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01 2021

Estamos para nosotras! Siete tesis por una práctica radical de los cuidados

Marta Malo

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1. Atender y cuidar a veces parecen sinónimos. «Atiende al niño»; «ve a atender a tu padre». Y es que cuidar requiere de un entrenamiento prolongado en un tipo de atención interpersonal, donde «estamos para el otro»: todos nuestros sentidos se orientan a percibir, anticiparnos, a sus necesidades, estar listas y disponibles para cubrirlas, captar las variaciones y ser capaces de reaccionar prontas a ellas.

El femenino de los adjetivos no es azaroso: en tanto que los cuidados son una actividad altamente feminizada, este «estar para el otro» está en el núcleo de la socialización femenina en nuestras sociedades. Helene Cixous ya habla de ello en la risa de la Medusa, cuando describe la subjetividad masculina como “yo para sí” (yo en armas, paranoico, defensivo) y la femenina como “yo para el otro” (disponible, poroso, derramado). Ella misma lo aclara: no hay nada de natural o esencial en estas cualidades, sino que este es el rol en el que se nos entrena en las sociedades occidentales en tanto que hombres y mujeres: desde pequeños aprenderemos a ser premiados o castigados en función de lo bien que interpretemos el rol que nos corresponde. ¡Ay de quien cruce las fronteras!

Pero ¿son realmente sinónimos atención y cuidados? En realidad no. El tipo de atención que cuidar requiere forma también parte del mandato de la sexualidad femenina: «disfruta para el otro». Y la atención es solo una disposición dentro del amplio conjunto de tareas que englobamos dentro de «los cuidados»: se puede lavar, vestir, alimentar a otra persona sin «poner atención en ella», maquinalmente, objetualizándola.


2. Identificar los cuidados con el mero «estar para el otro», conduce a una multitud de equívocos, pero sobre todo borra su dimensión histórica y política. En una definición más rigurosa, se llama “cuidados” al conjunto de tareas materiales e inmateriales de sostenimiento de la vida. Sin embargo, si los cuidados existen como sustantivo concreto para nosotrxs es porque, en el proceso de la industrialización, nuestras sociedades occidentales agruparon esas tareas que en otros contextos no existen como conjunto separado: están feminizadas pero ligadas, por ejemplo, a labores agrícolas o de cuidado de los bosques y de las tierras comunales, insertas en tramas comunitarias, con otras problemáticas con respecto a la distribución del poder, el prestigio y la riqueza.

Como explica Silvia Federici, los cuidados, tal y como los conocemos, aparecen con la institución del salario y de su otro, el hogar nuclear, que encapsula estas tareas y las marca como «improductivas». A partir de ese momento, los cuidados se realizarán de modo cada vez más individualizado y aislado, dentro de las cuatro paredes de la casa, fuera del terreno de lo común y, por lo tanto, fuera de lo político: de lo que puede ser debatido y cuestionado entre todxs. Dejarán de verse como un conjunto de labores que requieren esfuerzos, destrezas, saberes específicos y se considerarán una inclinación naturalizada de las mujeres, algo que se hace «por amor», que no forma parte, no contribuye ni alimenta la riqueza social y es, como han señalado tantas feministas, invisible y casi etéreo: no ocupa tiempo ni lugar.

Su devaluación tendrá múltiples capas. Por un lado, devaluación material: en sociedades cada vez más monetizadas y salarizadas, el hecho de que estas actividades se realicen de forma gratuita generará una clara dependencia económica en quienes las desempeñen. Así, las mujeres, dedicadas por mandato a estas labores, necesitarán para su supervivencia del salario de otro que se preste a «mantenerlas»; o, en la versión «modernizada», se verán condenadas a una doble jornada que, como bien dice el lema, las deja, nos deja, extenuadas: la feminización de la pobreza tiene una clara explicación en la paradoja de que el trabajo más importante e intensivo del mundo se considera algo que debe hacerse «por amor».

La devaluación será también simbólica: se infantilizará al «ama de casa», pero también a la madre, esposa e hija cuidadoras, presentándolas a todas ellas como sujetos necesitados de instrucción y supervisión por un conjunto de nuevos cuerpos profesionales (nutricionistas, pedagogos, psicólogos, etc.), que tutorizarán las «labores domésticas» y se arrogarán el derecho de castigar a la mujer que no cumpla adecuadamente con sus deberes, con sutiles culpabilizaciones o intervenciones directas de retirada de ayudas económicas o custodias.

Una infantilización parecida vivirán quienes no puedan participar en la sociedad salarial: niños y niñas, ancianos, personas con diversidad funcional, se presentarán como «seres improductivos», incapaces de tomar decisiones por sí mismos o de contribuir socialmente. Todos ellos se verán subordinados a la madre o hija que a su vez estará subordinada al esposo o marido o, en su defecto, al «Estado protector» (las famosas «welfare mothers»).

Lejos de la dulce historia de amor en la que todos viven felices y comen perdices, esta organización social de los cuidados estará atravesada por la violencia: la violencia económica de dedicarse a una actividad altamente demandante en tiempos y esfuerzos sin ninguna compensación monetaria en sociedades donde la moneda es requisito imprescindible de la subsistencia; la violencia directa, mal llamada doméstica, que sigue la cadena de subordinaciones ‒del padre o marido contra la madre/esposa y de esta contra aquellos a quienes debe cuidar en condiciones de aislamiento; la violencia machista en las calles y en las plazas, en la oscuridad o a la luz del día, contra quien se salga del rol de género que quiere a las mujeres en el ser-para-el otro: violencia, pues, contra la mujer rebelde que no cumple, que no cuida, la bollera, la marimacho, el hombre con pluma, el calzonazos que no manda en su casa, la trans que desafía el mandato original, todos ellos encarnaciones de que la cosa podría ser de otro modo, de que no hay nada de esencial ni natural en el estado de las cosas. Pero también, para cimentarlo todo, la violencia legislada: aquella que no permite regular la propia capacidad procreadora (prohibición del aborto) o determinar los propios vínculos (prohibición del divorcio, penalización del adulterio, penalización de formas de unión no heterosexual, etc.) o definirse fuera del binarismo de género sobre el que se sustenta toda la estructura (legislación antitrans).

Entonces, no podemos hablar de cuidados sin hablar de su organización social, porque los cuidados existen en tanto que estas tareas se han agrupado para feminizarlas, encerrarlas, naturalizarlas, desvalorizarlas, descualificarlas, violentarlas. Poner los cuidados en el centro no es invitar a una relación con el otro más amable, menos instrumental, no es animar a un cristiano estar-para-los-demás. Es mirar los cuidados de frente, politizarlos, poner en cuestión su organización social, preguntarse si no podríamos hacerlo de otra manera: si no nos merecemos instituciones más amables, menos sometidas a la presión, la extenuación y la violencia, para dar y recibir cuidados.


3. “Los cuidados sostienen el mundo pero ahogan la vida de las mujeres”. Así rezaba un cartel feminista en la Italia de los años '70, poniendo en el centro la experiencia (mayoritariamente) femenina de ambivalencia con respecto a los cuidados: potencia y opresión, que se dan a la vez, sin que una dimensión contradiga ni atenúe la otra[1].

Sí, los cuidados ahogan la vida de las mujeres y de todo aquel que los asuma como su principal responsabilidad. El motivo es evidente: estas tareas son demasiadas para hacerse en soledad y por la cara en sociedades donde las chicas, malas o buenas, sin dinero no van a ninguna parte (los chicos tampoco y les chiques ni os cuento).

Quienes cuidan, mayoritariamente mujeres, trabajan jornadas infinitas, sin posibilidad de vacaciones ni descanso, o bien en situación de dependencia, o bien condenadas a dobles y triples jornadas difícilmente conciliables, con la extenuación y los malabarismos constantes que ello supone. Viven además bajo una supervisión permanente de lo que hacen y con la culpa al acecho: por no llegar, por vivir «mantenidas» (por el marido, el amante, el padre o el Estado), por no estar nunca suficientemente presentes, por no ser lo suficientemente buenas ‒ni en el «trabajo», ni en el «hogar», ni en la arena pública. Difícil idealizar los cuidados con semejante plantel.

Pero los cuidados son también potencia. Su práctica nos permite descubrirnos como seres frágiles e interdependientes, que necesitamos de los otros para sostenernos en este mundo. La fantasía de la individualidad[2] se revela, desde el punto de vista de los cuidados, como una ficción machista, colonial, depredadora. El espejismo del héroe que se planta en la vida por sus propias fuerzas, sin nadie que lo para, acune y alimente, sano y limpio por siempre, y por sus propias fuerzas saquea, conquista y arrasa con todos los demás, para fundar sobre esa devastación el mundo, queda hecho añicos cuando miramos lo que nos rodea con los ojos de quienes cuidan y de los entreverados lazos de interdependencia que nos sostienen. Aparecen en cambio otros relatos creadores, que tienen mucho que ver con esa práctica de vincularidad que hay en el cuidar: cocinar, cantar una nana, contar historias, transmitir la lengua, organizar y mantener los espacios donde compartimos la vida, velar a los muertos, escuchar desvelos, curar las heridas, son todas actividades que no casan con lo improductivo, que rebasan lo reproductivo ‒que crean y fundan, gesto a gesto, mundo y sentido.

¿Qué pasaría si, en lugar de sufrir el ahogo de los cuidados, si en lugar de entregarlos como principal «externalidad positiva» para la acumulación de capital, nos apoyáramos en su potencia creadora de otros mundos, si ensayáramos otras organizaciones sociales de los cuidados y de toda la actividad humana, más centradas en el horizonte irrebasable de nuestra común vulnerabilidad? ¿Es posible una radical revuelta desde los cuidados?


4. Algo así imaginaron las feministas autónomas italianas que, allá por los años '70, pusieron en el centro de su acción política esta ambivalencia, opresiva y creadora, de lo que ellas nombraron como trabajo de reproducción. Sus teorizaciones y su praxis organizativa entroncó con un movimiento masivo de mujeres que rechazó el encierro y la desvalorización del hogar, negándose a tener «todos los hijos que mandara Dios». Las luchas por los derechos reproductivos, por el derecho al divorcio y a las uniones libres o al matrimonio homosexual, pueden leerse en esta clave. Fueron años donde, literalmente, se practicó, de modo cotidiano, masivo y sistemático, el «mamá ha salido», que podía leerse en carteles de la época o el «Manolo, Manolito, la cena tú solito» que se coreaba en las manifestaciones.

También se imaginaron y ensayaron otros modos de organización social de los cuidados, entre la institución pública y las propuestas comunitarias: es algo que no aparece a menudo en los relatos de aquellos tiempos, pero lo cierto es que, a la vez que miles de mujeres se sustraían del hogar como destino ineludible, proliferaban ensayos de otra vida en común ‒las comunas rurales y urbanas no solo probaron el amor libre, como repite la caricatura hasta la saturación, sino otros modos de vivir juntas donde lo reproductivo estaba socializado; los movimientos de renovación pedagógica, de salud comunitaria o contra el encierro psiquiátrico sacudieron los muros de escuela, hospital y manicomio, haciendo una crítica radical a la ecuación {necesidad de cuidados = encierro + infantilización} e inventando modos de sostén mutuo basados más en el acompañamiento que en la tutela y el control, más en la proximidad y la red que en los macroprotocolos deshumanizantes. En los puntos de contacto entre el feminismo y estos movimientos arraigó con fuerza la oposición frontal a una socialización de los cuidados que se hiciese en cadena: tarea sin vínculo, sostén sin atención, mundo sin sentido ‒vida desnuda[3].

El saldo de aquella revuelta puede resumirse en la brillante frase que Raquel Gutiérrez empleó para una lucha de allende los mares: ganamos pero perdimos[4]. Se ganaron (en algunos lugares más que en otros y siempre en función de la clase social) mayores derechos reproductivos y cierto margen de autodeterminación en la vida sexoafectiva de las mujeres. Pero se perdió en la aspiración a otra organización social de los cuidados. Y es que el impulso transformador se encontró de frente una ofensiva neoliberal que mantuvo intactos el encierro y la devaluación de los cuidados, combinando la hiperexplotación no remunerada de las mujeres (todas) con la hiperexplotación de las mujeres migrantes, mantenidas cautivas por las leyes de extranjería. Se reconvirtieron, además, en términos privativos, precarizadores y competitivos las infraestructuras públicas de cuidados, cortando en seco los incipientes procesos de democratización y las prácticas de proximidad que habían nacido de las luchas anteriores (centros de salud, escuelas, jardines de infancia, casas de niñxs, centros de día...).

Los cuidados siguieron siendo una gigantesca externalidad positiva para la acumulación de capital, pero además se tornaron un nuevo terreno de valorización: contratos millonarios para la lucrativa gestión privada de infraestructuras públicas, multiplicación de servicios low cost para suplir labores que antes se realizaban en el hogar ‒comida rápida en lugar de puchero, moda rápida en vez de remiendo, compras a domicilio en lugar de sábado en el mercado...

El resultado es conocido por todos: una crisis generalizada de los cuidados. El cuidado de la vida en sus momentos de vulnerabilidad no está garantizado para un número cada vez mayor de personas: ni en el hogar, ni en lo público, ni en lo comunitario. Y, al mismo tiempo, nos vemos desposeídas del potencial del cuidado como creador de mundos. Cada vez sabemos menos cuidar y el cuidado se vive más neuróticamente: la vulnerabilidad, propia y ajena, da miedo, nos faltan los ritos, los saberes y los cuentos y caemos víctimas de una obsesión por el control.


5. La interpretación reaccionaria de la crisis de los cuidados pretende culpar de la situación a las mujeres, al feminismo, a las disidencias sexuales. La violencia machista contemporánea tiene mucho de intento desesperado de «devolver a cada cual a su lugar»: «tú mujer serás la garante de mi descendencia y de mis cuidados». En esta misma clave puede leerse la irritación por el «desorden de los géneros» que introducen las disidencias sexuales, incluso cuando esta irritación aparece en cierto feminismo que se dice borrado por las vivencias trans* y sus legítimas demandas de autodeterminación. Se golpea y se acorrala con virulencia a quien, con su estar en el mundo, su forma de vida, sus prácticas, encarna la quiebra del hogar cisheterosexual como centro de ordenación machista de los cuidados, a quien desafía las leyes del patriarcado, ese pacto entre varones a cambio del acceso unilateral al cuerpo de las mujeres, a su potencia de gestación, a su fuerza de cuidado.

Se fiscaliza la vida de las mujeres: ¿a qué hora saliste, con quién ibas, qué llevabas? ¿Le das aún teta? ¿Cómo te separas teniendo hijos? ¿Vas a vivir siempre del Estado? ¿Tienes hijos solo por las ayudas? Se santifica a las madres mientras sean santas, es decir, abnegadas, negadoras de sí, suicidas de sus propias energías. Se fortalece, calle a calle, culto a culto, sobre todo por abajo, una nueva moral femenina, que nos insta a volver al hogar o atenernos a las consecuencias. Se intenta devolver las disidencias sexuales al cajón de lo patológico, negando su existencia, achacándola a extrañas teorías extranjeras, que «quieren confundirnos».

«¿Cómo es posible, si estamos en el siglo XXI?», exclaman perplejas algunas voces. Pero es que la historia no es una línea de «avance», no hay un futuro mejor que esté allá delante esperándonos. Es todo más incierto y movedizo, hay sedimentos que reemergen a la superficie, campos de fuerza y acontecimientos que lo trastocan todo. Por eso mismo, la situación no está cerrada: los cuidados están en crisis, sí, pero también en disputa, desde múltiples frentes.

Los cuidados han pasado a formar parte del debate público, con toda su carga de ambivalencia. Si la derecha los reivindica para volver a anclarlos a la familia y a la abnegación femenina, en la izquierda flotan demasiadas veces como significante abstracto que lo dice todo y no dice absolutamente nada. Sin embargo, un conjunto de movimientos, desafíos cotidianos y prácticas dispersas ofrecen poderosas tomas de tierra para colocar el debate en otro lugar.

Por un lado, la marea feminista, en su dimensión al mismo tiempo situada y transnacional[5], está plantando cara con particular fuerza a la remoralización y culpabilización de las mujeres, rebelándose contra el dictum patriarcal que nos quiere sumisas o muertas. Las identidades trans* y no binarias, en toda su diversidad, están cobrando una visibilidad impensable hace apenas una década, abriendo la caja de los sexos, en particular en las jóvenes generaciones, que declinan con -e con total desenvoltura, ante las caras desencajadas de sus mayores. Parte del alma comunitaria de las instituciones públicas, esa que quiso proximidad, vínculo y acompañamiento en la educación y la salud, está reactivándose en lo mejor de las luchas contra la desamortización de lo público, descorporativizando estas luchas y abriendo el espacio para la reimaginación de lo que pudo haber sido y aún podría ser. Con dificultad y a menudo a contrapelo de la tristura, en alianza entre el adentro y el afuera, trata de reconstruir vínculos desgarrados por la competitividad generalizada y por décadas de protocolos públicos que nos entregan a la abstracción deshumanizante[6]. En las situaciones de dificultad (desahucios, deportaciones, maltrato...) están naciendo grupos de apoyo y acompañamiento, con fuerte protagonismo femenino, que hacen del cuidado, del hacerse cargo de la vulnerabilidad humana, herramienta central de construcción social y política[7].

Desde el conjunto de estos lugares y desde la rabia de quienes cuidan, entre el ahogo y la potencia, el cuidado se piensa y se pelea mejor.


6. La pandemia del COVID19 ha puesto la vulnerabilidad y la interdependencia humana en el centro. Nos ha demostrado, por si alguien quería olvidarlo, que nuestra vida es frágil y que las decisiones de cada uno afectan a los demás, hasta magnitudes insospechadas. Hubo quien pensó que esto bastaría para poner los cuidados en el centro de la vida social, para darles el reconocimiento y la visibilidad que merecen como la actividad esencial que son para el sostén de la vulnerabilidad. Pero, puesto que los cuidados no existen ajenos a su organizacion social, allí donde no ha imperado un nihilista darwinismo social (el «que mueran los débiles» en sus variantes explícitas o negacionistas), lo que se ha puesto en el centro es una versión securitaria de los cuidados: encerrarse en el hogar, cada uno confinado a su propia suerte, sus propias fuerzas y recursos, controlar que los demás respeten las normas dictadas unilateralmente desde las autoridades correspondientes, culpabilizar a quienes se contagiaron porque muy probablemente «no se cuidaron», anidar crispación y pasiones tristes por «tantos irresponsables». Los cuidados, así declinados, individual y controladoramente, más que tejido han sido bomba contra los vínculos, haciendo de la trama entre unos y otros tendido eléctrico de alta tensión.

Al mismo tiempo, quienes cuidan en un sentido intensivo, es decir, quienes asumen como principales responsables la tarea de sostén de la vida en sus momentos de fragilidad, han sido las más expuestas: al contagio, al estrés, al aislamiento. Las madres y abuelas, eternas variables de ajuste de las configuraciones familiares, han asumido mayoritariamente, en aislamiento y soledad, el cierre de escuelas, residencias y centros de día en los periodos de confinamiento. El teletrabajo se ha presentado como solución para que las madres trabajadoras pudieran compatibilizar la cobertura de las necesidades de la prole con el trabajo remunerado, como si lo que se tele-hace, en su inmaterialidad, “no ocupara lugar” y fuera posible escribir un informe al mismo tiempo que se prepara la comida del día o se da apoyo escolar. En aquellos puestos de trabajo donde la telepresencia no resultaba productiva, la disyuntiva ha sido demoledora: desatención de criaturas y mayores o desempleo. Los servicios esenciales de cuidado, desde el empleo de hogar a la atención a domicilio, desde la limpieza de hospitales hasta la enfermería en residencias de mayores, se han visto tan desprotegidos como explotados. Aplaudidos algunos, los sanitarios, invisibles la mayoría, sin equipos de protección, desbordados, sin espacios para elaborar en colectivo lo que estaba pasando. Para preguntarse: ¿qué, a quiénes y cómo queremos cuidar?

Es verdad que sucedieron también otras cosas. Hubo quienes, frente al llamado de “cada uno a su casa y a lo suyo”, decidieron no soltar. Los grupos de apoyo, las despensas y las múltiples prácticas de solidaridad que proliferaron desde los primeros días del confinamiento fueron expresión de la voluntad de mantener el vínculo, de hacerse cargo del peligro juntas, de tener en cuenta los riesgos del contagio pero no negar los del hambre, la recesión, los desahucios, la soledad[8]. Una versión ecológica de la tarea de cuidar: no «me cuido», «te cuido», sino «nos cuidamos», sabiéndonos sociales y mortales, extraños cohabitantes de lugares en pandemia.


7. «Estamos para nosotras» ‒este fue uno de los lemas de la huelga feminista en Argentina[9]. «Estamos para nosotras» señala una interrupción de la atención feminizada, esa que impone por mandato estar-para-los-demás, aún a costa de una misma, de su propio caudal vital. O más que una interrupción, una desviación, un corte parcial: no estamos para quienes nos matan, nos abusan, nos violentan, nos explotan. No estamos para ab-negarnos, negar nuestro propio estar en el mundo, en aras de un marianismo que nos santifica como madres y esposas (o nos escupe como putas). Y eso no significa que no estemos, que caigamos en el yo-en-armas de la subjetividad masculina patriarcal, que nos entreguemos al proyecto neoliberal de la emprendedora de sí que solo está para sí misma y su propio narcisismo de selfie. No. «Estamos para nosotras» habla de un común para el que sí estamos: el que nos quiere vivas y desendeudadas. Estamos para quienes, como nosotras, están dispuestxs a hacerse cargo de que somos-con-otrxs: con otras personas, mayores y pequeñas, pero también con los animales, los mares, la tierra. Y con el virus, incluso con el virus.

Se activa aquí una imagen de la atención que no es entrega incondicional, sino toma de partido y producción de otros modos de estar juntxs. Los necesitamos para no ahogarnos. Para no caer en la trampa que nos quiere encerradas o solas; encerradas y solas. Para abrir el conjunto de tareas de cuidados, empaquetadas en el hogar y en sus externalizaciones neoliberales, y volver a entrelazarlas con el tejido de tramas y culturas rebeldes, con la defensa del agua y del aire, con el cuidado de la prole y los cultivos, los cantos y las estaciones, la finitud y la risa, el buen vivir y el buen morir. Para hacer del cuidado una práctica rigurosa de cultivo de los vínculos que sí queremos, por los que sí correremos riesgos.

Madrid, agosto de 2020

 

Este texto se escribió como continuación de la conversación con Mari Luz Esteban “Atender el sostenimiento de la vida”: https://vimeo.com/327916759. La conversación se enmarcaba dentro de un ciclo organizado en Tabakalera por Amador Fernández Savater bajo el título “Poner atención. La batalla por entrar en nuestras cabezas”: https://www.tabakalera.eus/es/poner-atencion-la-batalla-por-entrar-en-nuestras-cabezas-amador-fernandez-savater. Bebe también del rico intercambio con Cristina Vega, Minna Lorena Navarro, Verónica Gago, Luci Cavallero y Andrea Aguirre durante la Semana de Economía Feminista de la PUCE (Quito) en noviembre de 2019, presentando el libro Cuidado, comunidad y común (Cristina Vega, Raquel Martínez Buján y Myriam Paredes, eds., Traficantes de sueños, 2018). Y por supuesto de la dura experiencia de confinamiento y pandemia que pude atravesar sostenida y nutrida intelectual y materialmente por amigas y compinches queridas: Alcira Padín, Marta Pérez, Débora Avila, Teresa Ramos, Margarita Padilla, Lotta Tenhunen, Paula Calderón, Anouk Devillé, Ethel Odriozola, Maggie Schmitt, Alida Díaz y Natalia Fontana. Su publicación en papel se hará dentro de un libro compilado por Amador Fernández Savater.

 

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[1] Véase “Cólera y ternura”, en Vínculos: https://otrosvinculos.wordpress.com/2016/10/30/colera-y-ternura/

[2] Almudena Hernando, La fantasía de la individualidad. Sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno, Madrid, Traficantes de sueños, 2018.

[3] Este cruce está maravillosamente expresado en este pasaje de Mariarosa Dalla Costa: “Salgamos de casa: rechacemos el hogar en la medida en que queremos unirnos con las demás mujeres para luchar contra todas las situaciones que presuponen que las mujeres están en casa, para conectarnos con todas las situaciones que presuponen que la gente se queda en guetos, ya sea el gueto del jardín de infancia, del colegio, del hospital, del asilo o de las zonas chabolistas. Abandonar el hogar es ya una forma de lucha, porque así estos servicios sociales ya no se desarrollarán en esas condiciones y, necesariamente, todos los que trabajan pedirán que el capital los organice, que recaiga sobre él tal carga: con tanta mayor violencia cuanto más violento, decidido y masificado sea este rechazo del trabajo doméstico por parte de las mujeres. […] El problema no es tener un comedor. Recordemos además que el capital primero hace la Fiat y luego el comedor. Pedir un comedor para el barrio desvinculado de una práctica global de lucha contra la organización del trabajo [...] corre el riesgo de impulsar un nuevo salto que, a escala de barrio, someta justamente a las mujeres en algún trabajo tentador para tener luego la posibilidad de comer todas en el comedor al mediodía una comida asquerosa. Que quede claro que no es éste el comedor que se quiere, ni tampoco son éstos [...] los jardines de infancia que se quieren. Queremos también comedores, y también jardines de infancia, y también lavadoras y lavaplatos, pero queremos asimismo comer entre cuatro personas cuando tengamos ganas y tener tiempo para estar con los niños y con los ancianos y con los enfermos cuando y donde queramos; y 'tener tiempo' se sabe que quiere decir trabajar menos y tener tiempo para poder estar más con los hombres quiere decir que tambień ellos deben trabajar menos. Y tener tiempo para estar con los niños, con los ancianos y con los enfermos no quiere decir poder correr a hacer una visita rápida a esos garajes de niños que son las guarderías o los asilos de ancianos o las residencias de minusválidos, sino que quiere decir que nosotras, que hemos sido las primeras excluidas, tomemos la iniciativa de esta lucha para que todas estas personas, igualmente excluidas, niños, ancianos, minusválidos, participen de la riqueza social para poder estar con nosotras y con los hombres, entre nosotros, de forma tan autónoma como queremos estar nosotras mismas, porque su exclusión del proceso social directamente productivo, de la vida social, al igual que la nuestra, es producto de la organización capitalista”. Mariarosa Dalla Costa, “Mujeres y subversión social” (1972).

[4] Raquel Gutiérrez Aguilar hace con esta paradójica frase balance del ciclo de movilizaciones populares e indígenas que se desplegó en Bolivia entre 2000 y 2005. Véase la entrevista a Raquel Gutiérrez Aguilar para LaVaca, Buenos Aires: https://www.lavaca.org/notas/entrevista-a-raquel-gutierrez-aguilar/

[5] Véase Verónica Gago y Marta Malo, “#LaInternacionalFeminista” en La Internacional. Luchas en los territorios y contra el neoliberalismo, Madrid, Traficantes de sueños, 2020.

[6] Pienso en la nueva vitalidad de las AMPAs, muchas rebautizadas como AFAs (asociaciones de familias, reconociendo la diversidad de configuraciones familiares, que no solo y siempre incluyen madre y padre), que trabajan mano a mano con el profesorado por la revitalización y la transformación de la escuela pública; también en movimientos como Yo Sí Sanidad Universal, donde profesionales sanitarios y usuarios del sistema de salud trabajan para garantizar el acceso universal a la atención sanitaria o en los grupos que están naciendo de médicos/as y enfermer/as jovencísimos que están tratando de dar un nuevo sentido a la idea de una salud territorial y comunitaria, en diálogo con no sanitarios (Colectivo Silesia, La Cabecera, Comunidades Activas en Salud, etc.).

[7] En las diferentes PAHs y en los grupos de StopDesahucios esta labor de acompañamiento tiene una función central en la construcción de tejido organizativo; también en muchos grupos de migrantes con o sin papeles (Territorio Doméstico, Sindicato de Manteros...) o en grupos de autodefensa feminista.

[8] Las iniciativas son innumerables y todas de proximidad: despensas de alimentos, apoyo y acompañamiento a personas mayores, confección y distribución gratuita de material de protección, tutoriales y guías para prevenir los contagios, asesorías para tramitar ayudas, ERTEs, etc., cajas de resistencia para empleadas de hogar, sin papeles, etc.

[9] Natalia Fontana lo explica maravillosamente en su intervención en el taller de La Laboratoria “Herramientas para un sindicalismo feminista. Trabajo y renta”: https://youtu.be/g58rWGz3QQg