02 2005
Una huelga de mucho cuidado (Cuatro hipótesis)
1. El sexo, el cuidado y la atención no son objetos preexistentes, sino estratificaciones sociales históricamente determinadas del afecto, asignadas tradicionalmente a las mujeres.
La historia del sexo y el cuidado como estratos es antigua. Casi desde los orígenes de la cristiandad, ambos fueron asociados a un modelo bipolar femenino, que colocaba, de un lado (positivo), a la Virgen María, mujer virtuosa, madre de Dios, y del otro (negativo) a Eva, la gran pecadora del Apocalipsis, la transgresora, la puta. Pronto, el primero de estos polos se desdoblaría en dos opciones, la maternidad y la virginidad, ambas asociadas a la Virgen María y al cuidado, mientras que la imagen de Eva y sus seguidoras (María Magdalena, Pelagia, Tais...) se convertiría en el estereotipo de mujer activa sexualmente y, por ello mismo, desvalorizada y estigmatizada[1]. Evidentemente, esta bipolaridad, al perdurar en el tiempo y expandirse en el espacio, iría presentando importantes variaciones y aparecería declinada de diferentes modos en función de las clases sociales, las áreas geográficas, los contextos culturales concretos, etc., pero lo cierto es que entraría en perfecta simbiosis con el modelo de familia nuclear burguesa que el capitalismo convertiría en ideal reproductivo dominante y contribuiría a producir lo que Betty Friedan llamó la "mística de la feminidad": la puta sería el espejo en negativo en el que la buena mujer (madre y esposa o soltera virgen entregada a los demás) debía mirarse, para saber en todo momento si no se estaba desviando del buen camino.
La Ilustración, así como los procesos de industrialización y urbanización (ligados a una creciente preocupación por la "higiene" de las poblaciones) produjeron en el control de la sexualidad femenina un tránsito paulatino de las sanciones religiosas a las sanciones legales, que incluyó en muchas áreas (Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia...) la regulación del intercambio de servicios sexuales por dinero. Fue así cómo apareció la prostitución tal y como la conocemos hoy en día, es decir, como ocupación o profesión especializada dentro de la división del trabajo del capitalismo patriarcal, y cómo ésta se restringió a determinados espacios y sujetos (dejando de ser un recurso ocasional de mujeres obreras y campesinas)[2]. La frontera entre la puta y la buena mujer quedó así construida de manera más rígida que nunca. Por lo tanto, si una mujer era una perdidilla (o de sexualidad rara o una madre soltera o una a la que le gustaba ir follando por ahí), se le decía puta y así se establecía una barrera clara que la excluía de otras opciones (claramente, de las funciones de esposa y madre digna). Aunque en principio no tuviera esta profesión, podía acabar muy fácilmente teniéndola. Salía del mercado matrimonial (el de las relaciones "normales", monógamas, reproductivas y subordinadas), y terminaba o en alguna institución (cárcel, patronato para jóvenes perdidas...) o en la calle, más exactamente, "haciendo la calle".
Por su parte, la atención como actividad diferenciada constituye un elemento nuevo. Esa capacidad de escucha y empatía tan asociada a los modelos de feminidad, pero también a las actividades concretas reservadas históricamente a las mujeres (tanto en los ámbitos del cuidado, como del sexo) se aísla como función específica y se pone a trabajar para la naciente industria de la atención, en sus diferentes variantes: telemarketing, televenta, teleasistencia, servicios de atención al cliente... De este modo, la atención, intercambiada por dinero en función de un patrón temporal de medida, se separa de la comunicación encarnada, aquella que produce relación duradera, confianza y cooperación, y da paso a un intercambio funcionalizado y no implicado de códigos (palabras y gestos). En este sentido, los relatos que hacen las propias teleoperadoras de su trabajo son suficientemente expresivos: se trata sobre todo de escuchar, de sonreír (sonreír a través del teléfono, aunque no puedan verte, para que la voz suene agradable) y luego, derivar a otro lugar... o, sencillamente, dar largas. Como nos contaba una compañera en una de nuestras derivas: "intentas hacer las cosas lo mejor que puedes, pero es que no lo puedes hacer bien, si es que no es tu trabajo. Sólo es aguantar, entonces, eso sí que es duro, pues que alguien te esté contando algo, realmente, que te da pena, que se quede sin teléfono dos días y no poder decirle, pues mire, dese de baja, porque no se lo vamos a solucionar, entonces, simplemente, pues darle largas, decirle que vas a hacer todo lo que puedas..."[3]. La empatía queda así reducida a pura sonrisa telefónica. ¡Que se lo digan a Mara en Hablar por hablar!
2. Nuestros recorridos por la ciudad, preguntándonos por nuestros propios cotidianos precarizados, y preguntando a otras, nos han llevado a abandonar los modos de enunciación que hablan de cada una de estas funciones por separado y a pensar más bien desde el punto de vista de un continuo comunicativo sexo-atención-cuidados.
Decimos comunicativo porque estos tres elementos (sexo, atención y cuidado) crean relación, son modos de comunicación corporal. Pero ¿por qué llamarlo continuo? Por un lado, para subrayar precisamente los elementos de continuidad que existen por debajo de la estratificación, fuera de las imágenes congeladas, en las prácticas concretas y cotidianas, que siempre son mucho más complejas y fluidas que cualquier icono. De este modo, pretendemos desafiar la supuesta naturalidad de los estratos y abrir posibilidades de alianza y de conflicto transversales. Como decíamos en otro lugar: "el capital fragmenta lo social para restar valor, nosotras agregamos para elevarlo y desplazarlo hacia otros lugares"[4].
Por otro lado, hablamos de continuo porque detectamos que las posiciones fijas tradicionales de las mujeres (y las de los géneros en general) se están haciendo más móviles, a la vez que se crean posiciones nuevas. La puta ya no es sólo y siempre una puta y la santa madre ya no es tan santa ni sólo y únicamente madre. Al mismo tiempo, empresas de telemarketing y sindicatos del sector presionan para que la atención pase a ser una profesión diferenciada, con su proceso formativo específico: nacería así la atenta, esa profesional del escuchar y derivar (a otro teléfono, a otro servicio, a una llamada o visita ulterior), aunque, en un momento en el que el puesto de trabajo es cada vez menos un elemento organizador de la identidad (individual y colectiva), está por ver si esta posición podría llegar a coagular como tal.
Pero seamos un poco rigurosas y vayamos desglosando por partes la reconfiguración del nexo entre sexo, sexualidad y cuidados (o, más genéricamente, reproducción), la reorganización de los cuidados, el estallido del sexo como intercambio mercantil más allá de las fronteras a las que estaba acotado y sus relaciones con la industria de la atención ¿Quién da más?[5]
Efectivamente, constatamos una diversificación en las variantes de ese tipo peculiar de contrato que es el "contrato sexual"[6]. A los tradicionales contratos de matrimonio y prostitución (cortados por el patrón patriarcal heterosexual), se suman de manera cada vez más generalizada otras modalidades, como el alquiler de madres (por parte de parejas que no pueden tener hijos) o los nuevos tipos de contrato matrimonial (el de las esposas por encargo –con frecuencia de países del Sur–, el matrimonio homosexual, las bodas como forma de solidaridad entre autóctonos y sin papeles...), que rompen con la regulación clásica entre sexo, sexualidad y reproducción. Como era de esperar, esta transformación de los tipos contractuales tiene un correlato material: la crisis del modelo de familia nuclear fordista y la proliferación de otras modalidades de unidad de convivencia: hogares monomarentales o plurinucleares, familias transnacionales, grupos constituidos por lazos no sanguíneos...
Del mismo modo, la organización del cuidado experimenta fuertes cambios que, junto a otras compañeras, entendemos en términos de crisis[7] pero también de ocasión (para una transformación social que alíe cuidado y deseo de una manera más justa para todos y todas). En otro lugar, hemos hablado extensamente sobre las características de esta crisis de cuidados[8]; aquí nos limitaremos, por razones de espacio, a enumerar cuatro elementos cruciales de su fisonomía. En primer lugar, el paso del Estado del bienestar (que mal que bien garantizaba el acceso de todo aquél considerado ciudadano a una serie de derechos) a la "gestión del riesgo" (o, más bien, a la contención de los sujetos de riesgo) en manos de un "tercer sector" en expansión, donde el trabajo concreto lo realizan fundamentalmente mujeres (y algunos hombres) "voluntarias" y/o contratadas eventuales y precarias, sometidas a fuertes niveles de tensión y responsabilidad.
En segundo lugar, la externalización del hogar: muchas de las tareas que antes se realizaban en el hogar, ahora se resuelven en el mercado y muchas de las cualidades del trabajo en el hogar impregnan hoy en día, funcionalizadas, la ciudad-empresa. Los establecimientos de comida rápida y los alimentos precocinados sustituyen las manos de la madre que, con la ayuda de las hijas, conseguían tener la comida lista para cuando los hombres de la casa volvieran después de su jornada laboral; la contratación de otras mujeres (con frecuencia migrantes de países del Este o el Sur del mundo y, por lo general, con jornadas laborales interminables a cambio de salarios muy bajos[9]) se convierte en un recurso generalizado que contribuye a aligerar la carga de trabajo doméstico y a hacerla compatible con otros empleos fuera del hogar, al mismo tiempo que sostiene un trasvase afectivo Sur-Norte espoleado por la crisis de la sostenibilidad de la vida en muchos países del Sur; el extremo abaratamiento de la ropa gracias a la deslocalización de las industrias del textil a países donde los costes de producción son más bajos (y los niveles de explotación mucho más altos) elimina la necesidad de tejer, coser y zurcir en casa; el teléfono dorado da conversación y consuelo contra la soledad a abuelas cuyas hijas no dan abasto entre tanta tarea y múltiple presencia; las capacidades tradicionales del ama de casa (armonizar intereses contrapuestos, intuir deseos, atender distintas necesidades, resolver problemas de otros...) se transfieren a la empresa y despliegan su virtuosismo para hacer que parezca natural y fluido un entorno, cada vez más en red, que de otro modo se desmembraría o estallaría... los ejemplos podrían extenderse hasta la saciedad, el caso es que todo ello configura lo que Donna Haraway ha denominado la economía casera fuera del hogar[10]. Pero que no haya lugar a equívocos: esta externalización del hogar no supone que el trabajo de cuidados haya sido absorbido por completo por el mercado. Su coordinación para asegurar la sostenibilidad de la vida y buena parte de sus tareas concretas siguen recayendo mayoritariamente de manera gratuita en manos y corazones de mujeres y en las redes que éstas son capaces de crear, aunque ya no sea en la reclusión de lo privado, sino dentro de una intrincada red que atraviesa hogares, esferas y países y, en ocasiones, tiene la línea telefónica y el módem como uno de sus principales soportes.
Sigamos con nuestra fisonomía de la crisis de cuidados: el tercer elemento lo constituye la falta de tiempo, recursos, reconocimiento y deseo para hacerse cargo del trabajo de cuidados no remunerado –la desregulación laboral se vuelve imposible de conciliar con la atención a quienes precisan cuidados intensivos (niños, enfermos, discapacitados, ancianos...) y las mujeres cada vez están menos dispuestas a asumir esa "carga" invisible solas, sin reconocimiento ni recursos para ello. El resultado es una fuerte incertidumbre para los periodos de enfermedad o vejez, sobre todo para quien no cuenta con el dinero para comprar el cuidado a precios de mercado.
En último lugar, tenemos las cuestiones urbanas: la crisis (y destrucción) de los barrios obreros y de su fuerte sentido de comunidad ha dado paso a un proceso de privatización de los espacios públicos, que encuentra su máxima expresión en las urbanizaciones cerradas, los grandes centros comerciales y la hegemonía del coche. ¿Cómo construir lazo, y a partir de ahí, relaciones de solidaridad y cuidado, si ni siquiera podemos prefigurar espacialmente un "nosotros", si nuestro contacto cotidiano se reduce a vernos a través del mostrador, de los cristales de las ventanas o de la verja del jardín interior, bajo el brillo cegador de las vallas publicitarias o inmersos en el ritmo vertiginoso de los escaparates? Tal vez las pandillas de barrio sean para nosotras como la sonrisa del gato de Cheshire para Alicia, que nos insinúan desde la esquina el camino de posibles territorializaciones afectivas (y de cuidado) en la ciudad privatizada...
Los desplazamientos también son perceptibles desde el punto de vista del consumo de bienes y servicios de carácter sexual. La industria del sexo crece, se internacionaliza, se diversifica, se sofistica, se mezcla con otras (por ejemplo, con la de la atención, en la telefonía erótica y el party-line)... Las mujeres no dejan de ser su principal fuerza de trabajo, pero empiezan a aparecer también como consumidoras... claro, ¡siempre que tengan cash para pagárselo! El sexo como intercambio mercantil impregna otros espacios (sexo-moda, sexo-espectáculo, sexo-trabajo doméstico, sexo-servicios de cuidado, sexo-azafata de congresos) e, inserto en la cadena placer-consumo, se utiliza cada vez más como reclamo comercial, ya sea en versiones más hardcore o más dulcificadas. Así, su lugar se vuelve más incierto, más generalizado, y la que se porta mal no se ve inmediatamente abocada al otro lado de la barrera, a otra profesión, a un modo de vida específico... Esta hipersexualización paradójica (¡antes muerta que sencilla!), que hace la sexualidad más presente y visible que nunca sin mitigar en absoluto el estigma del servicio sexual directo (prostitución) y creando, de hecho, nuevas fronteras internas a la propia industria sexual (sexo-porno, sexo-calle, sexo-teléfono), pasa por la saturación de un plano fijo y excluyente heteronormativo. Es cierto: el capitalismo ha aprendido también a tolerar y sacar provecho de otras sexualidades, pero siempre y cuando pueda acotarlas y asegurar de algún modo su inteligibilidad. Al fin y al cabo, además de un modo de producción determinado, el capitalismo es una axiomática, es decir, un modo específico de regulación de los flujos (de personas, objetos, ideas, imaginarios, afectos...) y se ha hecho capaz de deglutir las diferencias, toda vez que pueda someterlas a su sistema de convertibilidad[11].
El corrimiento de fronteras y la fluidificación de las posiciones femeninas, así como el surgimiento de posiciones y estratificaciones nuevas, son reales. En todo caso, por debajo de cualquier estrato, fluye, precariamente, el afecto: capaz de porno/erotizar el cuidado, de hacer cuidadosa la sexualidad (y sus imaginarios) y de reconectar la atención a la comunicación encarnada, cuidadosa y erótica entre frágiles cuerpos pensantes.
3. El cuidado, con su lógica ecológica, se opone a la lógica securitaria reinante en el mundo precarizado.
El contexto actual está marcado por la conjunción de macropolíticas de seguridad y su correlato cotidiano, las micropolíticas del miedo. A gran escala observamos cómo los gobiernos occidentales justifican la aplicación de estas políticas securitarias como una respuesta a la presente configuración geopolítica, fuertemente marcada por la "amenaza terrorista". Estas macropolíticas se articulan día a día con micropolíticas del miedo, directamente relacionadas con la desregularización del mercado laboral y la inestabilidad que ésta genera. Simultáneamente, el consumo trata de imponerse como único remanente de actividad pública y desaparecen espacios de socialización organizados entorno a otros ejes. La lógica securitaria triunfa como forma de hacerse cargo de los cuerpos y va filtrándose en los distintos estratos de nuestras sociedades. En este contexto de incertidumbre y desterritorialización, la precariedad ya no es sólo una característica de los peores empleos. Hoy en día podemos hablar de precarización de la existencia para referirnos a una tendencia que atraviesa a toda la sociedad, que se alimenta y alimenta el clima de inestabilidad y miedo. La precariedad funciona como chantaje, porque somos susceptibles de que nos echen de nuestro empleo mañana aunque hoy tengamos contrato indefinido, porque los alquileres, las hipotecas y los precios en general suben pero nuestros salarios no, porque las redes sociales están muy deterioradas y la construcción de comunidad es hoy en día una tarea complicada, porque no sabemos quién nos cuidará mañana... La lógica de la seguridad se fundamenta en el miedo, se concreta en prácticas de contención y genera aislamiento al persistir en presentar problemas sociales como individuales. Las practicas de contención convierten a los sujetos que necesitan cuidados y derechos o bien en pobres víctimas, o bien en sujetos peligrosos para el resto de la sociedad "normalizada" que han de ser sujetados y controlados en nichos bien establecidos. En la actual situación de recorte de derechos, las medidas sociales disminuyen, su enfoque es fundamentalmente asistencialista y de control, y su objetivo es tratar de mantener un orden que perpetúa la confusión entre estar en situación de riesgo o vulnerabilidad y ser peligrosa. Para desempeñar esta tarea de contención, proliferan nuevos agentes sociales, como las compañías privadas de seguridad y las ONGs, que conviven con viejos dispositivos –los cuerpos de seguridad del Estado y las instituciones disciplinarias siguen jugando su papel.
Frente a esta lógica imperante, nuestra apuesta consiste en recuperar y reformular la propuesta feminista de la lógica del cuidado[12]. Un cuidado que aparece aquí como modo de hacerse cargo de los cuerpos opuesto a la lógica securitaria, porque, en lugar de la contención, busca la sostenibilidad de la vida y, en vez de en el miedo, se basa en la cooperación, la interdependencia, el don y la ecología social.
Buscando una definición del cuidado, identificamos cuatro elementos clave:
– virtuosismo afectivo: se trata de un criterio de ecología social, que rompe con la idea de que el cuidado pasa porque alguien te quiera y lo presenta más bien como un elemento ético que media toda relación. Este virtuosismo afectivo tiene que ver con la empatía, con la intersubjetividad, y contiene un imprescindible carácter creativo, constituye la vida y la parte del trabajo (tanto remunerado como no remunerado) que no puede ser codificada. Lo que se escapa al código nos sitúa en lo que no está dicho aún, abre el terreno de lo pensable y vivible, es lo que crea relación. Tenemos que tener necesariamente en cuenta esta componente afectiva para desentrañar el carácter radicalmente político del cuidado, porque sabemos –esta vez sin lugar a dudas– que lo afectivo es lo efectivo.
– Interdependencia: partimos del reconocimiento de la dependencia múltiple que se da entre las los habitantes de este planeta y contamos con la cooperación social como herramienta imprescindible para disfrutar en y de él. La tarea de politizar el cuidado pasa por abrir el concepto y tirar de los hilos que lo componen: cuidados remunerados económicamente, cuidados no remunerados, autocuidado y aquellas actividades que aseguran, en definitiva, la sostenibilidad de la vida. Las personas dependemos unas de otras, las posiciones no son estáticas y no son sólo "los otros" los que necesitan ser cuidados. La propuesta consiste en desestabilizar estas posiciones, que cuando están mediadas por una relación laboral quedan todavía más fijadas, porque queremos pensar las relaciones más allá de las mediaciones mercantilistas, según la lógica del don, donde se da sin saber qué, cómo y cuándo se recibirá algo a cambio.
– Transversalidad: cuando hablamos de cuidado nos referimos a una noción con múltiples dimensiones. Como ya hemos visto comprende trabajos de cuidados remunerados y no remunerados, difumina la falsa línea que persistentemente dibujan a su alrededor quienes se piensan independientes y entrecruza de forma indisociable lo material y lo inmaterial (aspectos relacionales, emotivos, subjetivos, sexuales) de nuestras vidas, necesidades y deseos. El cuidado está en esferas mercantiles y en aquellas que se mantienen al margen del mercado, está en el hogar y fuera de él, combina multitud de tareas y requiere de diferentes conocimientos específicos. El cuidado pone de nuevo de manifiesto que no podemos delimitar claramente tiempo de vida y tiempo de trabajo, porque su labor precisamente consiste en fabricar vida[13].
– Cotidianeidad: el cuidado es esa línea continua que siempre está presente, porque si no, no podríamos seguir viviendo, sólo varía su intensidad, sus cualidades y su forma de organización (más o menos injusta, más o menos ecológica). Estamos hablando de la sostenibilidad de la vida, es decir, de tareas cotidianas de ingeniería afectiva que nos proponemos visibilizar y revalorizar como materia prima de lo político, porque no queremos pensar la justicia social sin tener en cuenta cómo se construye en las situaciones del día a día.
Virtuosismo afectivo, interdependencia, transversalidad y cotidianeidad constituyen, pues, los ingredientes clave de un saber-hacer cuidadoso, fruto de la inteligencia colectiva y corpórea, que rompe con la lógica securitaria y abre, así, grietas en los muros del miedo y de la precarización. Pero, ojo, esto no es una receta para mujeres sacrificadas, sino una línea sobre la que insistir para la transformación social radical.
4. En la actualidad, uno de los desafíos biopolíticos fundamentales consiste en inventar una crítica de la actual organización del sexo, la atención y el cuidado y una práctica que, partiendo de éstos como elementos dentro de un continuo, los recombine para producir nuevas formas de afecto más liberadoras y cooperativas, que pongan el cuidado en el centro pero sin separarlo del sexo ni de la comunicación.
¿Y qué significa esto de "poner" el cuidado en el centro y en qué sentido esta propuesta es capaz de convertirse en un desafío biopolítico?
Cuando hablamos de "poner" nos referimos, más exactamente, a re-poner. Porque el cuidado, tal y como lo entendemos, ya está, de hecho, en el centro. Aún más: siempre ha sido y continúa siendo, hoy más que nunca, el centro. El centro en el sentido de principio y de principal, como arché de la existencia humana y de las relaciones sociales. Porque el cuidado es lo que hace posible la vida (la genera, la alimenta, la hace crecer, la sana…), lo que la puede hacer más alegre (creando relaciones de interdependencia entre los cuerpos) y más interesante (generando intercambios de todo tipo de flujos, saberes, contagios), lo que puede darle, en definitiva, algo de sentido[14]. Pero esta realidad, que ya ha sido silenciada en el denostado ámbito de la reproducción y una y mil veces rescatada de las mistificaciones patriarcales por las críticas feministas de la economía política, vuelve hoy a difuminarse incluso en los, por lo demás, imprescindibles análisis del posobrerismo italiano sobre el trabajo inmaterial, las formas de explotación y las posibilidades subversivas de las nuevas formas del trabajo. Uno de los errores más graves de estos análisis reside, siguiendo a Negri, en "la tendencia a tratar las nuevas prácticas laborales de la sociedad biopolítica atendiendo solamente a sus aspectos intelectuales e incorpóreos. Sin embargo, en este contexto, la productividad de los cuerpos y el valor del afecto son absolutamente esenciales"[15]. Por lo tanto, nuestro envite de poner el cuidado en el centro consistiría, entre otras cosas, en rescatar la componente afectiva del trabajo inmaterial de la periferia o el silencio a los que lo suelen relegar los análisis de la realidad y en reconocer la imposibilidad de separarla de la materialidad de los cuerpos –pese al empeño del capitalismo tardío en hacerlo. En definitiva, en volver a situarlo en el lugar que le corresponde y que, de facto –insistimos– ocupa
Volviendo al continuo: sólo si las chachas, las putas, las telefonistas eróticas, las becarias, teleoperadoras, trabajadoras sociales, enfermeras, amigas, madres, hijas, compañeras, amantes…, sólo si las cuidadoras, que somos todas y que habríamos de ser todos, redescubrimos el papel fundamental del trabajo (remunerado o no) de cuidados y de la riqueza social que produce y lo sacamos de la invisibilización, hiperexplotación, infravaloración u oprobio social del que es objeto, sólo entonces estaremos preparadas para extraer de él su fuerza transformadora.
Una vez sacado a la luz, el potencial revolucionario del cuidado podría devenir la lógica que rigiese nuestras vidas, sustituyendo, no sólo a la lógica secutiraria, sino también a esa otra lógica que la subyace: la de los imperativos del beneficio. Ahora son los intereses del capital los que determinan la producción (el qué, el cómo y el cuándo se produce), los espacios (las casas que habitamos, el diseño de nuestras ciudades y pueblos, la propia geografía mundial y sus fronteras) y los tiempos (el trabajo y el ocio, las prisas, la intensificación del tiempo). Pero ¿por qué no empezar a imaginar y construir una organización de lo social que priorice a las personas, que atienda a nuestra sostenibilidad –desde el acceso a la alimentación hasta el derecho al afecto–, que se oriente hacia nuestro enriquecimiento como seres humanos –desde el acceso al conocimiento, la formación y la información hasta la libertad de desplazarnos por el mundo–, que escuche nuestros deseos? Éste es el desafío biopolítico.
Y para llevarlo a cabo necesitamos herramientas. Una de ellas es la huelga de cuidados. Parece una paradoja, sí, porque la huelga es siempre interrupción y visibilización y el cuidado es esa línea continua e invisible cuya interrupción sería devastadora. Pero sólo hace falta dar un giro de perspectiva para ver que la paradoja no es tal: la huelga de cuidados no sería sino esa interrupción del orden que se produce ineludiblemente en el momento en que ponemos de verdad el cuidado en el centro y lo politizamos.
Así, la huelga se nos aparece en primer lugar como interpelación: "¿cuál es tu huelga de cuidados?". Interpelación lanzada a todas: a las que hacemos de chachas, de amas de casa, de putas, de enfermeras, de teleoperadoras... lanzada también a las que pensamos las ciudades, para que éstas faciliten los encuentros, a las que inventamos puentes, para que por ellos crucen los afectos, a las que imaginamos mundos, para que en ellos la economía del beneficio sea reemplazada por la ecología del cuidado… y, cómo no, a los hombres –¿o es que nunca vamos a terminar con la mística que obliga a las mujeres a cuidar de los otros aun a costa de sí mismas y al hombre lo hace incapaz de cuidar siquiera de sí?, ¿o es que nunca vamos a dejar de ser tristes hombres o mujeres y comenzar a degenerar las impuestas atribuciones de género?
En segundo lugar, la huelga se nos aparece como práctica cotidiana y múltiple: habrá quienes propongan transformar el espacio público, ahora convertido en espacio de consumo, en lugar de encuentro y juego preparando un "reclaim the streets", quienes sugieran organizar un paro en el hospital cuando las condiciones de trabajo no permitan atender a los enfermos como se merecen, quienes decidan apagar hoy el despertador, cogerse una baja y homenajearse el día y quienes prefieran unirse a las demás para decir basta a los clientes que se niegan a ponerse condones... habrá quienes se opongan a la deportación de menores del centro de "acogida" en el que trabajan, quienes se atrevan –como la asociación de afectados 11-M– a llevar el cuidado al debate político proponiendo medidas y rechazando utilizaciones partidarias de su situación, quienes tiren el delantal por la ventana y se pregunten ¿a qué tanta limpieza?, y quienes reúnan fuerzas para exigir que los cuiden como tetrapléjicos y no como pobrecillos, como personas sin recursos económicos y no como estúpidos, como inmigrantes sin papeles y no como delincuentes en potencia, como personas autónomas y no como dependientes institucionalizados. Habrá quienes…
Porque el cuidado no es una cuestión doméstica, sino un asunto público y generador de conflicto.
[1] Véase Dolores Juliano, La prostitución: el espejo oscuro, Icaria, Barcelona, 2002, pp. 37-43.
[2] Carole Pateman, El contrato sexual, Editorial Anthropos, Barcelona, 1995, pp. 269-270.
[3] Trascripción completa de la deriva con teleoperadoras rebeldes de Qualytel, domingo 1 de diciembre 2002. Véase "Sin el mute. Relato de una deriva con teleoperadoras rebeldes", en Precarias a la deriva, A la deriva (por los circuitos de la precariedad femenina), Traficantes de sueños, Madrid, 2004, p. 111-117.
[4] "Encuentros en la segunda fase. El continuo comunicativo: sexo, cuidado y atención", en Precarias a la deriva, A la deriva, cit., p. 64.
[5] Éstos son sólo algunos de los aspectos en los que la máquina social y tecnológica de los géneros se está abriendo y reorganizando, en concreto, los que nos han parecido más pertinentes en relación con el continuo sexo-atención-cuidados y con su relación con los procesos de precarización. En otro lugar nos gustaría desarrollar otros aspectos de la reconfiguración de esta máquina dentro de un terreno de crisis de los significantes tradicionales de feminidad y masculinidad y también, como no podía ser de otra manera, de batalla.
[6] Sobre el contrato sexual, véase Carole Pateman, El contrato sexual, cit.
[7] Véase Amaia Pérez Orozco y Sira del Río, "La economía desde el feminismo: trabajos y cuidados", en Rescoldos. Revista de diálogo social, num. 7, invierno 2002.
[8] Véase "Cuidados globalizados", en Precarias a la deriva, A la deriva, cit., pp. 217-248.
[9] Nos parece importante resaltar esta componente étnica del trabajo doméstico contratado, que introduce en los hogares la división internacional del trabajo y sus tensiones y crea auténticas cadenas globales de afecto (véase Arlie Russel Hochschild), pero sin olvidar que todavía un alto porcentaje de éste (sobre todo, externo por horas) lo desempeñan mujeres autóctonas o migrantes interiores que con frecuencia trabajan sin estar dadas de alta en la seguridad social debido al régimen imposible que regula esta actividad. En estos casos, la divisoria entre la mujer contratadora y la contratada no es tanto étnica como de clase.
[10] Véase "Manifiesto para cyborgs: ciencia, tecnología y feminismo socialista a finales del siglo XX", en Donna J. Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Ediciones Cátedra, Madrid, 1995, pp. 251-311.
[11] "Un axioma es un operador que iguala cantidades y funciones, de naturaleza no especificada: así los niveles de gasto público, la regulación de los flujos migratorios, la autorregulación de los mercados financieros y un largo etcétera. [...] La flexibilidad del capital consiste precisamente en su capacidad para añadir y sustraer axiomas y a su vez para someter todo flujo o toda corriente material, social, cultural a una axiomática por medio de su conversión en cantidades numerables y a veces discretas (mercancías, capital-simbólico, capital-relacional)", en Emmanuel Rodríguez, "Ecología de la metrópolis", Archipiélago nº 62.
[12] Nuestro concepto de lógica del cuidado se diferencia radicalmente de la ética del cuidado que algunas feministas (entre las que destaca Carol Gilligan) propugnaron en la década de 1980. Mientras que la noción de ética del cuidado pone el énfasis en las actitudes individuales de quien cuida y se plantea como valor trascendente (es decir, más como moral que como verdadera ética), para nosotras la lógica del cuidado es transindividual e inmanente, no depende de una sino de muchos y resulta inseparable de las formas de organización social, material y concreta de las tareas de cuidado.
[13] Sobre la transversalidad del cuidado, véase Precarias a la deriva, A la deriva, cit., p. 224.
[14] ¿Por qué hablamos de posibilidades? Porque que el cuidado sea motor de unas vidas más alegres e interesantes depende precisamente de su cuestionamiento y redefinición continua, esto es, de su politización: cuidado sí, pero organizado y repartido de manera más justa y con cualidades que tiendan a potenciar a las partes que éste ponga en relación. No nos valen, por ejemplo, los cuidados paternalistas, posesivos o dominantes.
[15] Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, traducción de Alcira Bixio, Ediciones Paidós Ibérica, Barcelona, 2002.