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04 2008

Crítica y verdad

Para una nueva modalidad de la crítica

Alex Demirović

Traducción de Raúl Sánchez Cedillo

1. Comenzar con la crítica desde el principio

Con arreglo a una larga tradición de la crítica de la ideología, la relación entre la crítica y la verdad parece muy sencilla. La crítica habla en nombre de una verdad y demuestra que una apariencia impide su avance. La apariencia tiene algo que ver de hecho con la esencia de la cosas, cuya apariencia constituye; no obstante, es falsa, porque no es más que un aspecto limitado o porque representa una ilusión. Ese mundo que está detrás de lo esencial puede ser definido como verdad: los seres humanos son intrínsecamente iguales y libres, son esencialmente comunicativos o políticos. La crítica misma se presenta sin más como un acto negativo del descubrimiento, un acto que en cuanto tal no merece que se le preste excesiva atención. Todo el modelo de este tipo de crítica y verdad ya no se nos presenta plausible: nos tomamos más en serio la superficie de la apariencia, y ya no creemos en el mundo de una verdad más profunda detrás de aquella, porque la verdad es una práctica colectiva que hacemos efectiva. Sin embargo, por encima de todo la actividad de la crítica ya no ha de darse por descontada. Desde una perspectiva materialista, hoy adoptamos una mirada más precisa sobre la práctica de la crítica y nos preguntamos por lo que hacemos cuando criticamos, qué poder ejercemos y hacia dónde nos conduce la crítica. Como es obvio, ese giro en la relación con la crítica se produjo en la década de 1960.

Michel Foucault probablemente estaba en lo cierto cuando afirmó en su curso del 7 de enero de 1976: «Así que diría lo siguiente: desde hace diez o quince años, se pone de manifiesto la inmensa y proliferante criticabilidad de las cosas, de las instituciones, de las prácticas, de los discursos, esa especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y tal vez sobre todo de los más familiares, de los más sólidos y de los que nos resultan más próximos, más próximos de nuestro cuerpo, de nuestros gestos de todos los días»[1]. En ese proceso habría acontecido algo imprevisto. Las teorías que habían proporcionado los instrumentos locales de la crítica, a saber, el marxismo y el psicoanálisis, se tornaron en factores de inhibición en la medida en que querían ser teorías envolventes y globales. Sin embargo, con el desarrollo de la crítica local, la unidad discursiva de aquellas teorías se vio destruida, desgarrada, deshecha, desplazada, caricaturizada, teatralizada.  En una entrevista realizada ese mismo año, Foucault señala las consecuencias. Ya no había ninguna orientación, los modelos de la acción política se habían visto desvalorizados a causa de la violencia ejercida en nombre de la teoría. «La izquierda [...] todo el pensamiento de la izquierda europea, el pensamiento revolucionario europeo que tenía sus puntos de referencia en el mundo entero y los elaboraba de una manera determinada [...] ese pensamiento ha perdido las referencias históricas que antes encontraba en otras partes del mundo. [...] tenemos que empezar todo desde el principio»[2].

Con sus consideraciones, Foucault menciona tres tipos de cuestiones: 1) La crítica ha perdido sus fundamentos, porque estaba unida a la historia de una determinada manera –lo que suscita la pregunta de qué es la crítica; 2) El género discursivo de la crítica no es abandonado, antes bien, hay una voluntad de crítica que exige que empecemos de nuevo desde el principio y continuemos. Ahora bien, ¿cómo ha de explicarse esa voluntad, que va unida a un temperamento, una pasión, un sentimiento, a una moral o una ética de la crítica?; 3) Si la crítica ha perdido sus apoyos en la realidad, pero advertimos la voluntad y la pasión de la crítica, entonces ésta precisa de un nuevo fundamento. En lo que sigue tengo intención de abordar principalmente ese último problema y mostrar que nuestra crítica continúa presa de un modelo viejo, por no decir burgués, y es demasiado modesta.

Desde la década de 1970 ha habido varios enfoques ambiciosos encaminados al análisis de la crítica y, a partir de éste, a su refundación. ¿Qué es nuestra práctica cuando expresamos la crítica, qué formas objetivas de pensamiento empleamos? Tanto el análisis como el fundamento siguen a su vez reglas de juego disciplinarias. Las y los filósofos tienden a reformular la crítica en términos universales y morales y a buscar un fundamento último; las y los sociólogos, en cambio, inquieren acerca de los modelos tipológicos de la crítica, de su extensión y de sus efectos.

 
2. El análisis filosófico de la crítica.

A primera vista, las consideraciones de Michael Walzer parecen tener una cierta afinidad con la exigencia foucaultiana de una crítica local. Llamo filosóficas a sus ideas porque desde el principio se preguntan por la fundamentación de la crítica. Walzer ve esa fundamentación en las normas morales, y dice que los principios morales de la crítica social han de encontrarse en el mundo de todos los días y que la crítica representa un rasgo fundamental de la moralidad de todos los días. Cuando pasa a investigar la praxis de las y los críticos, se trata entonces de un análisis de las diferentes modalidades de la relación con las normas morales. Walzer elabora tres posibilidades de fundamentación de la crítica social. La primera estrategia la denomina el camino del descubrimiento. En este caso, la o el crítico afirma haber descubierto leyes morales, los principios de la crítica. Estos pueden ser una revelación o una doctrina de las verdaderas o falsas necesidades, de los derechos naturales de las personas o de los principios generales de la razón. En todo caso, son principios morales de una verdad objetiva que la o el descubridor tan sólo debe anunciar. El mundo moral se presenta como un nuevo continente, y la o el descubridor es su caudillo. Ni que decir tiene que la o el descubridor reclamarán el privilegio de la dirección y de la implementación de cuanto acaba de ser reconocido. Sin embargo, una vez que el nuevo mundo moral ha sido colonizado por mucha gente, los principios morales pierden su capacidad crítica. Sólo resta volver a descubrir la doctrina moral, descubierta antaño pero entre tanto perdida y corrompida, esto es, se pretende repetir el descubrimiento, pero éste no puede repetirse. De ahí que surja el conflicto en torno a los principios morales correctos y a la dirección adecuada.

En el segundo sendero de la crítica social, se inventan los principios morales. Ello implica el trabajo de hombres y mujeres que nos representan y que inventan método con arreglo al cual todos participamos en el procedimiento que nos permite llegar a un consenso. La autoridad no se basa en el mundo objetivo, sino en el procedimiento. Al igual que un cuerpo legislativo, los inventores quieren crear un mundo moral en el que cada cual esté representado y en el que se realicen la justicia, la virtud política y la buena vida. Crean lo que Dios habría creado si existiera. El pueblo debe ser purificado de todo particularismo; los principios morales bajo los cuales vivirían todos serían elementos de una moralidad mínima que proporcione igualdad y protección. Sin embargo, no se trata de una cultura moral dotada de espesor, en el que las personas pudieran desarrollar el sentimiento de pertenencia.

Ambos tipos de crítica tienden a tornarse autoritarios. En ambos casos, la crítica apela a principios generales que no tienen en consideración a los individuos concretos y su vida de todos los días. Estos son principios que en un principio resultan accesibles para las y los filósofos, quienes a su vez deben insinuarlos a los demás. Sin embargo, lo que debía conseguirse, la vida moral, ya se ha visto socavada, toda vez que sólo se considera a los individuos en función de una motivación universalística. Los principios de la crítica vienen del exterior. Con el tercer sendero sucede algo distinto, que recibe la aprobación de Walzer, el sendero de la interpretación o de la justificación. La argumentación moral se sirve de los principios morales que han estado durante mucho tiempo a disposición de la comunidad local. Es nuestro entendimiento moral, que no sólo hemos de descubrir o inventar, sino que hacemos siempre referencia al mismo todos los días, lo interpretamos a la luz de problemas particulares y hablamos sobre el mismo con los demás miembros de la comunidad. La crítica de lo existente comienza con los principios inherentes a lo existente, porque es nuestra comunidad –y de tal suerte la crítica puede cobrar autoridad, puesto que sólo obliga de resultas de la existencia de la moral que reclama.   

La vecindad de Walzer con la concepción marxiana de la crítica es manifiesta, aunque las circunstancias son otro cantar. Sin embargo, quisiera expresar mis reservas sobre la reflexión de Walzer (véase también Demirović, 1993, p. 505 y ss.). En primer lugar, habría que aducir que la argumentación de Walzer da por supuesto aquello que habría que demostrar y fundamentar, a saber: que la actividad crítica existe. Walzer concluye a partir del Antiguo Testamento, en términos cristianos, que existe una práctica milenaria de la crítica. De la misma recibe la impresión de que siempre se trató de una crítica inmanente en el contexto de su respectiva comunidad y de su tradición moral. Esa lectura presupone la continuidad judeocristiana como algo dado. Sin embargo, de tal suerte se pasa por alto aquello que está específicamente vinculado con la crítica en un doble sentido: la voluntad de la crítica es algo en sí mismo históricamente nuevo; y la crítica no sólo exige la realización de las intenciones anunciadas en el pasado, así como de los principios definidos, sino que también pone en cuestión el pasado y prepara el camino para un nuevo futuro. Apunta a las mejoras en el día a día y a cambios fundamentales de las condiciones de vida de los muchos. Sin embargo, para ello no puede apelar al pasado; su tarea consiste precisamente en dar impulso a nuevas medidas. Marx reconoció esto en su obra temprana. La crítica radical se transforma bruscamente, pasando de una mera crítica inmanente, a una crítica transcendental: «No nos oponemos al mundo como doctrinarios con un nuevo principio: ¡Aquí está la verdad, arrodillaos! Desarrollamos el mundo conforme a principios que son los nuevos principios del mundo» (Marx. 1843, p. 345). Rechazando la idea de que la crítica siempre cobra impulso partiendo de sí misma respecto a una medida externa para encontrar una distancia respecto a lo criticado, el movimiento dialéctico entre interior y exterior se ve detenido. «De hecho, el giro dialéctico de la crítica de la cultura no puede hipostasiar las medidas del futuro. No deja de mostrarse móvil respecto a las mismas, dándose cuenta de su posición en el todo. Sin este tipo de libertad, sin que la conciencia vaya más allá de la inmanencia de la cultura, la crítica inmanente misma resultaría impensable: sólo son capaces de seguir el automovimiento del objeto aquellos que no pertenecen por entero a éste» (Adorno, 1951, p. 23).

El segundo argumento se dirige contra el carácter local de la crítica. Cabe pensar que los principios morales de la crítica se encuentren en el seno de una comunidad, pero estos son los principios de esa comunidad limitada. Ahora bien, ¿qué sucedería si esa comunidad se aislara de otras mediante una identidad religiosa o una filiación biológica, tornándose así inmune a la crítica? ¿Qué sucedería si la crítica sólo pudiera ser expresada por aquellos que pertenecieran a esa comunidad y si todos los demás críticos fueran acusados de hacerlo con prejuicios y de hostilidad hacia la comunidad criticada? Habida cuenta de la proximidad que parece haber en este punto entre Foucault y Walzer, resulta interesante observar que Foucault también ve las debilidades de la crítica local. Sin embargo, cuando habla de la crítica local de los intelectuales específicos, insiste en que corren el peligro de «limitarse a las batallas condicionadas por las circunstancias, a las reivindicaciones sectoriales; el peligro de ser manipuladas por los partidos políticos o los aparatos sindicales en la conducción de esas batallas locales. Y, sobre todo, el peligro de no ser capaces de continuar desplegando esas batallas a falta de una estrategia global y de apoyos externos». (Foucault, 1977c, p. 209). Llegados a este punto, cabe extraer una conclusión inicial. La crítica es arriesgada en dos sentidos: no sólo los críticos corren riesgos con su actividad crítica, sino que la crítica puede a su vez tornarse usurpatoria y autoritaria. La crítica puede distanciarse de lo criticado hasta llegar a perder su carácter vinculante, o puede permanecer demasiado cerca de su objeto. De donde se desprende que la crítica debe ser intrínsecamente móvil, debe ser local y global al mismo tiempo, debe ser inmanente y transcendente.

 
3. Sociología de la crítica

Hay tentativas sociológicas de investigar la práctica social de la crítica y de determinar el modo en que se ejerce la crítica y los impactos que tienen las respectivas modalidades de la crítica. Una extensa tentativa de este tipo ha sido la llevada a cabo por Boltanski y Chiapello. Sostienen la opinión de que la crítica anticapitalista es tan antigua como el capitalismo y que hay cuatro aspectos que constituyen un motivo de indignación: a) se concibe el capitalismo como la fuente de la pérdida de autenticidad de las cosas, de las personas y de los sentimientos; b) el capitalismo es contemplado como la fuente de la opresión, del control y de la disciplina, en perjuicio de la libertad, la autonomía y la creatividad; c) el capitalismo es considerado como la fuente de la pobreza y de la desigualdad; d) toda vez que reivindica el egoísmo, destruye la solidaridad y la cohesión social. Boltanski y Chiapello piensan que estos diferentes motivos de indignación no pueden ser integrados fácilmente en un marco coherente, y los agrupan en dos tipos de crítica: la crítica artista y la crítica social. La crítica artista protesta contra la pérdida de sentido, contra la estandarización de la sociedad mercantilizada, contra el extrañamiento de los seres humanos, contraponiéndose a la planificación, a la organización racional o la división del trabajo. La crítica social se dirige contra el particularismo egoísta, la indiferencia y la pauperización. Ambos tipos de crítica pueden fundirse, pero también pueden contraponerse en términos hostiles. Las protestas sociales del 68 han de entenderse como una combinación de ambos tipos de crítica. La crítica, más cultural, de la pérdida de la autenticidad y de la alienación, de la insensatez, la disciplina y el control, se acompasa con la crítica social de la explotación y la desigualdad. Las protestas cobraron su fuerza gracias a la articulación de esas críticas, pero en lo sucesivo ésta fue una de las causas de su debilidad. La crítica artista y la crítica social se vieron escindidas de nuevo gracias a las contraestrategias deliberadas de aquellos que eran criticados, esto es, del mundo de la empresa y del gobierno. Ambas formas de crítica se vieron absorbidas.  La crítica social de la rutina laboral, de las formas de disciplina, de la jerarquía y de las exigencias de productividad, se vieron transformadas en una serie de soluciones económicas de compromiso: concesiones en materia de política salarial como el salario mínimo, las menores diferencias salariales, la participación en los beneficios o el aumento del número de días de vacaciones pagadas, la seguridad en el empleo y la formación permanente. Este tipo de medidas condujeron a una serie de mejoras sociales, pero sortearon los principales motivos de insatisfacción. La crítica artista, que se reflejó en las revueltas contra las condiciones de trabajo dominantes, se vio absorbida a medida que las empresas prestaban mayor atención a las necesidades individuales de los empleados, les daban mayor responsabilidad dentro del marco de los círculos de calidad, los grupos de producción o de opinión semiautónomos, y reforzaban su autonomía y su derecho a la participación. Boltanski y Chiapello llegan a la conclusión de que el objetivo más importante de las y los empresarios, esto es, recuperar el control en la empresa, no se consiguió mediante la expansión de los instrumentos clásicos de control, sino endogeneizando las exigencias de autonomía y de autorresponsabilización en forma de autocontrol.

En comparación con Walzer, cabe observar dos cosas. En primer lugar: bajo las condiciones del capitalismo, no deja de tener lugar una y otra vez la formación de la crítica radical y externa, cuyo fundamento reside en la contingencia del modelo de reproducción capitalista. Éste se presenta siempre de dos maneras: por una parte, en tanto que producto natural y, por otra, en tanto que producto social, de ahí que resulte imaginable también de un modo completamente diferente. En segundo lugar: esa crítica que procede del exterior y es omnicomprensiva. Sin embargo, hasta ahora no ha disuelto la coherencia natural de la sociedad capitalista, sino que ha conducido a su vez a un grado mayor de explotación y de opresión, que se lo ha puesto más difícil a las formas tradicionales de crítica, que de resultas de ello quedan devaluada. Y, por consiguiente, no es tenida en cuenta. Horkheimer y Adorno preveían que, a la luz de la tendencia que conduce a un mundo administrado, la crítica social se deslizaría a una posición crecientemente excéntrica y marginal, incapaz de tener mayor impacto, pero luego fueron capaces de observar una eficacia específica de la crítica. La teoría social crítica y el movimiento de protesta no detuvieron el desarrollo hacia la integración total, pero desde luego lo interrumpieron. La crítica fue capaz de asumir la función de retrasar, de provocar asincronicidades intermitentes, de cambiar el ritmo del desarrollo y por ende ganar tiempo, conservando los restos de una vida social que entonces podría convertirse en el punto de partida de una nueva crítica. Ejemplos de esto se encuentran en las universidades o en los sindicatos. Boltanski y Chiapello continúan con una argumentación gramsciana. La crítica condujo a una revolución pasiva del capitalismo fordista. Los actores poderosos absorbieron tanto la crítica social como la artista, reorganizando estratégicamente las condiciones sociales apoyándose en esta crítica, cuyo resultado reside en la tendencia a largo plazo hacia una nueva forma de socialización capitalista, a cuya fase corporativa hemos asistido con la práctica del neoliberalismo en los últimos veinte años (cfr. Demirović). A este respecto, Boltanski y Chiapello observan la renovación de ambas formas de crítica. Surgen nuevas formas de desigualdad producto de la explotación, que ahora está vinculada a la exclusión de las redes de movilidad y de comunicación; asimismo, surgen nuevas formas de consumismo, alienación e insensatez.

El análisis de Boltanski y Chiapello da pie a dos consideraciones críticas. En primer lugar, ha de prestarse mayor atención a los elementos significativos de la crítica en lo que atañe a su distribución, su articulación y su condensación hegemónica. Si la articulación de la crítica, tal y como es propuesta por Boltanski y Chiapello, sólo atiende a dos cadenas significativas y a la formación de dos significantes vacíos, lo social y lo estético, entonces la diversidad de las críticas se ve reducida. Otro tanto problemático resulta el hecho de que Boltanski y Chiapello sostengan una concepción de la crítica con arreglo a la cual los motivos de indignación e insatisfacción deben cobrar a priori la doble forma de crítica social y artista, sugiriendo así en cierto modo la existencia de una distancia objetiva entre ambas. De esta suerte, ignora el significado cultural de la crítica social, así como la dimensión social de la crítica artista. Omite asimismo el hecho de que hay diferentes fuerzas sociales vinculadas a esas críticas. Las disputas intelectuales y los procesos de generalización, en los cuales las críticas se desarrollan y se ponen en práctica, no son tenidos en cuenta. Resulta correcta la conclusión que dice que las diferentes formas de la crítica deben formar una unidad al objeto de que un movimiento social pueda surgir y tener éxito. No obstante, el proceso de articulación y la dinámica de condensación hegemónica se ve innecesariamente reducidos. También resulta problemática la conclusión que dice que la desarticulación de los momentos de la crítica sólo puede darse con arreglo a la línea divisoria entre la crítica social y la crítica artista.

En segundo lugar, la crítica debe tener en cuenta su futura absorción y su función en una revolución pasiva. Las sociedades capitalistas se caracterizan por una crítica interna y externa. La cuestión no estriba en que la sociedad capitalista se clausure cada vez más en un sistema cerrado, haciendo imposible la crítica; sin embargo, tampoco el caso contrario es cierto, esto es, que siempre surja una mayor apertura y posibilidad de la crítica. En su lugar, lo que la formación burguesa implica es un organismo que constantemente se revoluciona y se transforma a sí mismo. La característica constitutiva de la modernidad de la sociedad burguesa consiste en que está superándose ininterrumpidamente a sí mismo en procesos contradictorios. Esa revolución perpetua cobra varias formas; junto a la ciencia y la permanente falsificación de los criterios o del arte y sus procesos de constante autorradicalización de las vanguardias, cobra por encima de todo la forma política de la democracia.

 
4. La teoría política de la crítica

Podemos pasar ahora al tercer ámbito disciplinario, el de la teoría política, y seguir la trayectoria del pensamiento de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. A juicio de ambos autores, la libertad y la igualdad constituyen un espacio simbólico de democracia. Los individuos y los grupos sociales se mueven en este espacio, adoptando las normas de la libertad y la igualdad como el punto de referencia de su crítica, interpelando a las condiciones bajo las cuales viven para comprobar si viven libres e iguales, y reclamando la realización de esas libertad e igualdad. La libertad y la igualdad se tornan en la matriz del imaginario social, que impulsa a los ciudadanos y que les permite construir una y otra vez un antagonismo entre las batallas democráticas y la dominación. La construcción de un antagonismo significa: la articulación de los elementos de significado en un discurso, al objeto de fijar, al menos temporalmente, un significado. En este caso, el significado se presenta como lógica y en cierto modo naturalmente necesario,  de tal suerte que una circunstancia o un objeto parecen tener éste y no otro significado –lo que también sucede con este discurso particular, en el que el elemento discursivo cobra un significado. Sin embargo, en un discurso hegemónico esa articulación no lo es todo. La multiplicidad de significados sobrepasa la correspondiente formación de la equivalencia dentro de un discurso. La desigualdad y la falta de libertad se encuentran en cada vez más aspectos de la vida cotidiana y son adoptadas como punto de partida del antagonismo hacia aquellos que son considerados como antagonistas en el proceso de formación de la equivalencia y como aquellos que impiden la libertad y la igualdad. No se trata de una oposición única y fundamental, las luchas democráticas consisten precisamente en el hecho de que, en los procesos hegemónicos, se construyen antagonismos siempre nuevos, se forman nuevos sujetos que quieren realizar la libertad y la igualdad con arreglo a facetas siempre nuevas. Todo éxito hegemónico en la consecución de la libertad y la igualdad crea necesariamente nuevas formas de exclusión, desigualdad y falta de libertad y, de tal suerte, contribuye a la formación de identidades inéditas. Se produce, por lo tanto, una multiplicación de la crítica y de la conflictividad, y en cierto modo la crítica para ser el motor de la sociedad, disolviendo posiciones de interés, instituciones e identidades y contribuyendo a la formación de las nuevas. Cabe concebir ese proceso como institucionalización de la revolución democrática. En este contexto, a la crítica le corresponde la función de fluidificación de condiciones que se han coagulado, cosificado y naturalizado, mediante la invocación de la libertad y la igualdad, haciendo hincapié en el momento de la dinámica.

Sin embargo, este cuadro quedaría incompleto si no tomáramos en consideración la siguiente perspectiva, que atañe a la performance del análisis mismo. Cabe decir que las críticas en marcha están subordinadas a una crítica mucho más esencial, que es considerada como la teoría de la democracia: las teorías de Habermas, Walzer o Mouffe no deben entenderse tanto como una afirmación objetiva acerca de lo que es o debe ser la democracia, sino más bien como un acto de habla, como una práctica específica de la expresión. Ésta custodia y regula la dinámica de la crítica ocupándose de su economía y de su empleo pronunciando la advertencia: ninguna exigencia de igualdad y libertad puede plantearse como absoluta. Esto significa que la hegemonía debe conducir a una hegemonía que unifique una multiplicidad en un discurso. Sin embargo, esa identidad que se ha tornado hegemónica, esa sociedad, una vez constituida, no puede cerrarse de modo totalitario ante el juego de las diferencias en las que se hace hincapié en la crítica, haciendo escándalo de la exclusión, la desigualdad o la falta de libertad e instando a una nueva articulación de los significantes, a una nueva hegemonía. De ahí se desprende un juego entre dinámica y estática y la vigilancia de ese mismo juego –la teoría de la democracia se ocupa de vigilar que el juego se juega y que se juega correctamente, de que todo el mundo lo juega con la actitud correcta: disolución de lo que ha llegado a ser, nueva elaboración de un cadena de significados hegemónica y fijación de los significados y, por último, fluidificación del sentido. La libertad y la igualdad sólo se persiguen como objetivos a costa de que nunca lleguen a realizarse. La crítica se limita a volver a disolver aquello que tiende a la naturalización, a la cosificación.

 
5. La nueva modalidad de la crítica: la crítica de la revolución democrática

Aquí podemos dar un paso atrás para poder radicalizar adicionalmente el concepto de crítica. Adorno señalaba que hay algo estático incluso en los nuevos cambios operados por la crítica. Uno puede hablar con pasión y entusiasmo sobre impulsos críticos y cambios permanentes –y muchos autores lo han hecho para rechazar las condiciones sociales totalitarias, tradicionales y fundamentalistas, que han llegado a arraigarse y a rechazar toda puesta en cuestión, y para poner a la sociedad y a sus miembros en movimiento. Sin embargo, hasta en esa dinámica se adhiere algo ciegamente orgánico. Lo antagonista de la sociedad progresiva antagonista es su propia estática, que no ha cambiado desde su prehistoria. «El afán de expandirse, de devorar en todo momento sectores nuevos, de omitir cada vez menos, ha sido hasta ahora una invariante estática. De esta suerte, la fatalidad se reproduce de forma ampliada [...] Esa era su eternidad. El progreso, que puso término a la prehistoria, sería el fin de ese tipo de dinámica [...] Una buena sociedad suspendería ambos. No se aferraría al mero ente, que quiere uncir al ser humano a un orden [...], ni continuaría procurando el movimiento ciego, el adversario de la paz perpetua, del objetivo kantiano de la Historia» (Adorno, 1961, p. 232). La crítica opera como un catalizador en el juego entre estática y dinámica, la crítica es absorbida, la formación de la sociedad capitalista se renueva gracias a la crítica y a su vez da rienda suelta a la crítica para remover las circunstancias existentes. De ese modo, contribuye a que esas circunstancias se reproduzcan en un nivel cada vez mayor. A su vez, los individuos se subjetivan gracias a la crítica. Cuando la libertad y la igualdad se tornan, con la sociedad burguesa y la Revolución francesa, en el imaginario social, ello implica que los individuos persigan incansablemente ese ideal de libertad e igualdad que nunca pueden alcanzar. Pero tratando de alcanzar ese objetivo se subjetivan como individuos libres e iguales que han emprendido una búsqueda. Por consiguiente, el sujeto no puede renunciar a las ideas de libertad e igualdad y al objetivo de su realización, porque él mismo se ha constituido en la aspiración a su realización –un sujeto que no quisiera ser libre e igual sería impensable.

Kant elaboró, desde el punto de vista de sus principios, esa dinámica de la libertad que siempre se malogra (cfr. Kant, 1788, 48 y ss.). Desde la perspectiva de una psicología empírica, es evidente que los seres humanos no son libros, sino que están determinados causalmente; en comparación, el concepto de libertad se presenta tan indispensable como incomprensible desde una perspectiva transcendental, y se demuestra como un concepto regulador de la razón: necesitamos el concepto de libertad para ser capaces de pensar una causa que actúa libremente en el mundo empírico, una causalidad autodeterminada, aunque precisamente no exista tal y todo esté físicamente condicionado. Progresando de causa a causa, la razón no puede concebir una esencia que actúe con independencia de una causa, y asegura un lugar análogo en el mundo inteligible gracias al concepto de una libertad vinculada a una ley moral. Dicho de otra manera, debemos concebirnos libres desde una perspectiva moral y por ende responsables de nuestras acciones y buscando esa libertad, no porque podamos conseguirla en algún momento, sino porque somos esa libertad en tanto que sujetos. Marx se distanció claramente de Kant en este punto: «Por otra parte, se pone asimismo de manifiesto la estupidez de los socialistas (a saber, de los franceses, que quieren justificar el socialismo como realización de los ideales de la sociedad burguesa proclamados por la Revolución francesa), que demuestran [...] que hasta hoy la Historia ha fracasado en todos los intentos de realizarlos [libertad e igualdad] en su verdadera dimensión, pero ahora han descubierto, como Proudhon, por ejemplo, al verdadero Jacob, y ahora pretenden proporcionar la auténtica historia de esas relaciones en lugar de la falsa. Lo que hay que responderles es lo siguiente: el valor de cambio o, para ser más exactos, el sistema monetario es de hecho el sistema de la libertad y de la igualdad» (Marx, 1857/58, p. 174). Por decirlo de manera algo más paradójica: la aspiración a la libertad mediante la crítica no conduce a la libertad, sino que es un mecanismo de ajuste, que contribuye a los necesarios procesos de normalización en la sociedad capitalista; en una sociedad finalmente libre, nadie tendría que continuar aspirando a la libertad. La libertad concebida en sentido absoluto camina a la par que la esclavitud, porque significa que algunos son absolutamente libres sólo porque todos los demás trabajan para ellos. De esta suerte, la libertad sólo puede ser aferrada como una libertad de... y una libertad para..., y ahí es donde la crítica cobra su significado local y propulsor. No es poca cosa, pero tampoco es mucho más. La crítica que apunta a lo que es nuevo no puede derivar sin más sus medidas de conceptos previos, puesto que eso podría tener consecuencias nefastas para ella. «El socialismo de una determinada época, la de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, sostenía que en las sociedades capitalistas no recibe todas las posibilidades de desarrollo y realización; que en realidad la naturaleza humana está alienada en el sistema del capitalismo. Y este socialismo soñaba con una naturaleza que en última instancia sería libre. ¿Qué modelo utilizó para imaginar, concebir o realizar esa naturaleza humana? De hecho, era el modelo burgués [...] La universalización del modelo burgués fue la utopía que inspiró la constitución de la sociedad soviética [y la de las democracias populares]» (Foucault, 1974, p. 619). De esta suerte, Foucault señala que el momento autoritario y totalitario en la tradición de la izquierda resulta específicamente del deseo de realizar las normas burguesas de libertad, autodesarrollo y autorrealización. Éste debe ser el objeto de la crítica. Profundizando la especulación en el ámbito de la teoría hegemónica, cabe decir que la superioridad de la teoría hegemónica consiste en una medida nada despreciable en que es lo bastante inteligente como para saber que ni tienen la menor intención de mantener esa aspiración a la realización de sus normas, tarea que deja en cambio a sus adversarios, que se encuentran así ante el siguiente trilema: o no pueden realizar la aspiración, pero siempre vuelven a intentar empujar la roca montaña arriba –o sea, lo que corresponde al programa kantiano de la idea reguladora; o realizan las normas de la igualdad y la libertad, y demuestran que son totalitarios; o terminan dándose cuenta de la tendencia totalitaria y llegan a la conclusión de que han de aferrar esas normas sólo en un sentido ideal, de que ha de aspirarse a las mismas pero nunca pueden realizarse y por ende han de ser limitadas desde dentro. Ese tipo de modesta desacredita a la izquierda y limita sus objetivos.

Si la crítica quiere contrarrestar de algún modo esa lógica, debe ser radical, no sólo debe criticar todas las condiciones bajo las cuales las personas se ven esclavizadas, abandonadas y despreciadas. Debe analizar y deconstruir las medidas de crítica, criticarse a sí misma desde el punto de vista de su funcionalidad práctica y de sus consecuencias. El objetivo de ese tipo de crítica metacrítica consiste en imaginar material y radicalmente la dialéctica de esos conceptos y normas a los que hace referencia la crítica y en último término incluso el concepto mismo de crítica. No se trata de desechar abstractamente los conceptos, sino de pensarlo hasta sus límites para aferrar las prácticas vinculadas a los mismos y negarlas firmemente; a partir de ahí queda claro que las cosas ya no son lo mismo y que lo nuevo de la vida en común sólo puede pensarse y llevarse a cabo con nuevos conceptos. Marx señalaba al respecto: «Desde la perspectiva de una formación social económicamente más avanzada, la propiedad privada de la tierra por parte de un solo individuo aparecerá tan vulgar como la propiedad privada de un ser humano por parte de otro» (Marx, 1894, p. 784). Allí donde los conceptos de libertad cambian bruscamente y se suspenden [aufheben], surgiría finalmente un estado –a juicio de Adorno– en el que los individuos ya no se miden conforme a un criterio de equivalencia, de tal suerte que la reconciliación consistiría en una diferencia desmedida (cfr. Demirović, 2004). 

 
Bibliografía:

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[1] Michel Foucault, «Cours du 7 janvier 1976», Dits et écrits II, 1976-1988, París, Gallimard, Quarto, 2001, p. 163.

[2] Michel Foucault, «La torture, c'est la raison», ibid., p. 398.