04 2022
Desertar de la guerra
Traducido por Kike España
Lo que se está librando en Ucrania, con devastadores efectos sobre la población civil como está a la vista de todo el mundo, es sin duda una guerra europea. Aunque las tesis «euroasiáticas» de Aleksandr Dugin, el «revolucionario conservador» que ha adquirido una creciente influencia dentro del establishment de Putin, la presentan como un espacio autónomo desde el punto de vista cultural y «geopolítico», Rusia es parte integrante de Europa. Eso sí, de una manera peculiar: desde el siglo XVIII ha representado, según una conocida tesis historiográfica, su «autoimagen», en el sentido de que la definición de Europa ha tomado a Rusia como una especie de espejo, entendida como un espacio liminal, a la vez interno y externo a su desarrollo. En cierto modo, incluso la Revolución de Octubre nació en este espacio liminal: l*s bolcheviques miraron hacia el oeste, aun siendo conscientes de las particularidades de la situación rusa y empujados hacia el este por los imperativos de promover la insurrección anticolonial. Sea como fuere, la posición de Rusia constituye un elemento de virtualidad para Europa, una llamada a mantener una apertura en su definición de sí misma; concretamente, esto es, una apertura respecto a las propias fronteras de Europa y a los mecanismos de fuerza que determinan su política. Es este momento de virtualidad el que la guerra de Putin intenta destruir. Y esa es una primera razón para resistirse absolutamente a esta guerra.
Una vez que se ha afirmado que la guerra en Ucrania es una guerra europea, sin embargo, es necesario añadir que no es solo una guerra europea. Más bien es lo contrario: lo que está en juego hoy es ni más ni menos que el «orden mundial». Eso sí, hay muy poco orden en el mundo. Si en los años noventa la confianza generalizada en el advenimiento de un «nuevo siglo americano» había apoyado el diseño de arquitecturas a la vez multilaterales e imperiales, en la década siguiente —después del 11 de septiembre— el intento de afirmar el unilateralismo de Estados Unidos con la «guerra contra el terrorismo» se hizo añicos con el estancamiento militar (y luego la derrota) en Irak y Afganistán. Y, por otro lado, la crisis financiera de 2007/8 ha sacudido profundamente el poder económico de EEUU y su proyección global, acelerando el ascenso de China y su transición de «fábrica mundial» a líder potencial en tecnologías digitales, «economía del conocimiento» e inteligencia artificial. El gran proyecto logístico conocido como «Belt and Road Iniciative», lanzado en 2013 pero que lleva mucho tiempo en preparación, es en este sentido una extensión de la transición interna, un proyecto específico de globalización chino (y no es casualidad que este término sea continuamente utilizado y defendido por el presidente Xi Jinping desde una perspectiva «multilateral»). En este marco, la crisis de la hegemonía global de EEUU —que los teóricos del «sistema mundo» habían empezado a describir en la década de 1990— se ha convertido en el tema subyacente de los escenarios globales, extendiendo la inestabilidad y las guerras. Fórmulas como «multipolaridad centrífuga» o «multipolaridad conflictiva» han circulado ampliamente en los últimos años en un intento de captar las características básicas de esta coyuntura crítica.
¿Cómo se ha posicionado Rusia en estos acontecimientos? Podemos decir, en definitiva, que sobre la base de la acumulación originaria real que tuvo lugar durante los años de las salvajes reformas neoliberales de Yeltsin, surgió gradualmente una forma peculiar de «capitalismo político». En otras palabras, el poder político garantiza la renta (principalmente sobre las materias primas) distribuyendo su monopolio entre un círculo relativamente pequeño de actores económicos, que en este sentido pueden llamarse efectivamente «oligarcas», mientras que parte de esa misma renta se canaliza hacia la población a modo de consenso. Al mismo tiempo, esta forma específica de capitalismo político (ciertamente no particularmente dinámico o innovador) genera una forma igualmente específica de expansionismo militar, como hemos visto en los últimos años no solo en las guerras e intervenciones en las fronteras de Rusia, sino también en Siria, Libia y el Sahel (incluso a través de la empresa militar privada conocida como el «Grupo Wagner»). Aquí hay un elemento clave para entender la guerra de Ucrania (y una segunda razón para oponerse a ella por todos los medios): se trata de la consolidación y expansión, dentro de espacios necesariamente ampliados, del «capitalismo político» que tomó forma durante los años de Putin, mientras muchos de los «oligarcas» ampliaban globalmente el radio de sus operaciones, entrando objetivamente en tensión con las estrategias del presidente ruso (y al final haciéndose cada vez menos «oligarcas» y más parecidos a actores capitalistas como Jeff Bezos y Elon Musk). El resultado son poderosas contradicciones con otros intereses capitalistas, denominados de forma diversa en términos nacionales, que ciertamente están en el fondo de lo que está ocurriendo en las últimas semanas. Pero en esta perspectiva el choque es necesariamente global, y en particular involucra a China, que, aunque esté vinculada a Rusia a muchos niveles, tiene una estrategia completamente diferente desde el punto de vista de la proyección exterior de su poder económico y de la gestión de las relaciones internacionales.
Hay que hacer una observación más. La pandemia volvió a ser la ocasión de una celebración generalizada del «fin de la globalización». Una discusión completa de esta tesis puede reservarse para otro foro. En este sentido, cabe destacar que la guerra ha puesto de manifiesto, como tema subyacente, la profundidad de la interdependencia mundial. Pensemos en los mercados de materias primas (cereales, fuentes de energía, minerales, etc.), totalmente financiarizados y organizados en torno a contratos a medio y largo plazo, que hacen prácticamente imposible la reconversión de los recursos destinados a la importación en uso interno. El aumento del 30% del precio de la harina en Argentina, uno de los principales productores de trigo del mundo, puede tomarse como ejemplo paradigmático. La cuestión de las sanciones económicas y financieras contra Rusia es muy significativa en este sentido. Por un lado, por los efectos de estas sanciones en los países que las adoptan (y las divisiones consecuentes dentro de Occidente, sobre todo en materia de energía). Por otro, por el impulso que, involuntariamente por supuesto, pueden dar a los procesos que desde hace tiempo están en marcha de «desdolarización» (con la consolidación de un polo monetario alternativo en torno al renminbi) y la formación de un circuito bancario alternativo al sistema Swift (Cips es el nombre del sistema análogo chino). Es fácil ver que China también ocupa una posición central en este sentido, aunque se muestra muy cautelosa ante la perspectiva de un «desacoplamiento», es decir, de separarse de los sistemas económicos y financieros occidentales (sobre todo, dados sus intereses en Europa). De ello se desprende que China está objetivamente en condiciones de desempeñar un papel de liderazgo para poner fin a la guerra. Que se decida a hacerlo es otra historia.
Si hasta ahora he tratado de exponer algunos elementos de análisis de la guerra desde el punto de vista de la mecánica de las fuerzas políticas y sobre todo económicas, es necesario ahora introducir otra perspectiva, en absoluto «superestructural». Ilya Budraitskis, en un libro recientemente publicado por Verso (Dissidents Among Dissidents. Ideology, Politics and the Left in Post-Soviet Russia), titula el primer capítulo «Putin Lives in the World Built by Huntington». La referencia es, obviamente, a Samuel P. Huntington y su El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (1996). Se recordarán sus temas de fondo: tras el fin del socialismo real, las líneas de conflicto a nivel mundial discurrirían entre «civilizaciones» (con un papel especialmente importante de las religiones). El razonamiento de Budraitskis es sencillo: este libro puede parecer premonitorio hoy en día no porque tuviera una fuerza analítica particular, sino porque era una especie de manifiesto político e ideológico que actores influyentes (desde George Bush hasta Abu Bakr Al-Baghdadi) se encargaron de llevar a la práctica. El más destacado de estos actores es Vladimir Putin, descrito como «el alumno estrella de Huntington». La política de la identidad específica practicada por estos últimos, con la obsesiva vuelta a la propuesta de la familia tradicional, la religión y los «valores» como baluartes de la estabilidad y el orden, tiene como objetivo, de hecho, perfilar y fijar los contornos de una «civilización» rusa mitológica. Esta construcción ideológica es un elemento clave de la política de Putin y de las clases dominantes rusas: la demonización de la homosexualidad y del feminismo y la celebración descarada del patriarcado que conlleva, encuentra una expresión nada sorprendente en las palabras del patriarca Kirill de Moscú, según las cuales se está combatiendo a los «gays» en Ucrania. No hace falta decir que aquí encontramos una tercera razón para oponerse a la guerra de Putin, y sobre todo para apoyar (una vez más: por cualquier medio) a las mujeres y hombres de Rusia que luchan contra él y su «civilización». Pero hay que añadir algo más: como escribe Budriatskis, el choque de civilizaciones genera «reflejos de espejo» en Europa y Occidente. Si lee el artículo de Federico Rampini en el Corriere della sera del 9 de marzo tendrá una excelente demostración de ello.
Cada vez hay más voces que insisten en que la guerra de Ucrania ha unido a Occidente, que ahora debe reforzar su identidad. No voy a repasar aquí la historia del escurridizo concepto de Occidente. Bastarán algunas observaciones sobre los años que siguieron al final de la Guerra Fría. En la coyuntura de los años 90, Occidente tenía un liderazgo estadounidense indiscutible. La «superpotencia solitaria», como se la solía llamar, no escuchó los llamamientos a la moderación que le hicieron algunos de sus diplomáticos más experimentados en las relaciones con Rusia (como George Frost Kennan, el arquitecto de la política de «contención» del poder soviético). Más bien, embriagado por la certeza del «nuevo siglo americano», lanzó la expansión de la OTAN hacia el este que, objetivamente, ha terminado por cercar a Rusia. Se podría discutir extensamente el papel desempeñado en este proceso por muchos países ex soviéticos (desde los bálticos hasta Polonia), que de hecho vivieron su entrada en la Unión Europea como algo subordinado a su ingreso en la OTAN. Por el momento, basta con señalar que la ampliación de la OTAN hacia el este se produjo en una coyuntura totalmente diferente a la actual, en la que Estados Unidos vivía en la seguridad de su superioridad económica, política, militar, cultural e incluso moral. Y contribuyó a exacerbar las tensiones con Rusia, en particular dificultando las negociaciones sobre el desarme, en un momento en el que habría sido necesario, si acaso, plantear una nueva conferencia sobre la seguridad y la cooperación en Europa en la línea de la celebrada en Helsinki en 1975. Por otro lado, en las últimas décadas la OTAN ha representado una hipoteca constante sobre la autonomía europea en política exterior y un dispositivo para la constante militarización de los territorios europeos. Se han dado tres razones para oponerse a la guerra de Putin por todos los medios: ahora podemos añadir que para nosotros la OTAN es parte del problema y no de la solución.
Por otra parte, al menos desde la Guerra de Corea, «Occidente» ya no se limita a las geografías euroatlánticas. En los últimos años, como es bien sabido, el eje global de la política estadounidense se ha desplazado hacia el Indo-Pacífico, y ha pretendido establecer un nuevo sistema de alianzas de carácter antichino, resumido en siglas como AUKUS (Australia, Reino Unido y EEUU) y QUAD (India, EEUU, Japón y Australia). Es significativo en este sentido que India haya adoptado una posición de apoyo sustancial a Rusia en la guerra de Ucrania, absteniéndose en la votación de la ONU sobre la moción de condena de la guerra. No es un hecho que deba sobrevalorarse: India, cuyo actual presidente Modi tiene posiciones que pueden definirse rápidamente como «de línea dura fascista», ha mantenido históricamente relaciones de cooperación con Rusia, y la QUAD tiene las características de un «diálogo de seguridad» y no de una alianza militar plena. Pero la inclusión de India parecía ser una pieza esencial en las estrategias de la administración Biden, que a diferencia de la administración Trump se ha movido desde el principio en la perspectiva de (re)construir un Occidente consciente de formar parte del sistema de relaciones globales. La actitud de India puede interpretarse, por tanto, como el síntoma de un cambio en esas estrategias, que adquiere importancia si tenemos en cuenta las posiciones adoptadas por países como Turquía, Israel, Arabia Saudí y los Emiratos (en particular, estos dos últimos, en la cuestión del petróleo). Lo que parece poder derivarse de esto es que Occidente, como construcción global, tiene elementos de fragilidad sustancial (sin que, siendo claro, esto se derive de la acción de fuerzas cercanas a nosotr*s). Este es un factor a tener en cuenta si pretendemos, como creo que es esencial, (re)construir una política global de movimientos y fuerzas que luchen por la libertad y la igualdad.
Algunas palabras finales sobre estos movimientos y fuerzas. La batalla contra la guerra la libran hoy sobre todo quienes se manifiestan en las calles de las ciudades rusas y ucranianas, arriesgándose a la cárcel y a la muerte. Entonces la combaten quienes desertan de la guerra, rechazando su lógica y huyendo a un lugar percibido como seguro. Pero también la combaten las decenas de miles de personas que salen a la calle en Europa y en el resto del mundo. Por supuesto, hay perspectivas diferentes y a menudo opuestas: «ni con Putin, ni con la OTAN», «armas a la resistencia ucraniana». Esta última, en particular, no solo la apoyan l*s polític*s y l*s periodistas con casco, l*s comentaristas militaristas y l*s partidari*s de la guerra: incluso personas cercanas a nosotr*s la han apoyado, y ciertamente es la consigna que prevalece en la diáspora ucraniana en Italia (la más grande de Europa, formada por cuidador*s y otras miles de figuras). Creo que esta no es la consigna a apoyar. Lo que está en cuestión no es un principio: es la constatación de que hay que hacer todo lo posible para detener la expansión de la guerra. Que hay que abrir y multiplicar los espacios de negociación, y que el propio movimiento antiguerra puede desempeñar un papel importante para ello, ante todo practicando la «diplomacia desde abajo», enviando ayuda material y prestando asistencia, apoyando la huida de los refugiados y ampliando los espacios de encuentro.
Por otro lado, es necesario alejarse del carácter genérico de las consignas, lo cual es comprensible al principio. Por supuesto, estamos en contra de Putin y creemos que la OTAN es parte del problema y no de la solución. Pero en el tumultuoso proceso de redefinición del orden y el desorden internacional en el que se sitúa la guerra, debemos atrevernos a hacer algo más. Tras la gran manifestación mundial del 15 de febrero de 2003 contra la guerra de Irak, el New York Times escribió que el movimiento por la paz (el movimiento que tenía detrás a Seattle, Porto Alegre y Génova) era la «segunda potencia mundial». En su momento, criticamos esa definición, que parecía confinar el movimiento al nivel de la «opinión» (recuerdo que Benedetto Vecchi escribió al respecto con su habitual lucidez). Sin embargo, recordarlo hoy puede tener el sentido de un desafío: un desafío para construir una fuerza, un poder, a la altura de nuestros «terribles» tiempos. Much*s lo pensamos durante la pandemia. Esto es aún más cierto ahora, cuando a la pandemia se le ha unido, casi sin solución de continuidad, la guerra. Y no han desaparecido otras cuestiones que requieren una política global, en primer lugar la crisis climática. La tendencia al rearme, acelerada por la guerra, es también global, y en Europa tendrá un impacto muy fuerte en las propias políticas de gasto, mientras que la construcción de un ejército europeo está ahora en la agenda. Desertar de la guerra es ahora un imperativo, pero las prácticas de deserción no pueden ser eficaces si no se articulan en un marco global. Si no se apoyan en la invención, que desde luego no puede crearse de manera artificial, de un nuevo internacionalismo, que puede llamarse de otra manera pero que debe estar ligado a ese espíritu. En los últimos días, Rusia y Ucrania han convocado un «nuevo Zimmerwald», esto es, una conferencia con el espíritu de la que reunió a los socialistas antiguerra en Suiza en septiembre de 1915. No sabemos hasta qué punto es concreta esa llamada, y lo cierto es que la situación actual es completamente diferente a la de hace un siglo. Sin embargo, es una potente sugerencia, que debe tenerse en cuenta.