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06 1999

Objetos que juzgan: el Parlamento de las cosas de Latour

Scott Lash

Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos

Hacia una Constitución no moderna

Bruno Latour defiende que los objetos tienen derechos. Es el portavoz del “Parlamento de las cosas”. Afirma que la modernidad ha rechazado sistemáticamente tomar en consideración los derechos del objeto, en parte por su continua propensión a pensar mediante el dualismo sujeto/objeto. Latour sostiene que, sólo si caemos en la cuenta de que el modo de clasificación moderno nunca se ha correspondido con lo que realmente sucede en el pensamiento y en la práctica y aceptamos que nunca ha reconocido las consecuencias de tales prácticas de clasificación, podemos llegar a reconocer los derechos, la autonomía y la agencia [agency, la capacidad de acción] del objeto. Latour afirma que la “modernidad” no fue otra cosa que un modo de clasificación, un modo de tipificación o, mejor aún, una ideología que justificaba cómo clasificábamos y tipificábamos. Argumenta que debemos romper con la consagrada cronología sociológica de acuerdo con la cual la pensée sauvage de las clasificaciones primitivas es desplazada por el dualístico pensée moderne, por un modo dualista moderno de clasificación; por otro lado, asevera que debemos hacernos cargo del que es nuestro propio modo de clasificación no moderno, reconociendo al mismo tiempo que nunca fuimos modernos[1]. Sólo entonces se habrán garantizado y serán exigidos los derechos y la representación del objeto, su derecho a hablar y a ser representado.

Latour entiende la modernidad, así como su predecesor premoderno y su sucesor no moderno, como “constituciones” diferentes. Estas constituciones son marcos jurídicos que, con frecuencia, no se corresponden con prácticas de facto. Es importante apuntar que Latour habla aquí de “Constitución” en lugar de “modo de clasificación”. Ello se debe a que estos marcos no tratan sólo de clasificación y epistemología, sino también de representación política. Latour sostiene que esta distinción entre representación política y representación epistemológica es una de las dicotomías tendenciosas de la Constitución moderna. Sin embargo, Latour no fue el primero en hacer este comentario. En su clásico artículo “Can the Subaltern Speak?” Gayatri Spivak nos recuerda la naturaleza ideológica de esta dicotomía, la cual, en efecto, tiende a limitar las oportunidades del discurso subalterno[2]. Al igual que Spivak, Latour sostiene que los falsos dualismos de la modernidad están enraizados en la bifurcación de estas dos formas de “representación” y “delegación”, esto es, de representación política en los parlamentos y el Estado, por un lado, y de representación epistemológica (o clasificatoria) y delegación en las ciencias, por otro.

Latour habla de las constituciones moderna y no moderna, cada una de las cuales contiene cuatro “garantías”. Existe también una noción implícita de Constitución premoderna, aunque sus convenciones, menos codificadas, no llegan a ser garantías. Cada una de las constituciones de Latour trata, por así decir, de cuatro esferas ontológicas: el sujeto, el objeto, el lenguaje y el ser. La esfera del sujeto es también la de la sociedad, las comunidades, la cultura y el Estado; la esfera del objeto es la de las cosas, las tecnologías, los hechos y la naturaleza; la esfera del lenguaje incluye las prácticas del discurso, la mediación, la traducción, la delegación y la representación; y, finalmente, la esfera del ser incluye a Dios y los dioses, los seres inmortales, los ancestros totemizados, e incluye cuestiones relativas a la existencia. Para Latour, la Constitución de cada época debe tener convenciones y garantías en estas cuatro esferas ontológicas.

Las cuatro garantías de la Constitución moderna son para Latour: (a) que la naturaleza (esto es, las cosas, los objetos) es “trascendente”, universal en el tiempo y el espacio; (b) que la sociedad (el sujeto, el Estado) es “inmanente”, esto es, que es construida continua y “artificialmente” por parte de los ciudadanos y los sujetos; (c) que los “sistemas de traducción” entre estas dos primeras esferas están “prohibidos”, esto es, la “separación de poderes” entre estas dos esferas está “asegurada”; (d) que un “Dios tachado” actúa como “árbitro” de este dualismo[3]. Ahora bien, a diferencia de la ley, lo que este dualismo constitucional permite y fomenta es la invención e innovación de una multitud, de una proliferación de cuasi-objetos, de híbridos que violan totalmente las categorías y garantías de la modernidad. Nosotros los modernos cerramos nuestros ojos ante la hibridez de las máquinas, las tecnologías y otros cuasi-objetos, de los “monstruos” que se producen de esta manera. Nosotros los modernos tendemos a clasificarlos con las categorías dualistas convencionales. Y sin embargo producimos estos híbridos y estos monstruos a una escala nunca antes imaginada. Más aún, nuestras categorías dualistas (antihíbridas) han facilitado la producción e innovación de estos cuasi-objetos proliferantes. Pero hemos llegado a un punto, dice Latour, en el que estos cuasi-objetos, estos monstruos (como son las tecnologías genéticas, las máquinas pensantes y las capas de ozono) se han hecho tan omnipresentes que ya no podemos negar su existencia. Debemos reconocer, por lo tanto, que no somos modernos y que nunca lo hemos sido.

El hecho es, paradójicamente, que es precisamente este dualismo lo que ha permitido la proliferación de híbridos que violan sus principios. Investiguémoslo. El dualismo central de la modernidad supone que la naturaleza es trascendente mientras que la sociedad y el sujeto son inmanentes. Ser trascendente significa no ser construido, significa ser universal en el tiempo y en el espacio; de alguna manera, significa ser real de acuerdo con un realismo sociocientífico: ser objetivamente verdadero. En este sentido, la Constitución de la modernidad sostiene la trascendencia de la naturaleza, los hechos científicos, las tecnologías u otros objetos y cosas. Empero, la sociología de la ciencia, por ejemplo, ha demostrado el carácter mítico de esta idea al demostrar la inmanencia de la naturaleza, al mostrar cómo los propios hechos y las teorías son también construidos. La naturaleza no es completamente trascendente sino también en parte inmanente, en el sentido de una universalidad espaciotemporal. Las teorías y los hechos científicos sólo tienen una cierta duración en el tiempo y sólo alcanzan una cierta escala en el espacio. La Constitución sostiene que la sociedad y el sujeto son inmanentes en el sentido de estar construidos. Que los sujetos individuales y colectivos son artificiales y, por tanto, frágiles; sólo duran un momento, el momento de su construcción. La verdad, reivindica Latour, es otra. La sociedad es en parte trascendente: tales colectividades de seres humanos son largamente duraderas en el tiempo por la participación de un número cada vez mayor de no humanos[4], esto es, mediante la participación de la naturaleza, de los objetos, de las cosas y las tecnologías. Así, lo que parecen ser objetos trascendentales para la modernidad (y la naturaleza) son en realidad una mezcla no moderna de trascendencia e inmanencia; en efecto, no son objetos en toda regla sino lo que Michel Serres llama “cuasi-objetos”. Lo que para la modernidad parecen ser sujetos (y sociedades) inmanentes, exclusivamente “aquí y ahora”, son en parte trascendentes por su propia duración extendida en el tiempo y su alcance en el espacio: no son objetos en toda regla ni son inmanentes, sino “cuasi-objetos” en parte trascendentes.

La Constitución moderna legisla así mediante sendas garantías de estas dos esferas separadas de sujetos y objetos; la esfera de la sociedad y la de la naturaleza. Consideremos ahora la tercera garantía constitucional, la que se refiere al lenguaje o al discurso. Esta garantía “prohíbe” la existencia de “sistemas de traducción”. Lo que esto significa es que el lenguaje o las prácticas representativas o significantes se dedican tan sólo a un “trabajo de purificación”, a excluir el “trabajo de mediación”. Esta garantía ha dejado también sitio para su propia violación. Así, aun negando el “trabajo de mediación” anterior, “el trabajo oficial de purificación” permite “el trabajo de mediación (lingüística y de representación) no oficial”. Las asunciones de la Constitución moderna sobre el “carácter extrahumano de la ciencia y la tecnología” ocultan en efecto el trabajo no oficial y reprimido que multiplica los “intermediarios” que no son ni completamente humanos ni no humanos[5]. El tipo de discurso que se requiere, argumenta Latour, es una “antropología simétrica”, un conjunto de prácticas que refute la asimetría tanto del realismo como del constructivismo. El positivismo y el realismo sólo miran la causalidad del objeto trascendente, mientras que el constructivismo —lo que incluye a la mayor parte del trabajo de los estudios antropológicos y científicos— sólo mira la construcción de los sujetos inmanentes. Ambos reproducen la separación de esferas. La antropología simétrica de Latour dejará sitio para la agencia causal tanto de los sujetos como de los objetos o, más bien, tanto de los “cuasi-sujetos” como de los “cuasi-objetos”.

Examinemos la Constitución de la no modernidad de Latour con el fin de comprender que las garantías de la tercera y cuarta esferas, la discursiva y la existencial —garantías en las esferas del lenguaje y de Dios y la religión— son tan importantes como las garantías relativas a los sujetos y a los objetos, a las sociedades y a la naturaleza. Así, las garantías de la Constitución no moderna en las esferas primera y segunda son las de la “inseparabilidad de los cuasi-objetos y los cuasi-sujetos”: las garantías de que puedan poblar un “tercer reino” cuyo lugar está entre lo trascendente y lo inmanente. En este reino “la naturaleza y la sociedad son una y la misma producción de sucesivos estados de sociedades-naturalezas, de colectivos”. Aquí, toda institución que interfiriese en el “continuo despliegue de tales colectivos y su experimentación con híbridos se estimaría perniciosa”. Ahora el “trabajo de mediación” ya no se marginaliza, sino que tiene lugar “en el mismo centro”. Ahora los sistemas (de cuasi-sujetos y cuasi-objetos) “dejan de estar escondidos”[6].

La esfera del lenguaje es igualmente importante. El discurso moderno implica purificar el lenguaje, mientras que el discurso no moderno comprende prácticas de mediación. La clave para el uso del lenguaje no moderno es destruir la prohibición impuesta sobre los sistemas de traducción, poner fin a la prohibición sobre nuestra “libertad” de “combinar asociaciones”. La garantía constitucional moderna de que el lenguaje pueda encargarse del trabajo de purificación también “proscribe lo arcaico”: legisla el olvido de la historia. La Constitución no moderna permitirá al lenguaje recuperar la historia en un conjunto de nuevas asociaciones que combinan lo arcaico y lo nuevo. En términos de la existencia, la Constitución moderna separó a Dios, finalmente, para recluirlo en una esfera puramente sagrada, mientras que las otras tres esferas eran situadas a buen seguro en lo profano. En su cuarta garantía, la no modernidad contrarrestará al sujeto fáustico de la modernidad devolviendo los dioses a la esfera de lo profano. La Constitución no moderna devuelve a Dios, la religión, el ser, lo existencial, justamente a este reino intermedio de cuasi-objetos y cuasi-sujetos, de híbridos y sistemas. Estas medidas de recuperación de la historia y el ser, así como el reconocimiento de la durabilidad espaciotemporal y la naturaleza en parte trascendente del reino intermedio, contrarrestarán la sobreproducción “salvaje e incontrolable” de híbridos; conducirán a “una democracia ampliada que regula y ralentiza la cadencia”. De ahí que en la condición no moderna el anterior sujeto fáustico será reconstituido con una nueva modestia, una nueva finitud.

La Constitución no moderna de Latour está compuesta de “actantes”. La noción de actante proviene de la teoría de la narrativa de Benveniste[7]. Aquí, los humanos y los no humanos juegan un papel en tales narrativas. En la medida que juegan estos papeles son “actantes” en la narrativa. Los cuasi-objetos y cuasi-sujetos no modernos de Latour e incluso sus discursos figuran como tales actantes. “Los discursos son una población de actantes que se mezclan tanto con cosas como con sociedades”. Todos estos actantes —estos monstruos, estos híbridos que pueblan el reino intermedio— traducen, median y extienden los sistemas, “trazan sistemas”: construyen los “sistemas actuantes”. En ciertos momentos Latour habla de varios tipos de actantes: cuasi-sujetos, cuasi-objetos, discursos e incluso actantes “existenciales”. Pero a un nivel más fundamental los actantes no modernos (al igual que los premodernos) constan de cuatro tipos de “propiedades”, cuatro tipos de “sustancia ontológica”. Cada uno de estos monstruos, cada uno de estos actantes, está compuesto de propiedades de sujeto, propiedades de objeto (o naturaleza), propiedades de discurso y propiedades existenciales. A estos monstruos los componen, además, diferentes medidas de cada una de las anteriores propiedades. Así, las máquinas son híbridos con propiedades acentuadas de cuasi-objeto; los poemas en tanto que actantes tienen más pronunciadas sus propiedades lingüísticas y existenciales. En la modernidad, cada una de estas propiedades ocupaba una esfera separada. Durante la Reforma (y en la Contrarreforma) Dios estuvo “tachado” del mundo y fue completamente trascendente: para entonces, Dios estaba ya completamente diferenciado de lo social, de la naturaleza y del lenguaje. El sujeto y el objeto adquirieron su autonomía, al igual que lo hizo el lenguaje, tal y como observamos en las varias teorías semióticas —de Saussure a Peirce, hasta incluso en Barthes— que asumen la autonomía del significante. Esto vino a continuación de una Constitución premoderna mucho menos diferenciada en la que los “indígenas” “saturaban de conceptos los mixtos de divino, humano y natural”[8]. Esto es bien sabido a partir de las teorías clásicas de la modernización. Pero Latour profundiza con una pregunta: ¿qué es lo que permite que este dualismo, este dualismo híbrido proliferante, emerja en Occidente? Su respuesta a la pregunta sobre la “Gran División” es que nosotros en Occidente somos la única cultura “que moviliza la naturaleza. Movilizamos la naturaleza, no como signos, sino tal y como es. Y movilizamos la naturaleza mediante la ciencia”[9]. Así, Lévi-Strauss escribe que el pensamiento salvaje “accede al mundo físico por el desvío de la comunicación”, mientras que Occidente “llega al mundo de la comunicación por el desvío de la física”[10]. El pensamiento salvaje “reconoce al mismo tiempo propiedades físicas y semánticas” y “confunde las meras manifestaciones de determinismo físico con mensajes”; “trata las propiedades sensibles del reino de los animales y del de las plantas como si fueran los elementos de un mensaje”, descubre “firmas” y por tanto “signos” en ellas[11].

 
Tejedores de morfismos y rastreadores de objetos

Latour no es un constructivista. El constructivismo está, para él, bajo la misma vieja Constitución moderna que el realismo. Latour realiza dos desplazamientos que le separan del constructivismo. Primero, no entiende tanto que los objetos hayan sido causados por los sujetos, sino que más bien los ve como portadores de ciertas propiedades que los sujetos poseen. Para él, por lo tanto, los objetos tienen agencia: no una agencia causal como en el naturalismo, sino más bien el mismo tipo de agencia que los sujetos. Tienen derechos, responsabilidades, pueden juzgar y valorar, pueden mediar. Exactamente igual que los sujetos. Así, los objetos de Latour no están causados en primer término por sujetos. Al contrario, son semejantes a los sujetos. Segundo, Latour no es exclusivamente un sociólogo de la ciencia. Es un sociólogo de la ciencia y la tecnología. Cuando compara a Hobbes con Boyle, por ejemplo, sitúa su enfoque no en la teoría de Boyle sino en la de la bomba de vacío, en la tecnología que media con la teoría. Lo mismo ocurre con su trabajo sobre Pasteur: el asunto en cuestión es en primer término el laboratorio, no los hechos científicos. Michel Callon, por su parte, ha enfocado también de forma similar los textos escritos sobre el experimento de Pasteur[12].

Ahora bien, las tecnologías no han tenido nunca el estatus trascendental que la ciencia y los hechos científicos han tenido.. Las tecnologías han sido siempre muy difíciles de reducir a los polos de sujeto y objeto. Se han reducido previamente con dificultad al papel de objeto, como, por ejemplo, en el “determinismo tecnológico”. Pero con la creciente centralidad de las tecnologías genéticas y de la información eso es cada vez menos posible. Las tecnologías se han vuelto cada vez más híbridas: ni sujeto ni claramente objeto. Los sociólogos de la ciencia podrían ser tentados por la opción constructivista. Latour, como sociólogo de la ciencia y la tecnología, ya no puede ser constructivista. Debe ser no moderno.

Así, los objetos de Latour no sólo son construidos. En tanto que son construidos, ellos mismos construyen. Construyen por “mediación” y “delegación”. ¿Cómo entiende esto Latour? Entiende las prácticas sociales humanas (en la ciencia y en la vida cotidiana) en términos de proceso de “tipificación”. Es una reminiscencia de Durkheim, así como de la comprensión que Mauss y Bourdieu tenían de los seres humanos como “animales clasificadores”. Nos hace recordar la tercera crítica de Kant, en la cual el juicio determinado es una (importante) variedad del juicio reflexivo. El juicio determinado es especialmente importante en la Constitución moderna de Latour, cuyo “trabajo de purificación” implica “civilizar los híbridos”, “tipificarlos”, situándolos a la fuerza o en la sociedad o en la naturaleza. Latour insiste en que nosotros vemos esta forma de mediación dualista sólo como una forma de mediación, y en que el ser humano o “antropos” debe dejar de ser definido como un sujeto con juicio puro determinado frente al “práctico-inerte” sartreano, puesto que el humanismo tiene que ver al contrario con nuestro trabajo no moderno de mediación. Los humanos, dice Latour, son “máquinas de analogía”. El humano es un “tejedor de morfismos”: no sólo de antropomorfismos, sino también de “zoomorfismos, teomorfismos, tecnomorfismos e ideomorfismos”. No sólo nosotros usamos no humanos y representaciones o análogos, sino que también los no humanos se vuelven máquinas de analogía, devienen ellos mismos tejedores de morfismos. El humanismo clásico ha desposeído a las cosas de sus poderes, escindiéndolas como “delegaciones y remitentes”. El humanismo no moderno, en cambio, “se compartirá a sí mismo” con estos “otros mandatos” mediante la “redistribución de la acción entre todos estos mediadores”. “Lo humano”, continua Latour, “está en la misma delegación, en el pase, en el envío, en el intercambio continuo de las formas”. “La naturaleza humana es el conjunto de sus delegados y sus representantes, de sus figuras y sus mensajeros[13].

Ésta es, me parece, la clave de la teoría y del libro de Latour. Lo que nos dice es entonces que los propios objetos son jueces; los propios objetos tienen juicio reflexivo, tejen morfismos. Tejer un morfismo es más que sencillamente representar: es también “pasar”, “enviar”. Es —en la jerga de los artistas digitales— “to morph something[14], esto es, crear tu morfismo y comunicarlo. Esto es, tejer una red o un sistema por medio de esta comunicación. El juicio es, para Latour, siempre y al mismo tiempo comunicación de ese juicio. No es nunca representación pura. O hecho puro. Es una afirmación y su envío. En sus efectos se asemeja más a un acto de habla que a una mera expresión predicativa. Es la parole entendida no como habla sino como mensaje: siempre incluye su envío. Y el envío teje una red, ayuda a construir un sistema. Aquí, los cuasi-objetos se encuentran entre los más importantes de estos “mediadores”. La propia mediación, por supuesto, significa mucho más que mera representación. La representación implica el tipo de prácticas que tienen lugar en la escultura, la pintura, la novela, el poema. Incluso el cine es más un asunto de representación que de mediación. Pero de forma característica la formas tardomodernas de cultura rompen con la lógica de la representación. O, más bien, tal cultura tardomoderna, con bastante acierto llamada “los media”, nunca puede representar sin enviar, sin transmitir o comunicar. En efecto, “las economías de signos y espacios” contemporáneas, especialmente en su calidad de información, tienen mucho más que ver con la transmisión que con la representación. Esto es, en la cultura contemporánea la primacía de la transmisión ha desplazado la primacía de la representación. La cultura contemporánea es por tanto una cultura del movimiento. Una cultura de (cuasi) objetos en movimiento.

Y es aquí donde Latour puede verse atrapado en una contradicción. Aunque en su utopía no moderna llegamos a entender que nosotros y los no humanos somos máquinas de analogía, entidades dotadas de juicio reflexivo, no es esto lo que sugiere que hagamos como científicos sociales. En este sentido, pienso que su propia teoría es insuficientemente reflexiva, esto es, no puede ser aplicada a sí misma sin contradicción. Lo que Latour nos pide hacer como científicos sociales en la no modernidad no es juzgar y enviar reflexivamente, sino más bien “rastrear objetos”. Lo que estoy argumentando es que las actividades culturales del juicio analógico son ellas mismas típicas no de la no modernidad, sino de la modernidad. Latour lo reconoce pero dice a continuación que lo cubramos con una ideología dualista del juicio (lógico) determinado. Sin embargo, según nos adentramos en la hibridez proliferada del orden global informacional debemos de estar implicados en un conjunto totalmente diferente de prácticas culturales: nos implicamos en el “rastreo de objetos[15]. Así, habiendo establecido que los actantes son simultáneamente reales, sociales y discursivos, Latour nos anima a “seguir a los cuasi-objetos hasta el final”. Nos anima a comenzar desde el reino intermedio de los monstruos e híbridos y rastrearlos para ver cómo son hipostasiados como inmanentes o trascendentes. Si rastreamos el objeto descubrimos el sistema. Aprueba el dictum de Michel Callon según el cual nos situamos “en el punto medio desde el cual podemos seguir atribuyendo propiedades humanas y no humanas”[16]. Es así como realizamos nuestro trabajo de mediación, de hacer que los cuasi-objetos se estabilicen como sujeto y objeto. Dice que deberíamos “seguir el trabajo de proliferación de híbridos” y “cubrir al cuasi-objeto o a los sistemas”.

“Cubrir” o “rastrear” suenan más como el trabajo de un detective que como el trabajo de un juez. Y quizá es esto en lo que estamos en la cultura global informacional. Nosotros los no modernos somos quizá no “jueces” de ninguna manera, sino “rastreadores”. Nos conciernen menos las representaciones que el envío, la señal. Ya no somos premodernos de lo simbólico, ni icónicos como los modernos, sino que nos hemos mudado a un orden indicial de no representación. En el que seguimos al objeto. En el que no sólo los científicos sociales, sino todos nosotros, somos rastreadores de objetos. Sea surfeando por internet o por 500 canales, descubriendo el hipertexto o abriendo las puertas y ventanas de un gráfico interactivo en CD-Rom. En todos esos casos, no se trata tanto de la representación o de lo simbólico, sino de información y envío. Rastreamos el sistema a través de los sitios web. No hay ni auralidad (lo simbólico) ni visión (lo icónico), sino tactilidad e indicialidad en el corazón de la economía de los signos y de la información[17]. No sólo rastreamos los objetos, examinamos los sistemas. Pero como vimos en nuestra discusión con Virilio[18] los objetos pueden rastrearnos a nosotros. Los sistemas pueden ser nuestras prisiones. En nuestra discusión con Benjamin[19] vimos cómo el rastreo de objetos puede ser una práctica alegórica y metonímica si extraemos reflexivamente objetos de la cultura contemporánea para después reinsertarlos en nuestro propio orden alegórico, un orden que es no narrativo y posnarrativo. Un orden de rastreo que no tiene tanto que ver con la representación de una narrativa lineal o incluso ni siquiera con la problematización de la representación mediante la narrativa no lineal. Tiene que ver en cambio con la irrelevancia de la representación: la irrelevancia de la narrativa. Tiene que ver con lo que Lefebvre llama un “sendero”, un sendero material, un sendero indicial y táctil que rastreamos y que después abandonamos y con el que volvemos a conectar. Quizá sea ésta la forma en que producimos sentido y significado en la cultura contemporánea. Y fijémonos en que una buena parte del tiempo producimos sentido mediante prácticas de orientación que no implican producir significado. Nosotros los no modernos no somos mediadores sino “rastreadores” materialistas, buscadores de senderos. No encontramos reglas kantianas, sino “senderos”. No creamos nuestros híbridos mediando como máquinas de analogía, sino como rastreadores, como alegoristas.

 
Este texto ha sido publicado anteriormente en inglés como un capítulo del libro de Scott Lash Another Modernity, A Different Rationality, Blackwell, Oxford, 1999, pp. 312-338. Aparece aquí por cortesía del editor.



[1] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica, traducción de Víctor Goldstein, Siglo XXI, Buenos Aires, 2007. La “sociología (y antropología) de las cosas” tiene un pedigrí considerable. Está, por supuesto, la yuxtaposición de Marx entre valor de uso y valor de cambio. Hay un algo irreductiblemente cósico en el “hecho social” de Durkheim, que es tanto una cosa como una estructura. El don de Mauss proveyó de alguna manera los fundamentos más firmes para esta analítica de las cosas. La oposición de Marx valor de uso versus valor de cambio permanece en gran medida en el marco kantiano de finalidad versus instrumentalidad. Al igual, en efecto, que la contemporánea antropología de las cosas de Appadurai y Kopytoff en su yuxtaposición de “singularidad” versus “mercancía”. Véase Arjun Appadurai, “Commodities and the politics of value”, en Arjun Appadurai (ed.), The Social Life of Things: Commodities in Cultural Perspective, Cambridge University Press, Cambridge, 1986; e Igor Kopytoff, “The cultural biography of things: commoditization as process”, en ibídem. Aún así, el argumento antropológico rompe en gran medida con las asunciones trascendentales y universalistas del marxismo y de Kant y observa los valores simbólicos en culturas específicas. Eso se puede entender del “análisis de la cultura material” de Daniel Miller en sus varios libros; véase por ejemplo A Theory of Shopping, Polity Press, Cambridge, 1998. La lógica del presente texto rompe radicalmente con cualquier tipo de yuxtaposición aporética de este tipo, incluso con la aporía “sociedad de don versus sociedad de intercambio”. Su inspiración proviene en parte de Baudrillard. No de la nostalgia de Baudrillard por el intercambio simbólico maussiano, sino de su teoría del objeto. Y especialmente de su idea del objeto que no es conocible por el sujeto, y por tanto no una instrumentalidad; pero se trata de un objeto que es también y enfáticamente no una finalidad. De ahí la importancia que tiene la idea de “reversibilidad” para Baudrillard. Lo que para él no es una finalidad es reversible. El objeto de Baudrillard seduce. Las finalidades no seducen. Son sublimes o bellas pero no seducen. Hablar de lo sublime es hablar todavía el lenguaje de las aporías. Lo sublime forma parte integral de la segunda modernidad, no de la cultura global de la información. El “valor-signo” seduce. El valor-signo no tiene nada que ver con el estatuto asociado al consumo. La cultura del consumo de Baudrillard es una cultura de la seducción. No es una cultura de la mercantilización. Baudrillard rechazará los análisis que la teoría crítica hace de la sociedad de masas basándose en la contraposición de mercancía y valor de uso, o de alienación y autenticidad. Los cuasi-objetos en los sistemas-actuantes de Latour claramente tampoco son finalidades. Y también no instrumentalidades. Transmiten, juzgan, hablan. Véase Jean Baudrillard, De la seducción, Cátedra, Madrid, 1989; y “Dead symbols”, entrevista con Jean Baudrillard, en Theory, Culture and Society, nº 12/4, 1995.

[2] “Can the Subaltern Speak?” de Gayatri Spivak apareció originalmente en Cary Nelson and Lawrence Grossberg (eds.), Marxism and the Interpretation of Culture, University of Illinois Press, Champaign-Urbana, 1988, págs. 271-313, y fue reimpreso en una versión modificada en Gayatri Spivak, A Critique of Postcolonial Reason: Towards a History of the Vanishing Present, Harvard University Press, Cambridge y Londres, 1999 [de próxima aparición en castellano en la colección Cuestiones de Antagonismo, Akal, Madrid, 2008].

[3] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, op. cit. [véase “Las garantías constitucionales de los modernos” y “La cuarta garantía: la del Dios tachado”, págs. 55-62].

[4] Véase también Donna Haraway, Modest Witness@Second_Millennium.FemaleMan©_Meets_OncomouseTM, Routledge, Londres, 1997. En su enfoque sobre los microbios, las unidades de información genética y similares, Haraway, a diferencia de Latour, anuda su “no humanismo” a una periodización sistemática de lo que efectivamente son marcos de conocimiento. Su fase contemporánea, que se deriva de su pensamiento sobre la microbiología, la inmunología y la ingeniería genética, equivale a una formulación sistemática de una episteme, una que es claramente posterior a la episteme moderna de Foucault. Desde la filosofía se tiende a pensar en términos de trascendental y universal tanto espacial como temporalmente. Desde la antropología se tiende a pensar en términos de universales temporalmente. Es en este sentido que Latour piensa muy antropológicamente, argumentando que nunca hemos sido modernos, pero pensábamos que lo éramos. Y, en efecto, como somos ahora es como siempre hemos sido. Haraway piensa en términos de diferencia temporal en su periodización. Se trata de un modo de análisis muy sociológico. El único problema es que desde la sociología, y este análisis no es una excepción, se tiende con frecuencia a perder de vista la diferencia espacial. Se tiende a pensar temporalmente pero universalizando una suerte de modelo occidental que atraviesa las culturas.

[5] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, op. cit. [véase “De los intermediarios a los mediadores”, págs. 118-122].

[6] Ibídem [véase “¿Cómo poner fin a la asimetría?” y “El principio de simetría generalizado”, págs. 137-144].

[7] Véase Émile Beneviste, Problemas de lingüística general, vols. I y II (1969 y 1974), Siglo XXI, México, 1997.

[8] [Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje (1962), Fondo de Cultura Económica, México, 2005,] citado en Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, op. cit. [véase “Lo que la Constitución aclara y lo que oscurece”, págs. 68-72].

[9] Ibidem [véase: “El import-export de las dos Grandes Divisiones”, págs. 144-148].

[10] [Claude Lévi-Strauss, “Raza e historia” (1952), Antropología estructural 11, Siglo XXI, México, 1983.]

[11] [Claude Lévi-Strauss, El pensamiento salvaje, op. cit.]

[12] Véase Michel Callon, “Techno-economic networks and irreversibility”, en J. Law (ed.), A Sociology of Monsters, Routledge, Londres, 1991, págs. 132-164. Werner Rammert nos ofrece elementos para una teoría sociológica general de la tecnología. Rammert apunta que el rechazo del determinismo tecnológico ha conducido a un olvido consciente de la tecnología (technik) en la ciencia social. Como Heidegger, comienza con una idea de “technik” en términos de la cuádruple naturaleza de la causación de Aristóteles. Rammert rechaza entonces la definición de Heidegger de la esencia de la tecnología al ocultar y al mismo tiempo traer a primer plano el significado del Ser. A cambio, justifica sociológicamente la diferencia de la technik en diferentes situaciones sociales. Aunque influenciado por Latour y la sociología de la ciencia, aplica no obstante un constructivismo radical para elaborar una noción pragmática de la tecnología. Es una idea de la tecnología deweyana, fuertemente orientada a la práctica. Rammer apunta la progresión histórica que se ha producido en el pensamiento occidental de las nociones sustanciales a otras funcionales de la tecnología. No está de acuerdo con ninguna de ellas. Reemplaza el enfoque funcionalista moderno del “concepto-fines-medios” por su enfoque pragmático de la “relación-medio-forma”. La tecnología se convierte aquí un mediador que no es necesariamente sólo un “medio” [a means, un instrumento para obtener algo]. Es más bien un “medio” [a medium, un canal de comunicación]. Y la diferencia entre diferentes medios es, en este contexto, de la mayor importancia. Esto es válido especialmente para la diferencia entre cuerpos biológicos, cosas físicas y signos simbólicos en las sociedades de la información de hoy. Este modelo tiene un gran potencial explicativo al distinguir la tecnología de la sociedad industrial de aquella de la sociedad de la información y al analizar la biotecnología, la alta tecnología y similares en lo que Rammert apunta que es nuestra “vida social crecientemente mediada técnicamente”. Véase Werner Rammert, “Die Form der Technik und die Differenz der Medien: auf dem Weg zu einer pragmatischen Techniktheorie“, en Werner Rammert (ed.), Technik und Sozialtheorie, págs. 293-320, 293-296 y 318-320.

[13] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, op. cit. [véase “El humanismo redistribuido”, págs. 199-202].

[14] Estoy en deuda por mis conversaciones con Vivian Sobchack sobre este asunto. Véase Sobchack (ed.), Cinema, Television and the Modern Event, Routledge, Nueva York, 1996.

[15] La antropología de las cosas, con sus contrastes entre singularidad y mercancía, tiende a repetir la aporía kantiana. El libro de Daniel Miller Modernity: an Ethnographic Approach, Dualism and Mass Consumption in Trinidad (Berg, Oxford, 1994) comienza a poner en cuestión este dualismo. El trabajo de Howard Morphy sobre el arte occidental y africano abre radicalmente estas categorías, comprendiendo el objeto no sólo como singularidad versus mercancía, sino también como artefacto, como arte, etcétera. Véase Howard Morphy, Aboriginal Art, Phaidon, Londres, 1998.

[16] Bruno Latour, Nunca fuimos modernos, op. cit., pág. 143.

[17] Sherry Turkle, Life on the Screen, Weidenfeld and Nicholson, Londres, 1996.

[18] Véase Scott Lash, “Bad Objects: Virilio”, Another Modernity, A Different Rationality, Blackwell, Oxford, 1999, págs. 285-311.

[19] Véase Scott Lash, “The Symbolic in Fragments: Walter Benjamin’s Talking Things“, ibídem, págs. 312-338.