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06 2006

Traduciendo posiciones

Sobre coyunturas postcoloniales y entendimiento transversal

Encarnación Gutiérrez Rodríguez

Traducción de Pedro Férez

De las conversaciones llevadas a cabo como parte de la investigación que actualmente estoy realizando sobre mujeres migradas que trabajan como empleadas del hogar en Berlín y Hamburgo ha surgido una paradoja de lo más interesante. Al ser yo misma hispanohablante, asumí que no necesitaríamos traductor para comunicarnos. Cuando quedamos para la entrevista fui consciente de la ligereza con la que había alcanzado tal conclusión. Me acuerdo perfectamente de cuando conocí a Carla en Berlín. Era una migrada de Otavalo, una ciudad turística y comercial del norte de Ecuador. Para ponerla al tanto sobre los aspectos más relevantes de la investigación que estaba desarrollando sobre la nuevas migraciones en Alemania, comencé refiriéndole mi propia experiencia. Le expliqué que en 1962 mis padres habían emigrado de Andalucía a Alemania, país donde crecí y donde la experiencia en propia carne del racismo hacia los emigrantes (“Gastarbeiter”) me aguó la infancia. Esta experiencia tuvo lugar en la Europa fordista de las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado, a una larga distancia de la Europa del siglo XXI, en la que, por otra parte, España destaca por ser uno de los países que más restricciones impone a la inmigración (Gutiérrez Rodríguez 2005). Ante el relato de mis vivencias, la reacción de Carla no se hizo esperar:

“Disculpe, también pasa eso en tu mismo país. Si somos de diferente cultura, pasa lo mismo, porque a mí me ha pasado. Yo soy de otra cultura y yo hablaba otro idioma. Mi mamá hablaba otro idioma y yo hablaba el idioma de ella. Entré a la escuela hablando el idioma de mí mamá. Entonces, en la escuela aprendí a los seis años a hablar español. Yo no sabía hablar español, pero no pasa, como te digo, por diferente país, sino que pasa a veces en el mismo país”.

Carla comenzó a hablar del racismo que había alimentado su condición de “indígena”, sobre todo en su niñez cuando se vio marcada por la asimilación forzosa del español, entre otros aspectos de la herencia colonial. Como su lengua materna, el quechua, estaba prohibida en el colegio, sólo lo podía hablar en casa. Su comentario enfatizaba la incompatibilidad de nuestras posiciones. De un modo muy sutil, Carla se había hecho eco de las diferencias entre su historia y la mía, diferencias que radican en coyunturas y descoyunturas postcoloniales.

Los supuestos vínculos identitarios que podría haber entre las dos por el mero hecho de ser hispanohablantes, se vieron cuestionados por las diferencias de posición social que el legado colonial, el capitalismo fordista y los nuevos ejes del Imperio han establecido entre las diversas partes del mundo. Esta conyuntura histórica y política se ve alterada tanto por nuevas relaciones de interdependencia como por estrategias de acumulación de capital global. Cada vez con más frecuencia espacios vitales relacionables entre sí, como el de Carla y el mío, se definen no sólo por la expresión de puntos en común, sino también por la presencia de diferencias, debidas, sobre todo, a la desigualdad social. Incluso nuestros microcosmos cotidianos se ven recorridos por esta complejidad histórica, política, social y cultural. En mi caso, el que yo asumiera que el uso del español me acercaba a Carla, tuvo como resultado una reducción de las diferencias en torno a las cuales nuestras posiciones se construyen. La articulación de estas particularidades individuales, en el caso que nos ocupa de matiz social, requiere de una forma de discurso que esté dispuesto a mediar entre las diferencias habidas entre las partes para que la comunicación se pueda llevar a cabo. La mediación o el intento de hacerse entender teniendo en cuenta las diferencias de posición, pide en el caso de dos hispanohablantes, no una traducción lingüística, sino una que tenga en cuenta el contexto cultural desde el que se produce el discurso de cada persona.

Es precisamente en este contexto donde surge la cuestión de la “traducción cultural”. ¿Cómo se puede rastrear la traducibilidad o no de posiciones sociales en encuentros basados en una supuesta identidad en común que se expresa, por ejemplo, en torno a un mismo idioma y género? ¿Cómo se lee la interrupción o la brecha que la descoyuntura social abre en la conyuntura global? ¿Cómo se pueden desenmarañar momentos de “différance” (Derrida 1972b) —entendiéndola como un movimiento radical y diferencial? ¿Puede el término “traducción cultural” servir como elemento para bosquejar el carácter ambivalente de estos encuentros que se dirimen recorridos por la tensión de la identidad y la diferencia? Intentando responder a estas preguntas, me acercaré a los dominios de la traducción cultural como un proceso en el que se establecen negociaciones entre posiciones sociales y culturales ambiguas. Así, la traducción permite que nos entendamos, a la vez que señala la no-traducibilidad de lo que se traduce. Tomando la reflexión de Rada Iveković como punto de partida, la pregunta que me hago aquí es “¿se debe considerar la traducibilidad o la no traducibilidad de dos términos como algo totalmente opuesto? ¿No hay un término medio, queer (torcido), de acercarse a esta dicotomía?” (Iveković 2002: 121)

Con el fin de adscribir estas dos preguntas a un campo en concreto, me centraré en el ámbito de la investigación etnográfica. En primer lugar, me ocuparé del análisis que Birgit Scharlau hace del papel que etnógrafos y lingüistas le han otorgado a la traducción dentro del contexto de la colonización española. Basándome en los enfoques postestructuralistas y postcoloniales hacia la traducción, explicaré esta práctica como una herramienta que crea espacios de “entendimiento transversal”. En la última sección, exploraré algunos ejemplos de investigación militante que dan cuenta de modos alternativos a la hora de tratar las diferentes posiciones sociales y de poder que entran en juego en el trabajo de campo etnográfico. La novedad de estos enfoques podría residir en que entienden la traducción como una red de irritaciones e irracionalidades y, por tanto, se niegan a concebir la “otra voz” o las “voz del Otro” como una mera incorporación a la sintaxis hegemónica. Este enfoque podría subvertir la función con la que la relación entre el objeto y el sujeto habitualmente cuentan en el trabajo de campo más convencional. La “traducción cultural”, entendida como un método que deconstruye el trabajo etnográfico, tiene como una de sus tareas fundamentales el cuestionamiento de la distribución de los medios y los términos de la producción de conocimiento. Como comprobaremos a continuación, este enfoque se remonta al primer trabajo sobre el papel de la traducción en el contexto colonial español.


La traducción y el colonialismo

La teoría postcolonial con frecuencia concibe la traducción como un momento de incorporación hegemónica de la “otra voz” o la “voz del Otro” en el proceso colonial. También ha mostrado el potencial de resistencia con el que la traducción cuenta per se (Bhaba, Spivak, Nirinjana). La traducción se ha considerado como un instrumento de representación que logró que el “Nuevo Mundo” se viera en función de los valores de la potencia colonial. Tejaswini Nirinjana, por ejemplo, ha puesto de manifiesto que en el contexto del Imperio británico en India la traducción se ha utilizado como un modo de transferir la epistemología occidental. En última instancia, la traducción recoge los valores de la episteme de Occidente, tradición que, al aceptar que la realidad se puede representar objetivamente, ignora que toda traducción es una mediación discursiva. La traducción no es, por tanto, sólo una función lingüística, sino también un instrumento cultural y político que se usa para establecer relaciones hegemónicas. Este cambio en la concepción de la traducción, que deja de verse como una mera función lingüística para pasar a entenderse como una herramienta de poder, se percibe también en los discursos críticos sobre la traducción.

En su trabajo sobre el colonialismo español en Latinoamérica, Birgit Scharlau distingue varios modos discursivos de acercarse a la traducción. La traducción entendida como un instrumento lingüístico aparece en trabajos etnográficos y lingüísticos en los años 30 y 40 del pasado siglo. Como ejemplo, Scharlau menciona el estudio de Robert Ricard sobre la transformación de los rituales espirituales y religiosos de la población indígena en el México del siglo XVI (La conquete spirituelle du Mexique, 1933). En su estudio, Ricard enfatiza el papel que la iglesia católica, “la iglesia novohispana”, ejerció en el proceso de hispanización a través de la traducción a lenguas amerindias de La Biblia y otros textos religiosos. Ricard muestra que una de las grandes preocupaciones de los misionarios era cómo trasladar a las lenguas indígenas una “copia auténtica” de la nomenclatura religiosa. Debido a su limitado conocimiento de quechua y náhuatl, los misionarios se vieron obligados a producir diccionarios y gramáticas de estos idiomas. Estas medidas seguían el intento de la corona española de estandarizar el castellano como lengua de la nación. Mientras que en las colonias el castellano se traducía a otras lenguas para establecer el imperio, en la Península la prioridad era la estandarización del castellano como idioma de la nación, como así pone de manifiesto el primer diccionario de castellano de Antonio de Lebrija de 1492. El diccionario recogía todos los valores del Imperio: la creación de una única nación española gobernada por una única religión, el catolicismo, una única identidad, la española, y un único idioma, el español.

Durante las décadas de los 40 y 50 del siglo XX, hubo un cambio de foco y los etnógrafos empezaron a interesarse no ya por las traducciones de los colonizadores, sino por el papel de traductores que habían ejercido algunos miembros de las poblaciones amerindias. Scharlau adscribe a este contexto los trabajos de Kubler (1946), Rowe (1957) y Gibson (1950/60, 1964) que se ocupaban, sobre todo, del impacto que el español había tenido en la población indígena. Estos investigadores dedicaron su esfuerzo a analizar la transformación que el español había experimentado en el contexto colonial, examinando particularmente el papel de los intermediarios en la transferencia de conceptos legales y administrativos de la metrópoli a las comunidades indígenas. Scharlau destaca el estudio de Vicente Guillermo Arnaud (1950) sobre el papel de los traductores en el proceso de descubrimiento, conquista y posterior colonización de Río de la Plata. Arnaud estudió el papel de los “intérpretes de negros” e “intérpretes de idiomas extranjeros” en la región del Río de la plata durante los siglos XVII, XVIII y principios del XIX. La tarea de los traductores consistía en mediar entre la población esclava, los colonizadores españoles y los comerciantes ingleses. Si lo comparamos con trabajos anteriores, el de Arnaud incide con claridad en los encuentros interactivos entre las diferentes comunidades y en el papel que la traducción ejercía en los mismos, centrándose sobre todo en los intermediarios que hacían de traductores entre los colonizadores y sus comunidades.

En los años 60 y 70 Scharlau percibe un cambio de enfoque en los estudios de traducción. Esta práctica deja de concebirse como un medio para describir el proceso de colonización en términos meramente lingüísticos o en relación a encuentros interculturales. Más bien aparece un interes por la resistencia indígena, tornando la mirada hacia las políticas de lengua y los mecanismos de poder. Desde este enfoque se cuestiona ampliamente el rol del traductor como mediador entre su propia comunidad y los colonizadores. La traducción ya no se entiende meramente como un instrumento al servicio de la comunicación, sino que se la estudia en términos de la apropiación que del idioma del subalterno lleva a cabo la potencia colonial. Esta percepción rechaza ocuparse del carácter dialógico del colonialismo y destaca el empeño de la población indígena por preservar sus lenguas y culturas. Este giro anticolonial en el análisis de las relaciones entre colonizadores y colonizados que se produjo en los años 60 y 70, una década más tarde pasó a darse en el ámbito de las relaciones culturales.

El análisis del uso de la traducción como fenómeno cultural dentro de las estrategias de colonización se ha convertido en un aspecto de capital importancia dentro de la etnografía (Taylor 1985: 155). En relación a este giro cultural, la figura del traductor reaparece como uno de los ejes del proceso de aculturación (Scharlau 2004, 102). El discurso de la aculturación emerge dentro de los debates en torno al sincretismo, y focaliza nuestra atención particularmente hacia el papel que las figuras políticas e históricas hayan podido desempeñar como traductores culturales en investigaciones etnográficas y negociaciones políticas. Al atribuir a la práctica de la traducción la habilidad de tender puentes entre distintas culturas, este enfoque omitía el contexto de la traducción, lo que implicaba que la traducción siempre se percibía como un acto comunicativo universal, neutral y descontextualizado.

Durante la segunda mitad de los años 80 y en los 90 la visión anteriormente mencionada ante la traducción se somete a juicio. El principal resultado de este replanteamiento es que la traducción deja de verse como un asunto de equivalencia y fidelidad, para pasar a ocuparse del proceso de traducción per se. La preocupación que los estudios culturales muestran con el concepto de traducción, entendido como una herramienta analítica, cuenta con una dimensión epistemológica como así han puesto de manifiesto los trabajos de Gayatri Chakravorty Spivak, Homi Bhabha y Tejaswini Niranjana. Por su parte, etnógrafas feministas especializadas en Latinoamérica como Ruth Behar (1993) y Mary Louise Pratt (2002) consideran el acto de la traducción como una práctica con un fuerte potencial crítico dentro del campo de la etnografía. Pratt, en particular, asocia la noción de traducción al concepto que el antropólogo cubano Fernando Ortiz bautizó como transculturación en base a sus estudios sobre la cultura afro-cubana y elaborado por Angel Rama en 1970 en los estudios literarios. Esta idea señala la reciprocidad del intercambio cultural, aun si se dan desequilibrios radicales de poder entre las partes implicadas. En general, transculturación describe el proceso a través el que las culturas oprimidas, colonializadas o periféricas transforman el conjunto de las culturas dominantes y hegemónicas. Phyllis Peres anota en su estudio sobre el proceso de transculturación y resistencia en la narrativa afro-lusofona que el proceso de transculturación refleja la resistencia antes la cultura impuesta, mostrando así una oposición hacia el intento de aculturación que el ve más bien reflejado en conceptos como “creolización” y “mestiçagem” (Peres 1997, 10). El proceso de transculturación muestra así una resistencia hacia la esforzosa asimilación bajo las reglas coloniales. Un acto que Peres ve encarnalizado en la figura y en la obra del escritor angolano Mário Pinto de Andrade en su intento de traspasar el modelo binario de la imcopatibilidad de las culturas. Buscando un acercamiento a la traducción cultural que desemboque en un intento de crear un espacion transcultural, nos lleva a considerar en concepto de “entender”. Un concepto de entender que se basa en el intento de traspasar la lógica binaria establecido por la percepción del encuentro de dos culturas. Más bien con esta propuesta quiero ligar la idea de transculturación a un “entendimiento transversal”.

La traducción al pasar a concebirse desde una óptica postestructuralista y postcolonial, como un proceso donde se dirimen relaciones de poder y significación, articula preguntas de gran relevancia para los debates de la representación y la alteridad. Siguiendo estos paradigmas, a continuación me ocuparé del uso de la traducción como herramienta al servicio del “entendimiento transversal”.


La representación, la différance y el conocimiento transversal

El modo en el que percibimos e interpretamos el mundo no es una práctica inocente, sino que más bien depende de negociaciones sociales y estrategias hegemónicas de representación. Este modo de ver el mundo concibe la representación como una formación discursiva que participa en la producción de verdades. Para Michel Foucault, esta lógica ha hecho que la producción de conocimiento en Occidente se articule en torno a dicotomías. Judith Butler ha analizado esta misma dicotomía en relación a la producción discursiva de la categoría del género en torno a una matriz heterosexual. Como ya señalé anteriormente, la traducción no implica solo la transferencia de significado literal, sino que también transmite los valores inherentes a sistemas filosóficos concretos de producción de conocimiento. La traducción está profundamente vinculada a la epistemología y, por tanto, a la formación de “verdades universales”. En el caso del género, por ejemplo, su traducción a los distintos contextos lingüísticos o culturales lleva aparejado el reconocimiento de toda una “Weltanschauung”—percepción del mundo. El género es susceptible de ser entendido discursiva, institucional y pragmáticamente como una verdad universal porque se supone que significa masculinidad y feminidad. Son precisamente los conceptos “universales” los que más resistencia muestran a incorporar particularidades globales o itenerarios rizomáticos a su contenido. La traducción del género parece no requerir una mirada más atenta hacia su significado, pues se basa en la verdad universal de la existencia de “dos sexos”. Pero a poco que ahondemos, enseguida observamos que el género va más allá de la dicotomía hombre-mujer y que la causa de este reduccionismo se encuentra en que esta categoría se traduce sobre la base de una matriz heterosexual, lo que produce modelos de género binarios incluso en sociedades donde esta taxonomía no existe. Desestabilizar, retar, la traducción del género requiere una concepción transversal de esta categoría que supere la dicotomía hombre-mujer. Con todas estas premisas en mente, podríamos concluir que el proceso de traducción va inevitablemente ligado al acto de leer e interpretar. Leer no se limita solo al texto escrito como han señalado figuras prominentes del postestructuralismo como Roland Barthes. Para Gayatri C. Spivak la lectura es un prerrequisito para entender la sociedad, ya que:

“Todos leemos la vida y el mundo como si de un libro se tratase. Incluso los así llamados ‘analfabetos’. Pero especialmente los ‘líderes’ de nuestra sociedad, (…): los políticos, los hombres de negocios, los que hacen los planes. Si no se lee el mundo como un libro, no serían posibles ni las predicciones, ni los planes, ni los impuestos, ni las leyes, ni la seguridad social, ni las guerras. Y, sin embargo, estos líderes leen el mundo en término de racionalidad y medias, como si fuese un libro de texto. En realidad, el mundo se escribe a sí mismo con la misma apertura y farragosa complejidad de niveles con las que cuenta la obra literaria. Si cuando estudiamos la literatura, podemos aprender nosotros mismos y enseñar a los otros a leer el mundo de un modo adecuado, arriesgado, quizá nosotros, la gente de letras, dejaríamos de ser para siempre irremediables víctimas”. (Spivak 1988a, 95)

La habilidad para leer la sociedad como un texto requiere una relación de transferencia entre distintos sistemas de códigos. Esta transferencia no implica necesariamente dos idiomas diferentes, sino que considera los idiomas como diferentes códigos. La traducción, como hemos visto en el caso del colonialismo español, es la herramienta que hace posible esta transformación. Y este fenómeno se da porque la traducción no solo es un medio para comunicarse, sino que también refleja el texto original a partir de nuestro horizonte de conocimiento. Este proceso de lectura, basado en la hermenéutica de Gadamer, presupone un momento de identificación, en el que el texto original se inscribe dentro del contexto de significado del que dispone el traductor. Traducir es un hecho relacionado con la producción de significado coherente. Esto conlleva el riesgo de concebir la traducción como una copia del original, reduciendo así a un mero proceso funcional lingüístico tanto los momentos de no-traducibilidad del proceso de traducción como los diferentes contextos sociales y culturales en los que se negocia la traducción. Walter Benjamin escribió su artículo sobre la tarea del traductor—“Die Aufgabe des Übersetzers” (publicado en 1955)—precisamente para denunciar esta forma de traducción.

Para Walter Benjamin, una traducción cuyo principal objetivo sea la comunicación de significado es un fracaso. La traducción, concebida como un proceso que incorpora la voz de la diferencia en la de la mismidad, destruye la posibilidad de entender la voz del otro en movimiento, inscrita en un movimiento de diferencia. De modo similar a lo que sucede con un proyecto heurístico, a una buena traducción se la reconoce porque no crea una imagen especular del original. Benjamin escribe:

“Es importante señalar que en la cognición no habría objetividad, ni siquiera aspiración a la misma, si ésta tratase con imágenes de la realidad; esto pone de manifiesto que ninguna traducción sería posible si en su foro más interno se afanase por parecerse al original.” (Benjamin 1955, 73)

Tomando el comentario de Walter Benjamin como punto de partida, una parte considerable del pensamiento postructuralista sobre el proceso de la traducción también ha cuestionado la teoría de la reproducción del original, formulada por Wittgenstein en torno a la idea de “Abbildtheorie” (Wittgenstein 1995). Esta teoría presupone que el lenguaje reproduce idénticamente la realidad, lo que a su vez implica que se puede verter a otro idioma una traducción literal del texto original. Derrida retoma los presupuestos de Benjamín y los desarrolla, concibiendo la traducción como un flujo, como un movimiento transitorio. Es precisamente en el movimiento que se establece entre los dos polos de la traducción donde se produce la sobredeterminación, el suplemento. Este suplemento comprende tanto las dinámicas de los dos polos como la dispersión que se produce en la transferencia de un polo al otro. Este movimiento de “différance” va más allá de la identidad y la diferencia y crea un territorio indefinido, un suplemento, que apunta a la deconstrucción de las bases culturales sobre las que la traducción se apuntala. Este suplemento, que no se inscribe dentro de ningún idioma reconocible o idéntico, no se puede hacer inteligible a través de la creación de un tercer término porque: “(…); el suplemento ni es un plus ni una pérdida, ni un afuera ni el complemento de un adentro, ni un accidente ni una esencia” (Derrida 1972a). Desde esta óptica, la traducción rechaza el entendimiento de los modelos culturales y de contacto como espacios dicotomizados. Al contrario, señala su potencial trasgresor. Esta idea de traducción, al centrarse en asuntos de método, en cómo leer lo que se elije o las irritaciones que recorren un determinado texto cultural o social, entabla relaciones entre los diferentes idiolectos, modos de hablar o entender el mundo.

Por lo tanto, el asunto de la traducción implica trabajar en torno y a través de vacíos, irritaciones e irracionalidades, ya que la tarea del traductor comienza donde los límites de la ininteligibilidad se hacen aparentes, como sugiere Spivak (1992). Para ésta, la traducción es un modo de acercarnos a los límites de nuestra propia identidad. Esto captura el carácter persuasivo de la traducción, pues “uno de los modos de movernos por los confines de nuestra propia identidad, entendiendo identidad como la producción de prosa expositiva, es haciéndolo como si trabajásemos a título de alguien, como si trabajásemos con un idioma que pertenece a mucha más gente. Esto después de todo, es una de las seducciones de la traducción. Es una simple imitación mímica de la huella del otro en la mismidad” (Spivak 1992, 177).

En última instancia, una traducción verdadera tanto para Benjamin como para Spivak no debería limitarse a copiar la voz o el texto original. Como señala Benjamin:

“Una verdadera traducción es transparente; no cubre el original, no bloquea su luz, sino que hace que el lenguaje puro, aunque reforzado por su propio medio, brille con más fuerza que incluso el original. Esto se podría conseguir, sobre todo, a través de una traslación literal de la sintaxis que demuestre que son las palabras, más que las frases, los elementos primarios del traductor. Porque, si la frase es el muro ante el lenguaje del original, la literalidad es la galería.” (Benjamin 1955, 79)

Spivak, en referencia a Benjamin, considera el proceso de la traducción en términos de retórica, Wörtlichkeit (palabras), privilegiando así el contexto de la traducción, die Arkade (la galeria), en detrimento del de la sintaxis, der Satz (la frase), que, como Benjamin señala, representa el muro, la barrera, que entorpece la fluidez inherente al ejercicio de la traducción. Una traducción que capture las huellas de lo Otro en lo Uno trabajando “en torno a los confines” del contexto en el que estas articulaciones tienen lugar aspira, tanto para Benjamin como para Spivak, a entender la traducción como un proceso creativo que tiene en cuenta el lado sensual e íntimo del lenguaje. Una buena traducción será, pues, aquella que es consciente de la tensión de la diferencia y la identidad y respeta, como sugería Benjamin, la individualidad y originalidad de la presencia de la otra voz. El traductor tiene que leer con cuidado, trabajando a través de la íntima relación que se establece entre él/ella y el texto. El objetivo de la traducción sería posibilitar el surgimiento del amor entre el original y su sombra, un amor que permite la disolución entre el contexto conceptual del traductor y el texto o la otra voz. El ejercicio de la traducción se ve, por lo tanto, superado por la ambivalencia que se crea en el momento en el que la dimensión retórica del texto se abre. El traductor no se centrará en lo que se ha dicho, sino en cómo y dónde se ha dicho. La traducción quedará vinculada a los niveles afectivos, cognitivos y contextuales de la articulación. Este interés en el nivel de la retórica implica trabajar entre y por el silencio apostado entre las palabras, con el fin de percibir como las diferentes lógicas trabajan al unísono o se cuestionan mutuamente. En última instancia, la tarea de la traducción no se ocuparía del resultado de la traducción, sino del proceso de la comunicación. Así, el lenguaje se percibe, no sólo como una amalgama de signos, sino también de vacíos, de silencio que moviliza la diseminación (Derrida 1972b). Este tipo de diseminación no se puede transformar en la lógica dominante del texto, ya que este movimiento retórico lo mina (Spivak 1992: 178). Al cuestionar las relaciones entre la retórica y la lógica, este movimiento reconstruye la contingencia del orden epistemológico, mostrando las posibilidades del azar, las no-equivalencias y las coincidencias (Spivak 1992: 184/185). Esta tensión entre la lógica y la retórica permite crear un enfoque hacia la traducción en el que se pueden revelar los contextos de las diferentes capas del texto. Al interesarse por los momentos de no-comunicación y por el entendimiento que va más allá del deseo de reconocernos a nosotros mismos en la otra voz, este enfoque hacia la traducción conecta con la metodología y la epistemología del feminismo. Esto nos presenta el reto de cómo explicar la heteroglosia en el terreno de la etnografía teniendo en cuenta a la vez los medios y los términos de la producción de conocimiento.


La metodología postcolonial y feminista entra en contacto con la investigación militante

Al ser una práctica que alimenta espacios de entendimiento transversal, la “traducción cultural” se puede relacionar con facilidad con algunos de los debates más significativos que durante los 80 y los 90 tuvieron lugar en el seno de la metodología postcolonial y feminista. Esta última disciplina cuestiona ampliamente la función que en el trabajo de campo habitualmente se da a la relación entre el objeto y el sujeto. En particular se cuestiona la relación de asimetría habida entre el investigador y el participante, siempre que por supuesto se requiera una metodología participativa (Hill Collins 1990, Haraway 1993). Al cuestionar la posición de la objetividad, la epistemología feminista ha explorado la parcialidad inherente a la producción de conocimiento. Por su parte, la epistemología postcolonial ha puesto de manifiesto que la construcción discursiva del Otro, en este caso el “informante nativo”, es fundamental para la constitución de la identidad hegemónica, hecho que se hace posible por el permiso con el que los académicos cuentan tácitamente para representar las posiciones silenciadas, marginales o subalternas (Spivak 1988b). Estas cuestiones de autenticidad y autoridad se han revisado críticamente, y en la actualidad se tiende a desarrollar sus implicaciones dentro de marcos productivos postcoloniales o de género. Siguiendo esta tradición de la contestación, así como la estela de la investigación participativa que tan en boga estuvo en los 70 y 80 (Mies), diversos proyectos de investigación militante han trasladado al terreno de la protesta y la movilización social los modus operandi de estos paradigmas de la contestación a los que anteriormente nos referíamos. Esto nos recuerda también a los grupos de “concienciación” y “capacitación feminista” de Latinoamérica cuya tarea fundamental era la promoción de conciencia política sobre desigualdades sociales, a la vez que proveer herramientas para la organización colectiva a partir de las cuales se pudiesen organizar nuevas vías de producción de conocimiento a través de foros de debate y comunicación. Estos nuevos métodos están influidos por el debate postmoderno sobre la producción de conocimiento, por nuevos modos de explicar el intercambio, las dependencias y las interrelaciones más allá de esquemas binarios. Al aspirar a la producción de proyectos relacionados con la investigación militante y participativa, conectan con nuevas nociones que entienden lo social en torno a la movilidad, la producción de conocimiento, los cuerpos, las redes afectivas y la diferencia.

Precarias a la Deriva, en particular, en su investigación militante sobre la precariedad de la vida de las mujeres presenta un modo muy interesante de crear un continuum entre la investigación y la intervención. La investigación militante, al no definirse en torno a la dicotomía investigador-investigado, disuelve cualquier tipo de relación de asimetría que se pudiese dar entre estos dos grupos (2004). Este tipo de metodología basado en la técnica de la deriva, anima a los investigadores a pasear por la ciudad con el fin de crear espontáneamente espacios de comunicación y de intervención. Otros grupos políticos como el colectivo argentino Situaciones, lleva a cabo una forma de investigación militante que evita la cooptación por parte de las factorías que dominan la producción de conocimiento, las universidades, mediante el uso simultáneo de las historias vitales de la gente, escraches, de las entrevistas narradas y de los diarios en los que inscriben los itinerarios de encuentros, los puntos de partida y las reuniones y disoluciones que acaecen en su vida cotidiana y en los espacios que habitan. En torno a estas actuaciones, este colectivo ha desarrollado nociones de inteligencia común, de subjetividad colectiva y estrategias de intervención así como redes autónomas de producción de conocimiento (Nociones 2004).

Aunque estos proyectos se sitúen a sí mismos fuera del ámbito de la producción de conocimiento, con frecuencia remiten a debates que se dan también en el seno de la academia. Se está poniendo en juego, pues, la relación entre la producción de conocimiento académico y militante. Al mismo tiempo, los momentos de negociación entre diferentes posiciones, voces y lugares requieren un tipo de traducción que siga las líneas del entendimiento transversal que he bosquejado anteriormente. Dicho enfoque puede facilitar la explicación de la “différance”, sin encuadrar este movimiento en el marco de una única identidad “universal”, que podría, por ejemplo, ser el género. Nuestro acercamiento al tema no abandonaría la propuesta de un nombre común como “mujer”, pero, a la vez, crearía un espacio para debatir, negociar y luchar por las diferentes posibilidades de experimentar la feminidad. Este enfoque podría dar lugar a un sistema de producción en el que la categoría del género se produciría y se usaría, pero sin implicar una traducción literal del significante en lo que a corporeizaciones empíricas se refiere. La articulación del género se percibiría, pues, en torno a la variación y no solo alrededor del binarismo hombre-mujer. Estas articulaciones no solo se vivirían en un contexto epistemológico, sino que también contarían con operatividad en el nivel metodológico de la experiencia y de los discursos rotos.


Traduciendo la representación

Tomando estas ideas desde el punto de vista de alguien que pertenece a la fábrica de la producción de significado, enfoco la traducción cultural como un método para leer los momentos de no-traducibilidad de la existencia dentro del marco normativo de la traducibilidad. Es esta una estrategia para difuminar la relación entre los investigadores y los participantes, pero también entre la producción de conocimiento institucionalizada y subalterna. El proyecto de la traducción es ambivalente: a pesar de que promete la posibilidad de la transmisión de conceptos, se basa fundamentalmente en la imposibilidad de tal propósito. Este contexto se ve marcado, pues, por la aporía lo que vincula y desmonta a la vez la situación geopolítica de nuestras posiciones, posiciones que se encuentran interrelacionadas a través de la lógica global de la producción y la acumulación capitalista, así como a través de los distintos legados coloniales y el impacto social, político y cultural de los regimenes de control del sexo el género y las migraciones. Es precisamente en la conjunción de todas estas líneas sociales donde se puede producir la traducción entendida como una forma de negociación con diferentes posiciones. Si aceptamos la opinión de Rada Iveković de que la traducción es “una condición en sí misma—no producto de un lugar determinado, sino de un movimiento primordial” (Iveković 2002, 124), seremos conscientes de que nuestras vidas están sumidas en un proceso de traducción. De este modo, la traducción, concebida como movimiento, implica siempre una constante transformación del significado que hace que nos concibamos en traducción permanente. Como el ejemplo de Carla, con el que abríamos este artículo, pone de manifiesto, el ejercicio de la traducción no necesariamente implica la traducción de un idioma a otro, sino que más bien articula un proceso de (in)comunicación en el que ambas partes entran en una disputa por el significado y la autoridad.

En mi intento de transformar la autoridad que el corpus académico ejerce sobre la articulación de conocimiento, con frecuencia me refiero a etnógrafas feministas como Ruth Behar. En su libro Translated Woman. Crossing the Borders with Esperanza´s Story, Behar traduce la historia de una mujer indígena mexicana de nombre Esperanza. Esta última accede a colaborar con el proyecto de Behar sabiendo que este consiste en analizar su propio intento de cruzar la frontera mexico-estadounidense. En su estudio etnográfico Behar desempeña una triple función como traductora. En primer lugar, da cuenta lingüísticamente del periplo de Esperanza. En segundo lugar, traduce en términos epistemológicos la experiencia de la vida de una persona silenciada y marginalizada por Occidente. Y en tercer y último lugar, su función de traductora se ocupa también de comprobar “si el feminismo se puede traducir de una frontera a otra” (Behar 1993, 276). Estas diferencias en la posición que el investigador ocupa en el estudio conforman un enfoque etnográfico que reflexiona sobre las condiciones materiales de la producción de conocimiento, pero que, sin embargo, no puede resolver la aporía inherente al encuentro. Por tanto, como Behar reconoce, “cualquier representación etnográfica (…) inevitablemente incluye una auto-representación. De un modo incluso más sutil, el ejercicio de la representación “casi siempre incurre en algún tipo de violencia hacia el sujeto de la representación, ya que inevitablemente éste es presa de la reducción, la descontextualización y la miniaturización” (Behar 1993: 271). La inclusión del testimonio de Esperanza en su libro, no diluye el sistema jerárquico del que esta representación participa. En la segunda parte del libro el acento está, no en la vida y experiencias de Esperanza, sino en las reflexiones teóricas de Ruth Behar. Se alcanza pues un término medio entre la teoría y la experiencia en el que encuentran cabida tanto la academia occidental como la campesina mexicana. Las cuestiones más relevantes que surgen de nuestro análisis serían: ¿qué proceso de traducción tuvo lugar en esta representación? ¿Refleja una aporía vinculada al desequilibrado desarrollo de la acumulación de capital y la comodificación del conocimiento en Occidente, en el caso particular de Behar el México rural de la frontera y Estados Unidos?

Behar se enfrenta a esta situación declarando que el principal problema de la representación etnográfica es su inherente naturaleza paradójica. Es este, y cita a Said, “un proceso por el cual todos nosotros nos enfrentamos con nuestra propia falta de habilidad para comprender la experiencia de los otros incluso cuando reconocemos la absoluta necesidad de seguir empeñándonos en dicha tarea” (Said citado en Behar 1993: 355). Sin embargo, deberíamos tratar de crear un espacio, en el que el proceso de traducción se pueda llevar a sus límites. Quizá sea este paso deconstructivo el que pueda abrir nuevos espacios desde los que articular modos de pensar y representar que vayan más allá de la lógica de la identidad y la diferencia: una representación en continua traducción.


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