04 2015
Por una iniciativa constituyente en Europa
El sistema democrático constitucional en la última postguerra europea se organizó en todos los países (y después de 1978 también en España, con el complemento de las fuerzas nacionalistas y/o independendistas) en torno a un modelo de recambio en el ejercicio del gobierno entre izquierda y derecha, en el marco de un sistema capitalista en evolución y susceptible de reformas – pero no sometido a discusión en lo fundamental. Erán los términos de Yalta. Este modelo está en crisis. De hecho, en muchos países europeos ya han surgido terceras fuerzas, presentes en el campo electoral, que desbaratan ese esquema dual. A este respecto habría que preguntarse si la nueva estructura constitucional de la Unión Europea no comenzó a construirse precisamente a partir de la previsión de la crisis del modelo constitucional postbélico –y de todos modos a partir de la percepción de una incontinencia ya manifiesta del modelo democrático clásico. Esa estructura se presentó como garantía del mantenimiento de un modelo capitalista de desarrollo frente a la decadencia de sus formas estatales nacionales. Por otra parte, tanto la izquierda como la derecha ya se habían deslizado hacia el «centro», construyendo formas artificiales de representación y de gobierno destinadas a un equilibrio que debía garantizar la estabilidad ad futura, eliminando toda dialéctica de reforma o de transformación.
Así las cosas, hoy la situación está cambiando con rapidez. La crisis griega empieza a poner de manifiesto que esa homogeneidad del poder de mando (compuesto de «derecha» e «izquierda») representa una función en un sentido conservador y no pocas veces manifiestamente reaccionaria. Por un lado, la derecha considera Europa como un botín propio. El modo en que han actuado y continúan actuando las derechas hasta ahora mayoritarias en Europa muestra que quieren una Europa que sea su producto exclusivo –una verdadera cosificación. Por otro lado, si atendemos a los gobiernos socialistas, atrapados en un bloque centrista que les permite gestionar intereses parciales, se observa que han renunciado a toda esperanza de renovación. Sirvan de botón de muestra el penoso haraquiri de Zapatero en mayo de 2010 o la autodestrucción del PASOK griego.
La Unión europea, tal y como se ha formado y como se presenta hoy, gobernada por un «centro» político –que es capaz de llevar a cabo acciones extremistas y devastadoras en defensa de los equilibrios capitalistas– está sometida a un chantaje y tal vez destinada a terminar hecha añicos. Cuanto más han entendido las multitudes europeas que, en un mundo globalizado, solo una organización continental puede permitir la satisfacción de las necesidades vitales de las poblaciones, menos dispuestas a acceder a una Unión política se han mostrado las clases políticas europeas –salvo que esta se cree para satisfacer directa y exclusivamente sus intereses.
Necesitamos sustraernos a ese declive y volver a poner en juego la democracia en la construcción del proyecto europeo. Esto es necesario para que Grecia sobreviva, para que las fuerzas democráticas españolas se afirmen y consigan ganar, y para que todos los europeos se reconozcan en Europa y salgan de una crisis y una austeridad que ya no solo hacen difícil la supervivencia, sino que impiden ser libres. Ellos pueden jugársela en ambos terrenos, el de la Europa existente y el de los viejos nacionalismo agresivos. Nosotros, en cambio, no.
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Resulta particularmente doloroso el hecho de que para hablar a favor de Eeuropa, para trabajar en la fundación de un poder constituyente que imponga su carácter social y su caracterización democrática con una perspectiva federalista, hoy haya que desarrollar la polémica contra buena parte de las izquierdas en Europa. Esta claro que estas han vendido su derecho de primogenitura. Ya en 2005, momento del referéndum sobre la Constitución europea, la ceguera de las izquierdas europeas se puso claramente de manifiesto. El hecho es que los socialistas europeos no ven otra posibilidad de hacer política y de gestionar el poder que no se dé en el ámbito del Estado nación. Esta sectaria ceguera nacionalista ha renacido (tras un largo eclipse) y ha llegado a su auge en el curso de la crisis europea. En lugar de aliarse con los movimientos de lucha para modificar la realidad de la Unión europea, las izquierdas europeas se han declarado con frecuencia no solo a favor de las políticas de austeridad, sino también contra Europa (como, por ejemplo, está sucediendo ahora en Francia), movidas por un egoísmo corporativo que está despojando a la palabra «izquierda» del poco esplendor que le quedaba. Tanto es así que ese egoísmo se confunde fácilmente con el odio de las fuerzas fascistas contra la Unión. Se dice, por parte de las izquierdas oficiales, que Europa no puede funcionar porque, desde el principio, en vez de un gobierno politico se optó, en el proceso naciente, por encomendarse a burocracias jurídicas : y es cierto. Se dice también que en una segunda fase se intentó acompasar políticamente economías que tenían un ritmo distinto y a veces contradictorio sin introducir, en aquel momento, motivos eficaces de unidad programática en los planos fiscal y cultural : y es cierto. Luego, bajo el fuego de la crisis, no podían dejar de fallar todos los mecanismos de compensación, lo que ha llevado a la Unión y al Euro –precisamente en ausencia de todo contrafuerte político– al borde de la disolución, en menoscabo de la gran mayoría de las poblaciones del Sur de Europa : y es cierto.
¿Pero por qué quieren darnos lecciones los partidos de izquierda cuando han sido precisamente su visión exclusivamente estatal, el corporativismo de los sindicatos y la traición de toa esperanza internacionalista las que nos han llevado a esta situación? A nadie se le escapa que la unidad política de Europa constituye el elemento fundamental de su éxito ecónomico y civil en el marco global. Se trata de una política cuya promoción correspondería a la izquierda –mientras que esta se ha trabucado y se ha corrompido en la alianza con la derecha no solo en el ámbito de las instancias de gobierno nacionales, sino sobre todo europeas.
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Ahora ya no queda tiempo que perder. Reanudar la integración quiere decir hoy abrir una campaña constituyente, quiere decir eliminar el consenso pasivo que hasta ahora ha permitido el triunfo de las actuales estructuras europeas y la continuidad del desastre provocado por sus políticas. Quiere decir desarrollar una opinión pública que empiece a plantearse una nueva perspectiva constitucional. Tras la victoria de Syriza y albergando esperanzas en la de Podemos, después de que en muchas partes de Europa empiezan a nacer fuerzas políticas euroradicales, no cuesta entender que constituir Europa significa quitarse de encima los parámetros conservadores que hasta ahora han determinado sus estructuras y sus políticas. Resulta extraño ponerlo ahora de manifiesto, pero lo cierto es que desde la victoria de Syriza las dimensiones interna y externa de la Unión han empezado a superponerse y a caminar de la mano, como estímulo a un régimen de mayores igualdad y libertad, como esfuerzo para hacer del «común», más allá de la dicotomía entre lo privado y lo público, un valor reconocido dentro de cada país de Europa y al mismo tiempo una presión –que atraviesa todos los países europeos– en favor de la integración federal sancionada democráticamente. Se trata de un proceso que solo está en sus inicios, pero tendencialmente mayoritario. En todo caso, hay que reconocer que se barrunta un nuevo espíritu constituyente ; ¿no será precisamente la percepción de esto lo que –como réplica– produce tanto histerismo y tanta vulgaridad en los media de los mandamases, en las declaraciones de los partidos y de las burocracias europeas? Hay una nueva comprensión de que la dimensión de liberación dentro de cada uno de los países ha de conjugarse con la potencia de la federación en toda Europa –no es esto lo que da miedo a las estrechas e ignorantes oligarquías nacionales ?
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En un hermoso artículo, publicado hace poco en el diario italiano Il Manifesto, se recordaba el Juramento del Juego de pelota que los revolucionarios del Tercer Estado pronunciaron cuando se hizo evidente que los demás estamentos del Ancien régime no podían suscribir una reforma costitucional basada en la libertad, la igualdad y la solidaridad. Hoy las fuerzas democráticas en Europa necesitan dar un paso análogo, es decir, hacer un juramento constituyente que permita identificar nuevas formas de unión federal y nuevas estructuras de unidad económica en el plano europeo que recojan en su base la nueva radicalidad democrática expresada desde 2011 en adelante.
Hay elementos de política exterior, jurídicos, económicos, que fundamentan esta necesidad constituyente –a la que debe corresponder una decisión política que se encarne en los movimientos. Los elementos de política exterior surgen de una reflexión atenta sobre la colocación de Europa en el ámbito globaal. Hoy Europa forma parte de un bloque de fuerzas agrupadas en el Tratado del Atlántico Norte que orienta, de manera irresponsable, las políticas exteriores de los países de la Unión. Los intereses de las poblaciones europeas están completamente subordinados al poder atlántico. En este terreno asistimos todos los días a paradojas injustificadas y a enredos injustificables, entre las cuales aparece recientemente la financiación europea de la guerra ucraniana al mismo tiempo que se impide la refinanciación de la deuda griega. Pero la confusión de la pasividad de los pueblos y la opacidad de las decisiones, de los compromisos y las vilezas en política exterior de cada uno de los países y de la Unión es indescriptible: ¡hay que decir basta! La irresponsabilidad de esa relación estratégica y militar, en esta época de inestabilidad global, representa una peligrosísima condición que toda iniciativa constituyente tendrá que tener en cuenta en primera línea de importancia. (Y aquí se trata también de acabar con la violencia y el asesinato de personas en las fronteras externas de la Unión).
Europa, liberándose del condicionamiento atlántico, debe llegar a ser capaz de desarrollar políticas autónomas tanto para promover intercambios y poner a disposición del mundo la inteligencia colectiva –il general intellect del que hablaba Marx– construido hasta ahora; tanto para apoyar a los pueblos que siguen oprimidos como para construir una paz y un desarrollo duraderos. En efecto, no olvidemos que lo que hoy está en juego es la paz.
En cuanto a las condiciones jurídicas, lo cierto es que el impulso hacia una estructura federal del gobierno de las multitudes de Europa no puede dejar de representar el objetivo central en esta fase constituyente. Somos partidarios de un poder constituyente que construya una federación en Europa. Somos partidarios de poner las bases y fijarse el objetivo de un ordenamiento federal que recoja, movilice y consolide los intereses civiles, económicos y morales de las y los ciudadanos de cada uno de los Estados, en una comunidad de europeos que reconozca asimismo la ciudadanía europea de esos ciudadanos y ciudadanas de segunda y tercera categoría que son los migrantes comunitarios y no comunitarios. Sabemos que «federarse» es difícil porque, en la fase actual, exige la destrucción de las oligarquías del gobierno europeo y por lo tanto de las de los partidos de cada uno de los países de la Unión. Pero la federación puede construirse a pesar de estos obstáculos si recordamos que no se trata únicamente de una unidad de Estados, de distintas configuraciones económico-políticas, sino que es el proceso en cuyo interior se revelan una nueva historia de Europa (más allá de las guerras del pasado) y las virtudes de las que hoy puede ser capaz (de una riqueza de fuerza de trabajo cognitiva y de trabajo de cuidados, productora de innovación económica y civil).
Pero sobre todo tenemos que insistir aún más en el hecho de que, a partir del grado que han alcanzado las luchas políticas y sociales, de las nuevas luchas de clase, de la organización social del trabajo y de la extracción capitalista de riqueza, la unidad europea y el federalismo no pueden constituir una máquina jurídicamente intocable que reproduzca las actuales diferencias de clase. No puede ser el juego en el que todo cambia para que nada cambie, como sucedió en las transiciones europeas del fascismo a la democracia en las postguerra y también en los años 80 en la transición española. Queremos una constitución que exija, desde arriba, una gobernanza de libertades ; desde abajo, desde las multitudes, un ejercicio de gestión igualitaria en la producción y en la redistribución de la riqueza. En los últimos años hemos asistido a la formación en América Latina de nuevas constituciones democráticas que combinaban el pluralismo de los sujetos con dispositivos de reforma económica muy eficaces, y que construían nuevas solidaridades sociales alumbradas por un irresistible sentido de la igualdad. No se trata de imitar esas experiencias o de discutir su éxito. Se trata de suscitar y promover una dinámica democrática capaz de ganar en el terreno de una constitución federal basada en el común. Se trata de difundir y de poner en práctica una capacidad de construir empresas políticas de la sociedad que combine libertad y riqueza. Se trata de eliminar definitivamente todo sentimiento de identidad amenazada, que no produce siempre otra cosa que nacionalismos o democracias suicidas en su reproducción de tipo oligárquico. Se trata de construir una Europa justa y unida. Desgraciadamente, no hay alternativa. Las irrupciones democráticas de las multitudes en Grecia, en España y luego el éxito de Syriza y la esperanza de Podemos no son, desde este punto de vista, más que un comienzo, una ocasión que hay que aferrar con valentía e inteligencia.