figura estilística de la metonimia se define a través de la relación de contigüidad, por lo tanto de la “vecindad” objetiva, y no a través de la semejanza (como la metáfora). También puede estar el objeto por el cual se lleva a cabo la actividad; es decir,  el productor por el producto (en nuestro ejemplo el comerciante por el objeto que éste vende).

[3] Véase S. Kauffman, Investigations, Oxford University Press, Nueva York, 2000, pág. 96.

[4] No es difícil reconocer en la figura del laffen [comerciante] también una de las construcciones antisemíticas más exitosas. Uno de los relatos más penetrantes de las proyecciones vinculadas con ello se encuentra en El mercader de Venecia de Shakespeare. La “confianza” que las relaciones comerciales y de producción ponen en circulación se vincula, así, con la ambivalencia del prejuicio contra “los judíos”, a los que se atribuye avidez y calculadora insensibilidad (por lo tanto carencia de profundidad). Shylock rompe a sus contrincantes no sólo con los rodeos jurídicos sino también con en el hecho de que no se esperan de él relaciones humanas en sí. Por este motivo robarle a su hija es, desde el punto de vista de la aristocrática sociedad veneciana, legítimo.

[5] Para el concepto de esquema véase Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, Alfaguara, Madrid, 1978.

[6] Cf. con el capítulo sobre “La imagen del pensamiento” de Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Júcar, Madrid, 1988.

[7] Véase por ejemplo la entrada “Klinge” en el diccionario Grimm.