02 2019
Ecologías que cuidan 2 - Umbral, Percepciones, Traducción
Traducción de Marta Malo de Molina
A través de la ecología del cuidado
El hilo rojo que recorre este texto, entonces, es una investigación sobre las ambivalencias de una ecología más que institucional de prácticas, conocimientos, objetos y relaciones. Una ecología que vive en el límite entre la sociedad y el Estado, que intenta interconectar diferentes modos y experiencias de cuidado institucional, pero también una ecología que hace del cuidado una práctica para estar dentro de las dificultades, en medio de las complejidades de la reproducción social.
Esta ecología se sostiene gracias a la yuxtaposición de fragmentos, conceptos, materialidades, relaciones y experiencias y, por lo tanto, también memorias, relatos, animales, objetos, plantas, etc., en tanto que mundos sociales que interactúan entre sí. Empezaré enumerando los fragmentos que utilizo en este texto para bosquejar este sistema interconectado de reciprocidades y conflictos, de mutaciones y composiciones, que es la ecología del cuidado.
Mi punto de partida es el umbral, lugar desde el que empiezo a explorar la singularidad de este compromiso institucional con el cuidado; en segundo lugar, propongo las percepciones como guía operativa en la invención de prácticas institucionales alternativas; y, en tercer lugar, el espacio de la traducción como práctica para implicarse críticamente desde un punto de vista singular con la capacidad de esta ecología para presentar una interpretación diferente de la reproducción institucional. En cuarto lugar, planteo el catálogo como abanico de prácticas que funcionan como crítica afirmativa y línea de fuga de la tendencia institucional a la cristalización procedimental; y, en quinto lugar, analizo, en consonancia con lo anterior, la transición como práctica para contrarrestar la cristalización y favorecer la proliferación y la mutación de las prácticas institucionales críticas a través del encuentro con la vida de la ciudad. En sexto lugar, exploro la práctica del emprendimiento, palabra con la que me refiero aquí al peculiar movimiento de cooperativas sociales de Trieste, como invención de lo común en el filo ambiguo que separa la esfera pública de la privada; en séptimo lugar, dentro de esta ecología material, el compost se convierte en la alegoría concreta para la composición del cuidado en Trieste. Por último, abordo la práctica de la reivindicación como un modo comprometido de implicarse con el cuidado dentro de la reproducción social de un mundo dañado.
Umbral
La primera puerta de entrada a la compleja ecología de Trieste es un programa específico que funciona dentro del sistema sanitario general. Lo recorreré dialogando con las voces y las prácticas de quienes trabajan allí a diario, puesto que mis pensamientos y reflexiones sobre el programa de cuidados integrados a escala local (y sobre las ecologías que cuidan en general) se basan en la colaboración abierta con Margherita Bono, trabajadora en el Programa de Microáreas e impulsora en los últimos años de proyectos de investigación-acción que redefinen su funcionamiento. Este análisis aborda un elemento específico de las ecologías que cuidan, a saber, la diferencia que se puede llegar a marcar cuando las prácticas institucionales se sitúan en el borde o umbral entre el Estado y la sociedad, en lugar de proyectarse desde el Estado sobre la sociedad.
Exploro el umbral dibujando líneas de fuga. Una fuga de la lógica del Estado hacia una lógica del cuidado, una fuga de un marco institucional cerrado hacia un sistema urbano abierto; una práctica hecha de elementos contradictorios que no intenta dotar de sentido a las realidades que la rodean, sino construirlo con ellas, tal y como propone Isabell Lorey (2019) en su aportación al proyecto Entrar Afuera. Una institución que sale fuera, abandonando su zona de seguridad y perdiéndose (Newey, 2019) en la realidad a veces sin sentido fuera de las paredes del hospital o de la sala de consultas. Pero también una fuga de la verdad etnográfica: utilizaré una serie de relatos que se apartan de la factualidad para explorar el espacio de la imaginación.
El Programa de Microáreas es un conjunto de intervenciones en diferentes espacios urbanos vulnerables de Trieste donde se cruzan programas de atención sanitaria, servicios sociales y políticas de vivienda para implicar a las redes sociales locales en el diseño de las políticas públicas de cuidado que se desplegarán en estas áreas. Cada Microárea se ocupa de una población de cerca de 2.000 personas, pero, al mismo tiempo, es un espacio, una habitación pequeña, normalmente a pie de calle, donde se desarrolla un conjunto de actividades: prácticas colectivas sociales y culturales, a la par que servicios tales como revisiones médicas, sesiones de salud pública, coordinación de visitas a domicilio, etc. El espacio está abierto cinco o seis días a la semana; el grupo de trabajo central de la Microárea lo forman entre tres y seis personas que trabajan diferentes programas, pero también algunos voluntarios que se ocupan de actividades que no dependen de las instituciones públicas y un número variable de vecinos que participan en actividades y las organizan.
Uno de los aspectos más interesantes de este programa es que la atención sanitaria no se ofrece a través de protocolos, reglamentos y labores que ven al ciudadano únicamente como destinatario de recursos, atenciones, prestaciones: como receptáculo. Por el contrario, el programa apoya a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, ayudándoles a conocer y utilizar los dispositivos y recursos estatales para alcanzar una libertad plena: esa misma libertad de la vida urbana, difícil, dinámica y conflictiva, que describía Giannichedda (2005).
En este marco, la historia del cuidado se construye como relato, se constituye como espacio. Tal vez se refiere a una mujer, que vive sola en un pequeño piso de protección oficial, con un perrito. Cada día, mira el mar desde su balcón; está pasando una mala racha, perdiendo memoria y autonomía. Es mayor y su marido se murió hace algunos años; la referente de la Microárea ha reparado en ella gracias a los rumores que algunas señoras pasan de boca en boca cuando visitan a sus vecinos o van a hacer la compra. La idea, por más que ambivalente, es utilizar los cotilleos para el bien común. En este contexto, que se sitúa en algún punto entre el control y el cuidado, las señoras han descubierto que esta vecina está perdiendo la memoria y se está fragilizando cada vez más.
Así pues, la referente de la Microárea la contacta y empieza a imaginar una serie de recursos que podrían activarse para responder a la situación, recursos que forman parte de la red pública de prestaciones sociales, pero también otros que pertenecen a la red social y comercial de la ciudad. Ello requiere que la referente se enfrente a una multitud de obstáculos y normas, autorizaciones y jerarquías, lógicas y valores, para abrirse camino con diferentes agentes, aliados y herramientas dentro del Estado y de la sociedad en sentido amplio.
La señora mayor, llamémosla Feste Puck (tal y como nos recuerda Foucault, 2003, Shakespeare utiliza algunos actores como puntos de acceso a una perspectiva crítica de la realidad), se niega a entrar en contacto con los servicios que la referente le propone y, en general, se muestra recelosa con todos los trabajadores de los servicios públicos. Está convencida que su médico de cabecera le roba leche de la nevera: probablemente lo hace muy a menudo, lo cual la obliga a ella a ir casi cada día a la Microárea a pedir leche y azúcar.
Todos los días se repite la misma historia: Feste aparece sobre el medio día, cuando la comida del comedor social está lista; pide algo de leche y de azúcar y se la invita a sumarse a la mesa. Se sienta y le cuenta a la referente que nunca le dejan visitar a su marido en el hospital donde está ingresado. La referente le recuerda entonces que su marido se murió hace casi cinco años; tal vez Feste debería pensar en visitar a su médico de cabecera y pedirle que le consiga algún tipo de apoyo estable. Feste empieza a llorar; es consciente de su fragilidad, pero tiene miedo de que la hospitalicen. ¿Quién cuidará de su perro? ¿Podrá volver a casa?
De repente, su sospecha de que el médico de cabecera le roba la leche cobra sentido. Nos está dando un análisis situado de la ecología en la que está inmersa. El médico de cabecera es el guardián, o el canal de entrada, de un sistema general de asistencia: encarna toda la ambivalencia implícita en la condición de “receptor de cuidados”. Por lo general, recibir cuidados supone exponerse a una restricción de la propia autonomía: que te trasladen a una residencia y pierdas tu perro, que pierdas tu pequeño piso y los pocos lazos sociales que tienes en el barrio. Mientras escucho a Feste llorar al acordarse de su marido, me doy cuenta también que nunca es posible saber si en la residencia podrás mirar el mar por las mañanas mientras bebes una taza de café. A fin de cuentas, tal vez no importe tanto si alguien te roba azúcar de vez en cuando. Sigue siendo tu casa y tu barrio.
Percepciones
Como vécu, vivencia, del final del mundo, en palabras de Francesc Tosquelles (1986, cfr. Foucault, 2003), Feste Puck es muy consciente del poder que las instituciones tienden a quitar al ciudadano en la organización del cuidado. Para invertir esta tendencia, la lengua de la institución, “la langue de la téte”, la llama Tosquelles, tiene que desplazarse y entablar un diálogo con “los lugares de las percepciones”. En este diálogo, “lo que cuenta no es la cabeza, sino los pies: saber dónde pones los pies. Los pies son los grandes intérpretes del mundo” (Tosquelles, 2012). En este sentido, la ecología del cuidado se compone con las percepciones situadas creadas por todos los pies que interpretan la ciudad, que la producen como obra común.
Henri Lefebvre contrapone este enfoque ecológico de la percepción al ordenamiento ideológico de la política: “las políticas públicas subordinan la realidad a un sistema estratégico de significaciones” que escamotea a la mayor parte de la población de una ciudad la capacidad de utilizar el espacio público; no obstante, a pesar de ello, los vecinos constituyen colectivamente la ciudad como una ecología, recogiendo y transmitiendo sus percepciones y componiendo de esta suerte la vida social (1996). Consciente del antagonismo entre abstracción institucional y práctica social y en consonancia con la crítica hecha-con-los-pies de Feste, Federico Rotelli, médico de Distrito, explica la lógica de la desinstitucionalización en un opúsculo escrito para defender el sistema de atención sanitaria de Trieste de posibles reformas:
“Cuando [aparecen las patologías crónicas], el sistema sanitario tiende a institucionalizar a la persona (en una residencia para la tercera edad, en un asilo o en un hospital geriátrico). Esto da forma sustancial a la dicotomía enfermedad-exclusión versus salud-comunidad. Sin embargo, permitir que la persona se quede en casa, aunque esté enferma o tenga alguna discapacidad, contribuye a sostener su dignidad personal y sus relaciones afectivas, manteniendo al mismo tiempo una concepción cultural de la enfermedad y de la muerte como acontecimientos que forman parte natural de la vida”.
Aunque Feste Puck y Federico Rotelli tengan trayectorias muy diferentes, ambos aspiran a instituir políticas situadas basadas en la percepción, analizando (y actuando a través de) los efectos que las prácticas institucionales tienen sobre la vida concreta de la sociedad (Mitchell, 1999).
La Microárea aparece como una ecología de la proximidad, por utilizar el término de Andrea Ghelfi (2016). Una proximidad de la política del cuidado para abrir la ecología de la ciudad, donde la práctica del cuidado es co-creadora del tejido urbano. En nuestro viaje imaginario, la vida concreta en torno a Feste es compleja y la referente de la Microárea afronta una situación difícil: los recursos que iba a activar no pueden funcionar en este contexto, dadas las preocupaciones de Feste, y tiene que inventar algo diferente. Empieza a invitarla a diferentes actividades de la Microárea; una vez que ha logrado construir un espacio en común, la referente negocia con Feste una serie de visitas, prometiéndole que no la hospitalizará a menos que sea estrictamente necesario y garantizándole que la decisión final estará en manos de Feste. El objeto de su acuerdo no es el aspecto formal de esta libertad: la constitución ampara a Feste en su derecho a rechazar un tratamiento médico o sanitario, pero lo que marca la diferencia es que la referente, como agente institucionalmente reconocido en la ecología de cuidado, se compromete a apoyar a Feste en el ejercicio de este derecho aun cuando un médico o un trabajador social insista en que debe hacer algo “por su propio bien”.
En esta ecología del cuidado, la prestación de cuidados tiene lugar en el umbral, en el límite entre el Estado y la sociedad o entre el trabajador y el ciudadano; es un dispositivo que destituye e instituye las normas del cuidado. En un taller, Mónica Ghiretti, referente de la Microárea de Ponziana, explicaba que este programa “no tiene barreras que discriminen el acceso, el servicio está ahí, el espacio está ahí para ser habitado”. En el Programa de Microáreas, las fronteras institucionales se ponen en cuestión de modo concreto a través del cruce de estos umbrales que el Estado constituye institucionalmente. En lugar de seguir la corriente de un sistema que deja al ciudadano totalmente solo frente a los poderosos recursos del Estado, se crea, en torno al ciudadano y con él, un ethos colectivo basado en la reciprocidad, la responsabilidad y la inclusión.
La referente llama a los servicios sociales de apoyo domiciliario, a una persona en concreto que puede tener más capacidad de encontrar una solución; este contacto la conecta con los jóvenes del “servicio solidario”, estudiantes de secundaria que reciben una pequeña beca municipal por participar en redes de solidaridad local. Quedarán con Feste para ver cuál es el mejor modo de ayudarla; al mismo tiempo, la red de comercios locales puede llevarle la compra y la referente habla con las personas que se ocupan de un huerto cercano: todas las semanas le acercarán a Feste una caja y comprobarán cómo se encuentra. La referente también la visita todas las semanas, al igual que los jóvenes del servicio solidario. Por su parte, el “equipo de cotillas” llama a su puerta de vez en cuando. En algunas ocasiones, se encuentra una solución y la situación se estabiliza; en otras, en cambio, el empuje de la institucionalización es más fuerte y el empeño por sostener el derecho a la salud dentro de la vida urbana fracasa.
La historia de Feste Puck sitúa este artículo (esta práctica de producción de saber) ante la primera contradicción: la que existe entre la fabulación y la verdad. Aunque son pocos los estudiosos críticos que siguen aspirando a contar la verdad, aún menos son los que se sentirían cómodos si alguno de sus interlocutores (o participantes o informantes, como se les llama) les dijera, como me sucedió a mí, "te montas historias sobre Trieste". Se plantea la pregunta: ¿hasta dónde puede ir la imaginación cuando contamos una historia? ¿Cuál es el papel de la fabulación cuando construimos una imaginación concreta de una práctica social y política? Espero que los fragmentos que presento en este texto nos puedan acercar a una respuesta a tal pregunta.
La historia imaginaria de Feste Puck podría acabar de muchas maneras; tantas que se nos podría ir la cabeza intentando imaginar todas las posibilidades: el esfuerzo por sostener su difícil libertad puede tener frutos durante un periodo de tiempo más o menos largo; podría terminar necesitando una residencia para ancianos, o, por el contrario, podría ser que al final se organizase un sistema para sostenerla; o tal vez acabe hospitalizada. En tal caso, la Microárea se ocupará de su perrito Billy (o Billy-Boo, como rebautizarán al amigo de Feste los que ahora se ocupan de él). Quién sabe, tal vez Feste Puck se convierta en Billy Boo, se transforme en su compañero para escapar a la tendencia institucionalizadora. ¿Cómo estar seguros?
Lo importante aquí no es cuál de estas historias es verdad (cualquiera de ellas podría serlo), sino más bien que cada una porta fragmentos de verdades contradictorias y ambivalentes de pérdida, dolor y vulnerabilidad. Feste Puck y Billy Boo nos permiten jugar con la imaginación: nos hablan de nuestros mundos verdaderos, que no siempre son reales. La definición de verdad de Paulo Freire (2018) resulta útil aquí: "la palabra verdadera es aquella que cambia el mundo". La verdad, por lo tanto, es una práctica pedagógica que lucha contra la abstracción institucional de la vida en los protocolos: la verdad no describe el mundo tal y como es, sino que toma partido en el mundo y participa en la construcción del mundo de nuevo. Esta perspectiva nos permite escapar del doble vínculo que contrapone el infierno realista del mundo neoliberal a la utopía romántica de algo que no ha sucedido y nunca sucederá (cfr. Echevarría, 2000). Por ejemplo, nosotros, con los pies en la Microárea, podemos afirmar que la organización social del cuidado a cargo del Estado puede hacer las cosas de otra manera, puede sostener una vida diferente en la ciudad. Puede imaginar una ecología que cuida.
Traducción
La Microárea es, por lo tanto, un umbral en el que puede comenzar un proceso que incorpore una lógica diferente a la dinámica de los servicios públicos; esto sucede cuando la prestación de cuidado se desinstitucionaliza gracias a la emancipación de todas las personas que participan, cada una desde su posición específica, en la labor de cuidado. Este encuentro entre diferentes actores y diferentes saberes está mediado por un esfuerzo de desplazamiento, por una política de traducción, tal y como intentaré explicar más adelante en este apartado.
Pensar el cuidado como ecología nos permite reconocer que "la reciprocidad del cuidado raramente es bilateral: el tejido vivo del cuidado no se mantiene gracias a individuos que dan y reciben de vuelta. Se trata, más bien, de una fuerza colectiva diseminada" (de la Bellacasa, 2017). En un sentido parecido al que propone María Puig de la Bellacasa, los procesos abiertos en el experimento de las Microáreas desdibujan el límite artificial entre la sociedad y el Estado y ponen en entredicho la frontera que separa a los individuos de la dimensión social de la enfermedad, la angustia o, en un sentido más conciso, todo lo que contiene la palabra "problema". Cuando se activa la lógica del umbral, el proceso de cuidado deja de versar sobre la persona y se convierte en una ecología de cosas, prácticas y afectos, transformando así el límite institucional en una frontera abierta.
Volviendo a Isabell Lorey, la práctica de cuidar juntos “se basa en la acumulación de saberes, en conocer la situación social de las personas que necesitan apoyo y, por ese motivo, es importante ser conscientes de las tendencias de control y vigilancia [y] construir juntos una modalidad común que permita que cada persona recupere el control de su vida dentro del barrio, dentro de (nuevas) relaciones en el territorio urbano” (2019). La proximidad de la Microárea a la vida cotidiana va de la mano de la inserción de una práctica desinstitucionalizadora dentro de los intersticios del Estado. La misma historia que contábamos antes debe ahora insertarse en el funcionamiento del Estado. Entran en juego instituciones y procedimientos, pero traducidos en este contexto fuera de su lógica y dentro de la vida social.
La referente hace de mediadora con el Centro de Salud Mental para planificar los mecanismos de apoyo para Feste; con el Distrito de salud para organizar las visitas a domicilio; con la compañía eléctrica y con la Empresa Municipal de Vivienda Pública para organizar y apoyar el pago de facturas y otros problemas burocráticos. El conjunto de programas, espacios y actores se convierte en una ecología a través de la cual quien trabaja en el sector público y el ciudadano luchan juntos por derechos. La función del/la trabajador/a público/a es a un mismo tiempo compartir conocimientos que permitan al ciudadano y a la ciudadana tener pleno acceso a sus derechos y sacudir al Estado para reconfigurar el funcionamiento de la institución en torno y junto a cada una de las vidas de las y los ciudadanos.
La transformación de la práctica institucional en una frontera abierta, un umbral, resulta crucial en la trayectoria basagliana. El desmantelamiento del manicomio en la década de 1970 abrió el espacio para la afirmación urbana de un sistema de salud mental que pone a la institución (y a sus actores) siempre en riesgo, destruyendo los cerrojos, las vallas y las cadenas e instaurando centros vecinales abiertos siete días a la semana y veinticuatro horas al día, cooperativas sociales, mecanismos de sostenimiento económico y redes de voluntariado.
La destrucción del manicomio como lugar, dice Franco Basaglia (2005), es el límite que debemos habitar para producir otro espacio, junto a todos los agentes activos en la labor de cuidado y presentes en la ciudad. No basta con abolir formalmente la valla; también hay que destruirla. La desinstitucionalización radical del Hospital Psiquiátrico de Trieste fue una práctica de violencia, una apropiación del riesgo del incidente por parte de aquellos cuya capacidad de actuar y de hacerse responsables de sus acciones estaba siendo negada, confinada en el ámbito de la “fuerza de las cosas” (Gramsci, 1971).
Pero franquear el muro del manicomio para construir lugares institucionales siempre abiertos en la ciudad no significaba solo destruir la institución psiquiátrica. Suponía también despedazar la institucionalización de la vida impulsada por la atención sanitaria como sistema y por la medicina como saber. Una vez que se han atravesado los muros, debemos afrontar el problema de la gestión: ¿cómo hacer para que esta libertad sea algo duradero y sostenible? Comentando la carta de dimisión que presentó Frantz Fanon en un Hospital Psiquiátrico argelino, Franco Basaglia afirma que, en una época en la que, “por motivos evidentes”, la revolución política no es posible, “nos vemos obligados a gestionar una institución que negamos” (2005).
Esta ambivalencia concierne también a la referente que intenta diseñar una ecología de cuidado para Feste Puck, pero, gracias a la transformación institucional basagliana, se encuentra con un sistema plástico, no rígido: un sistema que aspira a destituirse e instituirse cada día, como fuerza transversal y transformadora de la práctica instituyente, por utilizar el término propuesto por Gerald Raunig (2009).
Esta tensión entre destrucción e invención es uno de los elementos que hizo que Irene R. Newey, enfermera e investigadora de Madrid, viniera a Trieste a principio de diciembre, entre la Bora[1] y los mercados navideños. Irene colabora en el diseño de prácticas de salud comunitaria dentro de los dispositivos municipales madrileños y visita Trieste por las prácticas instituyentes que se despliegan sin cesar por la ciudad. Yo voy con ella, como acompañante y traductor, dentro de ese intento mío, no siempre fructífero, de lograr que mi investigación resulte útil para los espacios en los que he estado implicado durante tanto tiempo, proponiendo conceptos, pero también abriendo puentes con otros trabajadores de la salud en Europa.
De este modo, descubro que la traducción es de por sí una práctica de investigación, un método que me permite escuchar conversaciones que, por lo general, no escucharía, hacer preguntas, en mi papel de voz de Irene, que nunca hubiera imaginado. La traducción me permite desaparecer, cual marioneta de ventrílocuo, en los relatos y conversaciones, me da la posibilidad de explorar la esfera de la política imperceptible que tiene lugar por debajo de la superficie del discurso.
“Escuchad las historias”, nos dice Franco en una conversación informal, “e intentad entender que cada historia es compartida”, cuando cristaliza las memorias en un relato, “y a la vez extremadamente diferenciada”, porque cada cual la mira desde su propio terreno y su propia posición. “¿Qué historia habría que creer?”, pregunto yo. “Ninguna de ellas”, contesta Franco. “Deberíamos transformar la memoria en una crítica del presente, en lugar de hacer de ella una historia sobre el pasado, y reunir estas miradas plurales en el común desafío de mantener nuestro presente abierto y de inventar nuevos modos de acción. Aunque sigamos sin lograrlo”, concluye.
Con esta indicación en la cabeza, Irene y yo nos perdemos en el sistema y encontramos a diferentes actores desarrollando distintas labores. Las y los trabajadores del Programa de Microáreas nos explican cómo ven las cosas desde su posición, próxima a la vida urbana; los médicos y el personal administrativo del Distrito, donde la reinvención de la institución es sistémica más que artesanal, nos cuentan su perspectiva; y lo mismo hacen quienes trabajan en el Servicio de Emergencias de Salud Mental del Hospital General, donde la inercia de la psiquiatría tradicional está todo el tiempo intentando cerrar la puerta, reinstitucionalizar la práctica de cuidado en nombre de las situaciones excepcionales.
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[1] La Bora es un viento tempestuoso y cambiante que sopla en frías ráfagas desde el norte-nordeste sobre el mar Adriático, Croacia, Italia, Grecia, Eslovenia y Turquía. Se debe a la formación de un ciclón estacional en el mar Mediterráneo. En Trieste, la bora sopla con particular fuerza durante buena parte del invierno, llegando a haber en la ciudad un museo dedicado a este viento [N. de la T].