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04 2019

Ecologías que cuidan 4 – Compost, Reclamación Conclusión

Francesco Salvini

Traducción de Marta Malo de Molina

Compost

“Levántate y camina alrededor de tu mesa de trabajo. Sal de tu consulta y siente el aire fresco de la ciudad”. Jardinero, enfermero psiquiátrico, artista, cooperativista social de largo recorrido y presidente de la Asociación de Artesanos de Trieste, Giancarlo Carena resulta a menudo teatral cuando intenta explicar la singularidad del movimiento de cooperativas sociales de Trieste. Empieza organizando el relato en torno a tus percepciones, para asegurarse de que le acompañas en el viaje analítico que te pide que emprendas con él. “¿Cómo puede un lugar donde sucedieron en el pasado cosas tan horribles ser en la actualidad un espacio que suscita proyectos hermosos?”, me preguntó en 2014, cuando nos conocimos, mientras caminábamos por los jardines florecientes del antiguo manicomio.

Una vez abierto, el manicomio se convierte en parte de la ciudad y, más tarde, en un parque. Un parque que vive en el límite entre gestión y rechazo, entre institución y sociedad, entre naturaleza y ciudad. La ecología que cuida es un espacio de composición y expresión, una práctica de sensibilidad y transformación dentro de los circuitos de producción y acumulación del capitalismo; vive inmersa en la peligrosa tensión de la dinámica capitalista que domestica la naturaleza para sacar beneficio de ella. La práctica del emprendimiento común intenta abordar el cuidado de la salud no fuera, sino dentro (y en contra) de estas dinámicas.

“El cuidado es demasiado importante para dejarlo en manos de la ética hegemónica, con todo su reduccionismo. Pensar en el mundo requiere el reconocimiento de nuestras propias implicaciones en la perpetuación de los valores dominantes, en lugar de una retirada a la posición resguardada del iluminado agente exterior que sabe lo que es mejor” (de la Bellacasa, 2017). Esto significa que las prácticas de la utopía pueden ser puestas en cuestión, des/ensambladas y, en palabras de Basaglia (2005), sumergidas en la realidad.

En este sentido, además, las ecologías que cuidan, en cuanto texto, aspiran a funcionar como puerta de entrada conceptual para una crítica institucional que reconfigure las prácticas sanitarias y de cuidado en lo contemporáneo, entendido como filo crítico de la modernidad. Las ecologías que cuidan son, por lo tanto, una máquina abstracta que opera utilizando conceptos que producen conocimiento inserto en el cambio social y posiblemente útil para él. En esta medida, el análisis de la dimensión material de la ecología se cruza con la ética de quienes intervienen en ella, atravesando diferentes capas de análisis institucional y de investigación subjetiva. La práctica investigadora aúna el análisis de la ecología y la propuesta diagramática de una acción –intenta abrir un diálogo entre los signos y las cosas que componen la ecología a fin de convertir la crítica en programa. En esta máquina, lo molar y lo molecular están siempre entreverados.

Los entrelazamientos del cuidado se constituyen como sistema de valores y significaciones, como racionalidades de gobernanza, pero también deben leerse en tanto que portadores de una serie de posibilidades laterales que hay que interpretar y rematerializar para que puedan inventar nuevas formas institucionales capaces de participar en el sostenimiento de una ecología distribuida del cuidado en un presente que se torna cada día más precario.

Mientras me pierdo en estas reflexiones sobre mi texto, Giancarlo dibuja sobre el mantel individual de papel de Il Posto delle Fragole [El lugar de las fresas], uno de diversos restaurantes gestionados por otra cooperativa social, La Collina, y el primer espacio público que se abrió en San Giovanni. En el momento de su inauguración, allá por 1973, lo llevaban personas ingresadas en el manicomio. Giancarlo me explica las tres utopías contradictorias que se desplegaron en este lugar y que aún hoy se mantienen vivas. La primera utopía, surgida en el manicomio en 1907, cuando Trieste formaba parte del Imperio Austrohúngaro, llegó de la mano de la impresionante inversión pública del Imperio en sus cuatro metrópolis principales para sostener una nueva concepción de salud mental basada no en el castigo, sino en la construcción de una comunidad separada y serena. Sin embargo, esta primera utopía contenía una representación de la belleza y de la serendipia a través del idealismo, la normalidad y la disciplina y, en último término, fue una utopía de violencia y segregación.

La segunda utopía surgió a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. Cuando Franco Basaglia cerró el manicomio en 1979, afirmó: “lo único bueno que se puede hacer aquí es echar sal para que nunca más pueda crecer nada”. La destrucción no era una mera metáfora, sino una práctica concreta. Para poner fin a la violencia, los médicos entregaron a las personas anteriormente ingresadas herramientas para destruir las vallas y las apoyaron en su éxodo del manicomio a la ciudad, a través de una práctica institucional y activista, que incluía desobediencia y ocupaciones. Esta segunda utopía estaba hecha de destrucción y liberación.

“Desobedecimos”, suele decir Franco Rotelli. La tercera utopía es el parque que existe hoy. Se encuentra en el mismo terreno (aún público) del jardín terapéutico austrohúngaro, que es también donde la tierra, regada de sal durante la utopía de destrucción, se convirtió en un bosque impuro, nutrido desde la década de 1980 por muchas prácticas inestables, a veces ocultas y casi siempre informales: raves, arte, ocupaciones. La tercera utopía es una alegoría más que una representación o una metáfora. El parque es un símbolo del cuidado y de la diversidad, así como un lugar de bienestar. No es exagerado decir que la morfología del parque es lo que ha reunido culturas y generaciones, integrando la vida cultural y los emprendimientos económicos en el espacio del antiguo manicomio.

“Este proceso de reconstrucción y de redefinición ha involucrado todo y a todos. Ningún componente ha podido, o ha intentado siquiera, evitar este proceso (y no podría haber sido de otro modo). Los propios lugares físicos del manicomio han afirmado un nuevo 'ser': ya no un espacio que había que olvidar y dejar atrás, sino un lugar para cruzar. Otro fragmento de la ciudad (de los pocos con una parcela de verde) que recrear y cuestionar” (Assunta Signorelli).

En este sentido, la composición de cierta capacidad de acción, de cierta trayectoria de empoderamiento, resuena con las reflexiones del marxismo autónomo italiano sobre el término composición de clase, una metáfora tomada de la composición química de los elementos para representar la capacidad autónoma de análisis y organización de los subalternos.

En los debates de la década de 1960, la noción de composición se contraponía a la de conciencia de clase, que separaba la clase en sí de la capacidad de la clase para la lucha (la clase para sí). Dentro del planteamiento autónomo, la composición técnica y política de los modos de organización constituía directamente la capacidad de actuar y de hablar como trabajadores contra el capital.

No obstante, hay una diferencia aquí. La ecología del cuidado podría ser como la composición de clase, pero es compost: hace que las cosas crezcan. El parque es una pluralidad de lugares y una multiplicidad de percepciones, compuestas en el proceso de cuidado: es símbolo, pero también espacio material. Una combinación de agentes: la universidad, las cooperativas, el sistema de atención sanitaria, los servicios públicos; el barro, los usuarios, los estudiantes, los trabajadores; pero también un multiplicador de relaciones: contratos, conversaciones, conciertos, gritos, risas. Un parque hecho de rosas, tierra, memorias, jardineros, dichos, contratos, amantes. La ecología del cuidado es un compost de materias orgánicas que reclama el cuidado a medida que construye la ciudad en común.


Reclamación

El parque reclama el cuidado en el mismo lugar donde el manicomio imponía una práctica de coacción. Utilizo aquí la palabra reclamación en un afán de explorar tensiones como las que aborda Maria Puig de la Bellacasa al poner en el centro de su trabajo en torno al cuidado las ambivalencias: “Reclamar con frecuencia significa reapropiarse de un terreno tóxico, un campo de dominación, para hacerlo capaz de nutrir las semillas de transformación que queremos sembrar […] reconociendo los venenos que hay en el terreno que habitamos en lugar de esperando encontrar una alternativa exterior, exenta de problemas, un equilibrio final –o una crítica definitiva”. “Cuando reivindicamos el cuidado lo mantenemos arraigado en compromisos prácticos con condiciones materiales situadas que, con frecuencia, presentan tensiones” (2017).

En esta ecología del cuidado, rechazar determinado modo de organización solo es posible cuando se inventa otro. Esto supone afirmar la sostenibilidad, la resiliencia y la durabilidad como vectores de otra lógica del cuidado. Destruir el manicomio a la vez que “se reafirma el derecho al refugio como derecho fundamental de la persona en un momento de angustia”[1] fue y es uno de los principios esenciales de la revolución basagliana, en el relato que Giovanna Del Giudice me dibujó durante nuestra primera conversación en 2014.

En la práctica y en la conceptualización de Giovanna (2015, 2019), el cuidado del pasado y del presente es siempre el filo del cuidado “del futuro”: la destrucción del manicomio y la transformación de la institución tienen que suceder de modo continuo y simultáneo. Cada día trabajamos para desmantelar la entropía institucional y la mentalidad oportunista del cuidado como control, pero, para hacerlo, tenemos que inventar incesantemente nuevos modos de organizar el cuidado, como práctica de encuentro, permeabilidad y cruce de culturas. Una práctica de permacultura social, tal y como la denomina Starhawk (2016) en su traducción de las prácticas ecológicas de la permacultura como herramienta para la acción política.

Dimitris Papadopoulos se refiere al proceso de comunización o de hacer-común [commoning] como aquel que crea infraestructuras generosas. En su análisis de las prácticas tecnocientíficas, “lo que cuenta ante todo como invención no es el resultado del experimento aislado, que da coherencia a la práctica tradicional de experimentación científica (aunque esto pueda ser una parte), sino una forma de experimentación diseminada: una potencia inventiva distribuida. Si alguna vez existió la ciencia como resultado de los experimentos, estos resultados de la invención están ahora diseminados por la sociedad y por la materia” (2018). La ecología del cuidado está inmersa en esta invención dinámica: es más que social, más que un emprendimiento; es más que institucional, más que personal; es móvil y está diseminada, pero aún así persiste.

Para Papadopoulos, el compromiso, la accesibilidad, la implicación (y las palabras que resuenan con reciprocidad, responsabilidad e inclusión, que son las que vimos en el análisis de la Microárea al principio de esta deriva) se combinan en la infraestructura para posibilitar una ecología que pone en cuestión una y otra vez la entropía institucional, que transforma la vida urbana y sostiene la emancipación de aquellos agentes que construyen la ciudad. Estas infraestructuras generosas “son la autonomía hecha duradera: espacios transparentes, inadvertidos y persistentemente presentes que incorporan la práctica política en su funcionamiento. Las infraestructuras permiten movimientos más-que-sociales para politizar la práctica ontológica en ausencia de consenso […] sin necesidad de empezar una y otra vez de cero” (2018).

Comunizar o hacer-común (commoning) se convierte en una práctica situada dentro de una relacionalidad no soberana: crea un espacio de inestabilidad y contradicción, donde la política de lo común se convierte en una práctica a través de la cual la sociedad puede ocupar “la contingencia misma de la posición no soberana” (Berlant, 2016), en vez de resolver las ambivalencias (o, una vez más, las contradicciones) afirmando una nueva soberanía, soberanía que siempre existe sobre la espalda de otro.

Compost del futuro, al filo del presente, la rosaleda es el signo material de la utopía tal y como existe en la realidad: al mismo tiempo fallida y constantemente renovada. “[Tenemos cinco mil rosas], pero faltan [otras cinco mil] y para mí son el símbolo de la ciudad aún incierta, son la cifra de lo posible, cuando aún no es verdad la plenitud de la ciudad verdadera que queríamos para nosotros y para los locos, hermanos y hermanas dolientes con los que hemos recorrido un largo camino que nos ha llevado lejos, pero no hasta donde esperábamos llegar (aunque mucho más lejos de lo que sus Señorías imaginaron). La rosa que no está convoca otro tiempo, otra generación, un afán nuevo, una energía nueva, un nuevo amor. Sobre la que nadie puede desde luego hoy, aún menos hoy, hacer profecías: profecías de hombres y mujeres que ven, sienten, cuidan, tocan, huelen, utilizan todos sus sentidos y cultivan sus símbolos concretos –porque son capaces de escuchar los rumores de las vidas (y de tocar la tierra, y de regar las rosas, y de cambiar las cosas)” (Rotelli, 2010). E bagnare le rose e cambiare le cose.


Hacia una conclusión

Trieste es una ecología de prácticas donde el conocimiento toma forma en una variedad de registros enmarañados. Se trata de un palimpsesto de códigos y operaciones en el que los diferentes discursos, afectos y composiciones definen un mosaico inestable y plural de voces. La ecología del cuidado se sitúa todo el tiempo al filo del presente: escapa al relato del cuidado como espacio autónomo y afirma una práctica cuidadora inherente a la vida social, forjando una ciudad que cuida y sana.

Vuelve al parque, me dijo una vez Giovanna, cuando le conté adónde me estaba llevando la investigación. Y de vuelta en el parque, añado un elemento más antes de concluir, una experiencia en la que estuve implicado activamente durante mi estancia en Trieste: un programa de Radio Fragola, la emisora cooperativa y autónoma nacida a principios de la década de 1980, en la intersección entre cooperativas sociales y emisoras de radio contraculturales. “La En/Globante Universal, empresa líder en producción de matrices simbólicas, presenta Escúchame[2], un caso esporádico de ingenuidades de los demás”.

Con estas palabras, Margherita Antivulgaris abre cada semana un espacio de imaginación y debate donde diversos agentes participan en la creación de un sentido común de la escucha, en el que las ambivalencias de una realidad plural no se resuelven a través de la linealidad del discurso, sino que, por el contrario, estallan como ecología múltiple del cuidado. Escúchame es una ecología cosmocómica de voces que proceden de diferentes lugares de la salud mental y de la ciudad y se juntan en el parque todos los viernes, a las 5.30 de la tarde, desde hace muchos años.

En Escúchame, cuenta en cada ocasión la locutora, “las voces se enredan en núcleos humeantes de materia sonora, donde los significados se desvinculan de los objetos, en la loca certeza de la elocuencia, sin cumplir con su propia finalidad”. Un micrófono hacedor de mundos que funciona a través de la expresión íntima; que afecta los modos de existencia de los cuerpos; que desafía los prejuicios y roles que hasta las instituciones distribuidas y emancipatorias de Trieste tienden a reproducir. Las voces en la radio, separadas de la identidad estigmatizada del cuerpo, nos devuelven un palimpsesto de expresiones, en el que las ondas sonoras trastocan las fronteras entre desviación y normalidad.

Escúchame sigue sus propias reglas y rituales, instituyendo un espacio resiliente en el que los modos singulares de existencia pueden hallar una consistencia contingente, una normalidad trémula. El matemático Ferdinando repite sus preguntas sobre genealogías familiares semana tras semana; el artista Diego Porporati lee su “Breve crónica del tiempo en veinticuatro capítulos”, nunca pasando del tercer capítulo: la historia del vino. El Titular Ignoto, en la mesa de mezclas, baja suavemente la sintonía de cierre del programa. Son las 6.30 de la tarde.

Entonces, prosigue el ritual de cuidado: un refresco con gas de la máquina de bebidas en el pasillo del antiguo pabellón de pacientes tranquilos. Cada uno de nosotros añade algo al protocolo de saludos: el procedimiento dura una cantidad indeterminada de tiempo, convocando una composición de gestos e historias que evoluciona y, al crecer, se repite sin fin, hasta que las voces del programa empiezan a volver a su forma factual, nuevamente cuerpos en el crepúsculo que envuelve el parque.

Clavada en medio del problema, la ecología del cuidado se compone de materias, gestos, memorias, por el parque, a través de cuerpos, plantas, artefactos, a lo largo y junto a relaciones sociales e institucionales. Aparece como una dinámica interdependiente de intrusión y percepción, transición y repetición, rechazo e invención, composición e insistencia, que juega con los materiales y las relaciones que constituyen la vida social, con las intersecciones entre singularidades parciales y comunes parciales y con sus densas especificidades, a veces inmersa en las contradicciones del campo institucional, a veces perdida en un momento de fragilidad y libertad.

La imaginación puede ser un espacio para modelar esta ecología del cuidado, a través de contradicciones, ambivalencias o discontinuidades. Imaginación como materialización de mundos plurales. Umbrales, percepciones, traducciones, catálogos, transiciones, emprendimientos, compostaje y reclamación no han sido sino ocho historias de mi deriva a través de esta ecología. Una fabulación del cuidado que espero pueda contribuir a pensar en las prácticas sociales de emancipación y reproducción que son capaces de ofrecer respuestas en el peligroso momento actual y ayudan a elaborar prácticas para hacer sostenible la vida en un mundo dañado.


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Pista fantasma

“El animal de la buena conciencia”[3]

Cuando S. destruye las fotografías de la exposición en el Laboratorio P, hace un gesto impopular: niega, rompe la armonía del cuento, es “malo” y aristocrático. Niega la verdad del caballo, percibe la mistificación: no hay un espacio para que el cuento pueda hacerse realidad.

En la ciudad, los subproletarios trotan detrás del caballo como los proletarios detrás del carro de Madre Coraje: pero el caballo, inútil y bello, será siempre la mercancía, el objeto producido –el subproletario se torna aquí productor de mercancías y, por lo tanto, aceptable, aceptado para circular por las calles de la ciudad. La producción tiene sus leyes, la ley custodia y sostiene la producción. Los fuera-de-la-ley producen por un día y por un día se admite que circulen con su máquina-caballo, una vez más máquina-deseo y no máquina-política. Se pavonean con sus vestidos de harapos: es el eterno carnaval de los pobres –hay espacio para ponerse a la vista de todos, pero no para oponerse. La lucha tiene otras fechas, otras sedes, otras plazas: el asueto continuo, el espectáculo, ha vuelto a triunfar, el objeto se torna una vez más impenetrable –el caballo-liberación se muerde la cola, el loco vuelve a los circuitos normales de su destrucción.

Detrás del caballo, está el horror de siempre, la suciedad, la violencia, la penuria del manicomio, la condición subproletaria dentro del “hospital”, donde la “agresividad” del “enfermo” solo puede desaparecer para reaparecer transformada en la docilidad minusválida del caballo garantizada por sus caballeros: los “Hipócrates” precisamente. Aséptico, privado de virilidad, el caballo garantiza a las víctimas la posibilidad de soñar; pero esta única oportunidad es socialización de un deseo que, desvinculado de la necesidad, es pura negación de historicidad. Deseo de estar en ese lugar específico: el “afuera del manicomio” que te mantiene a ti fuera; de estar en ese lugar de la mezquindad donde, por la propia estrechez del hábito, resulta implanteable la vida para quien desea vivir.

La gente del manicomio ha producido un objeto de insólita belleza, consolador indicio de que también en la mierda (el manicomio) nacen flores. Estas flores nos gustan, a todos. Esta es la señal de un optimismo en el hombre que no acaba nunca de morir, por más absurdo que resulte.

S. es el único al que no le gusta esta flor. Rígido y diligente defensor de una institución orgánica, S. destruye, como un niño malo, “psicópata”, el juego de los demás niños: el tonteo de quien juega a fabular. Su violencia verbal es tan desagradable como inexplicable: la habitación de aislamiento será el lugar donde meditar su asociabilidad.


Pero: lo popular es y sigue siendo la máscara.

 

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[1] Hay en el original un juego de palabras que se pierde con la traducción: el sustantivo inglés asylum significa manicomio, pero también asilo o refugio. Destruir el asylum en tanto manicomio, dice el texto, al mismo tiempo que se reafirma el derecho al asylum como refugio [N. de la T.].

[2] En castellano en el original (N. de la T.).

[3] Extracto del relato de Franco Rotelli, Peppe dell’Acqua, Mario Reali y Enzo Sarli titulado “El animal de la buena conciencia”. Publicado en 1975, el texto habla de un episodio en el Laboratorio P., durante el taller de Marco Cavallo, un caballo de papier maché construido para la primera manifestación pública de los usuarios y los trabajadores del manicomio en las calles de Trieste en 1973.