11 2006
Añadir valor a los contenidos: la valorización de la cultura hoy
Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
En Gran Bretaña, como en cualquier lugar, la cultura es el artilugio maravilloso que da más de lo que pide. Como un ungüento fantástico en algún cuento de los Hermanos Grimm, esta sustancia mágica provee y provee, generando y aumentando el valor, tanto para el Estado como para el capital privado. La cultura se postula como un modo de producción de valor: por sus efectos en el relanzamiento de la economía y la creación de riqueza; por su talento para la regeneración urbana mediante el alza en el precio de la vivienda y la introducción de nuevos emprendimientos comerciales basados sobre todo en la economía de servicios; y por sus beneficios como una forma de rearme moral o de adiestramiento emocional, desde un punto de vista que se sostiene en el modelo de la “inclusión social”; de acuerdo con este modelo, la cultura debe hablar con –o hasta con– los grupos desfavorecidos. La cultura es instrumentalizada por sus efectos “generadores de valor”. Para explotar al máximo los beneficios de esta producción generadora de valor es necesario que la cultura sea producida industrialmente. De ahí que la “industria cultural”, sobre la que Adorno escribió críticamente, ha sido promovida con redoblados esfuerzos en forma de “industrias culturales y creativas” desde varios estamentos, desde gobiernos hasta institucionales supragubernamentales, ONGs e iniciativas privadas. El discurso sobre las “industrias creativas y culturales” penetra tanto a niveles nacionales como supranacionales. En este último caso, por ejemplo, la UNESCO (que se describe a sí misma como “un laboratorio de ideas que busca establecer estándares para forjar acuerdos universales sobre cuestiones éticas emergentes”) insiste en que las “industrias culturales” (lo que incluye editoriales, música, tecnología audiovisual, electrónica, videojuegos e Internet) “crean empleo y riqueza”, “fomentan la innovación en los procesos de producción y comercialización” y “son centrales en la promoción y mantenimiento de la diversidad cultural y en la garantía del acceso democrático a la cultura”[1]. La UNESCO lleva aún más lejos la analogía insistiendo en que las industrias culturales “alimentan la creatividad, pues es la materia prima de la que están hechas”. En resumen, “añaden valor a los contenidos y generan valores para los individuos y las sociedades”. Los contenidos no parecen tener valor inherente, o no suficiente valor, hasta que la varita mágica de la industria los toca. Aún más, misteriosamente las industrias creativas producen valores a partir de la nada, a partir de sí mismas. El valor es un regalo de la industria, no una cualidad de los artefactos mismos.
Muchos documentos sobre planes políticos hacen referencia al “valor cultural”. Este valor, tales documentos, se ha convertido en un término degradado que sólo se concibe desde una perspectiva cuantificadora, por ejemplo, en análisis estadísticos sobre el número de visitantes, dirigidos a monitorizar la inclusión social y proporcionar información a los anunciantes o patrocinadores. El valor como tal queda fácilmente subsumido en el valor económico. El valor más valioso de todos es el monetario. El informe del quinto aniversario de la Tate Modern en 2005 es un ejemplo entre miles[2]. En él, el anterior Secretario de Cultura del gobierno, Chris Smith, canta las virtudes de los poderes mágicos de la producción de riqueza, afirmando que “las industrias creativas alcanzan más de cien billones de libras de valor económico anual, emplean a más de un millón de personas y crecen al doble de la tasa de crecimiento del conjunto de la economía”. La comercialidad de la cultura se debe preservar: la cultura es valiosa sólo si contribuye a la “economía”. La cultura es cuantificada: obsérvense los gráficos en la web de la UNESCO sobre importaciones y exportaciones mundiales de productos culturales. Señalar esto es banal. Por supuesto que una industria, en un mundo capitalista, produce mercancías. Esta industria en particular produce arte como mercancía de diversas maneras. La compra de arte se extiende como mercado en capas cada vez más amplias mediante la promoción de ferias para un tipo de arte "al alcance del bolsillo", bien patrocinado y mercantilizado, que generaliza la propiedad de objetos artísticos de pequeño tamaño. La experiencia artística se mercantiliza mediante el patrocinio de exposiciones por parte de las corporaciones y en la cuantificación que los diseñadores de políticas públicas hacen de los beneficios sociales que se derivan de prestar atención a la cultura. Y la institución artística se mercantiliza a sí misma como mercancía. Las galerías de arte son reinventadas como espacios “con ánimo de lucro”, donde se contratan los servicios de expertos en arte con fines de negocios o educativos; y en cualquier oportunidad aparece el merchandise, en tiendas de souvenires o en reproducciones digitales para descargar. La Tate es innovadora en este punto, otorgando la concesión de una "rama" diseñada estratégicamente, la Tate Modern, al minorista de la pintura y los arreglos domésticos B&Q. Otro acuerdo comercial se mantiene con la empresa de telecomunicaciones BT. Obras de arte realizadas por encargo que engalanan furgonetas BT “de edición limitada” apoyan la idea compartida por BT y la Tate de “acercar el arte a todos”, “sacando literalmente el arte a las calles”[3]. El arte se concibe como una cantidad abstracta, como otro producto, como las judías enlatadas, pero el lenguaje de las ediciones limitadas emula la exclusividad inherente al arte. Es el arte como mercancía, otra opción más en el estante del supermercado, que convenientemente se le lleva a Ud. hasta su puerta, o por lo menos pasa por delante de su casa. Se quiere que el arte sea una sustancia especial, un incentivo que mejore la vida, y, al mismo tiempo, se quiere que esté en “las calles”, completa y diariamente accesible, para que sus beneficios puedan ser ampliamente distribuidos, junto con aquellos otros que se dice que derivan de la red telefónica de BT.
La participación empresarial en la cultura –al igual que la alianza público-privada en los sectores de la salud, la educación y el transporte– es parte de la désétatisation, un término francés que se sitúa entre la "privatización" y el sector público en el mundo de la provisión cultural. Entre los aspectos cruciales de la désétatisation se cuentan la "desinversión", la transferencia gratuita de derechos de propiedad, el cambio de la organización estatal a la independiente, la subcontratación de las tareas de limpieza y catering, el uso del trabajo voluntario, la financiación privada, el patronazgo individual y el patrocinio empresarial. Como en otros sectores estatales (por ejemplo la salud y los servicios públicos), el desplazamiento de las políticas culturales separa a las instituciones culturales del Estado y las obliga a atraer el dinero privado. La privatización del mundo del arte (en la que la lógica económica es central) se combina con una devolución del poder que ofrece alguna autonomía y responsabilidad a los administradores locales.
En una paradoja típica del neoliberalismo, el auge de la privatización y la inclusión de la industria privada como patrocinadora del sector artístico se ha visto acompañado de la sujeción de la cultura a la intervención gubernamental y estatal, bajo el nombre de las políticas culturales. El corolario de las “industrias creativas” en el sector privado y especialmente en el estatal es la “política cultural”. La producción cultural es una industria crucial en la actual batalla global por el dinero turístico. Como tal, al igual que cualquier otra industria, está sujeta a la política gubernamental. La política cultural es a la crítica cultural lo que la industria cultural es a la cultura. Es su mercantilización sin contrapartidas. Mucha de la retórica de la política cultural viene a ser, en el mejor de los casos, propaganda vacía o compensación consoladora, y en el peor, cómplice de la remodelación económica del frente cultural, afín a la reestructuración neoliberal de las economías ejercidas por el Fondo Monetario Internacional. Lo remarcable es que la política cultural haya sido impulsada por las mismas fuerzas que antes estuvieron implicadas en la crítica cultural, bajo la forma de teoría y estudios culturales. Si la ideología de la privatización necesitaba promover la industrialización de la cultura y su anexión a la producción de valores, monetarios y de otro tipo, diversos teóricos culturales fueron los ideólogos voluntarios de esta reforma.
Valor añadido: la teoría como diseño de políticas
La política cultural tiene un amplio cometido, de lo banal a lo fatal. Tal ámbito de acción no impidió a Tony Bennett (principal promotor de los estudios culturales en Australia) insistir en 1992 que los estudios culturales debían volverse prácticos, implicarse en el diseño de políticas y convertirse en consejeros de directivos y gobiernos en lugar de quejarse de los efectos de la ideología. La larga trayectoria de los estudios culturales como promotores del populismo cultural se transformó en una retórica sobre la libertad de elección que se presentaba como antielitista. Lo irónico es que algunos teóricos que antes profesaban adhesión a algún tipo de marxismo ahora promueven la cultura como la cara benevolente y benefactora del capitalismo. ¿Cómo pudo suceder? El primer impulso de los estudios culturales provino de observar una carencia en las teorías marxistas de la cultura. El marxismo, de acuerdo con el teórico de los estudios culturales Stuart Hall, “no hablaba ni parecía entender [...] nuestro objeto privilegiado de estudio: la cultura, la ideología, el lenguaje, lo simbólico”[4]. Nótese aquí que la cultura es subsumida en lo intangible, no-material o sencillamente "cognitivo". El trabajo, el papel de la producción, se escurre como una componente teorizable de la práctica. El rencor contra la producción se ve reforzado al desplazar el enfoque hacia los públicos y el consumo. El trabajo de la producción cultural desaparece.
Tras alejarse del marxismo tan sólo “a la distancia de un grito”, como dijo Stuart Hall, los estudios culturales se bifurcaron. Una rama se encaminó hacia la sociología de la cultura, la cual trata de las prácticas de la cultura popular. La otra optó por el estilo, lo superficial, la textualidad y el encanto de la "teoría". El resultado de ambas fue un cambio en la comprensión de la ideología. En el inicio, un enfoque de la ideología y de los aparatos de Estado delineado por la influencia de Althusser concebía al Estado y sus órganos como contextos productores de un pensamiento al servicio de intereses de clase, y al mercado como una fuerza de control, una justificación ideológica de la opresión de clase. Ello se ve reemplazado por la adhesión a la cultura – o a la ideología – como expresión auténtica o post auténtica de la subjetividad. La ideología ya no es un influjo problemático inescapable, sino más bien el lugar mismo del placer, de la resistencia, del poder y del contrapoder. La ideología es cultura, de manera que la cultura es inmaterial, puramente Geist. Esta conceptualización hizo posible la remodelación de los estudios culturales como políticas culturales. Es la presunta inmaterialidad de la cultura, su acento simbólico, lo que impulsa la fijación en el consumidor o consumidora, quien recibe cultura como un añadido a su identidad, como un distintivo del gusto. Numerosos teóricos culturales se reinventaron en la forma de aspirantes a diseñadores de políticas en las "industrias culturales". Haciéndose todavía eco de la teoría cultural que absorbieron, elaboran el lenguaje de las investigaciones y los nichos de mercado, las herramientas capitalistas para colocar productos en industrias competitivasng1034[5]. John Holden, Jefe de Desarrollo en el think-tank Demos y antiguo especialista en inversiones con másters en derecho e historia del arte, nos dice en su ensayo El valor cultural de la Tate Modern[6] que quienes allí acuden no son "espectadores", sino "actores". Adopta aquí una versión de la idea de Walter Benjamin sobre el auditor cultural como productor. Pero el significado de la idea se retuerce hasta convertirla en su parodia contemporánea. Continúa afirmando: "Se puede dar cuenta de esta [apariencia de los visitantes del museo como actores] en términos de marketing: se trata de personas que refuerzan su aspecto cool aliándose con una de las marcas más cool de Gran Bretaña; o se puede pensar de forma más suave: gente que forma su propia identidad y expande su personalidad interactuando con lo que Tessa Jowell, la Secretaria de Estado para la Cultura, ha llamado 'el complejo cultural'".
Adorno contra la industria
El arte no es sólo parte de “los negocios como siempre”. Es el lubricante que hace rodar mejor las ruedas de los negocios y permite ensamblar con suavidad los engranajes de la sociedad. El concepto de “industria cultural” de Adorno –un acoplamiento de lo inacoplable– asumía que la industria era anatema para la cultura. La industria significa negocio, producción sinfín. Para Adorno, el arte es un lugar de utopía, lo que no significa que tenga nada en común con las utopías tecnológicas que imaginaban complejas formas de atravesar y salir del capitalismo. Adorno postula que la utopía es un lugar para la indolencia, lo improductivo, lo inútil. Similarmente, el arte no tiene nada que ver con la incesante producción industrial de artefactos, valores, subproductos, resultados y objetivos: todo ello necesario para solicitar subvenciones y elaborar informes de supervisión. El arte no es ni siquiera un lugar en el que producir alternativas concretas: “Al igual que la teoría, el arte no puede concretizar la utopía, ni aun negativamente”[7]. Adorno afirma:
“Arte no significa apuntar alternativas, sino, mediante nada más que su forma, resistirse al curso del mundo que continúa poniendo a los hombres una pistola en el pecho”[8].
En su forma el arte propone algo distinto que los negocios como siempre. El arte mantiene un espacio para la utopía, su forma marca los contornos de la utopía. Pero no puede representarla; a cambio, dibuja este tiempo futuro negativamente:
“Puede que no sepamos qué es el ser humano o cuál es el perfil correcto de las cosas humanas, pero lo que aquél no es y qué forma de las cosas humanas es incorrecta, eso sí lo sabemos, y sólo en este saber específico y concreto hay algo más, algo positivo, que se nos abre”[9].
Es esta imaginación negativa lo que impulsa al arte. Pero aun así es posible imaginar, sin concretizar, futuros para y en el arte, como Adorno hizo cuando escribió lo siguiente en su Teoría estética:
“Mientras rechaza con firmeza la apariencia de reconciliación, el arte no obstante se aferra rápidamente a la idea de reconciliación en un mundo antagonista. Así, el arte es la verdadera conciencia de una época en la que la utopía... es una posibilidad real como destrucción catastrófica total”[10].
El arte podría, por su situación precaria y anómala en la sociedad mercantil, portar una relación no concreta con la utopía. Señalar un lugar para la ‘idea’ de utopía. Frente a la industria cultural Adorno se adhiere al arte como el único refugio de la utopía, y como nuestra oportunidad para otro tipo de vida. La manera en que Adorno se aferra al arte es correcta en la medida en que sin el pensamiento del arte, al igual que sin el pensamiento de la utopía, no habría alternativa a la industria. Pero sólo llega hasta ahí.
Después de Adorno: la política cultural como estetización de la
política
El arte en sí mismo no puede recobrarse de una situación intrínseca al capitalismo industrial, por la cual ha sido adjuntado a la política, léase lo económico. No puede por sí mismo separarse para regresar a "lo estético". Rechazar este embrollo sólo llevaría a reforzar algunas ideas precríticas, como si Walter Benjamin, T. W. Adorno y Guy Debord nunca hubieran existido. Los movimientos artísticos se han fundido con los negocios de la política de numerosas maneras. La política se ha convertido en parte en un arte de la exhibición. Las afirmaciones con la que Walter Benjamin cierra su ensayo sobre la obra de arte, acerca de la “estetización de la política” y la “politización del arte”, han adquirido nueva validez. Es fácil observar hoy por doquier una estetización de la política. Vivimos en un mundo del espectáculo político mediatizado que refuerza las reacciones pasivas y sumisas. La política es un show en el que se nos compele a mirar y en el que lo que se oferta no son sino simples divisiones de lo esencialmente idéntico. La frase de Benjamin indica que más allá de la estetización de los sistemas, las figuras y los acontecimientos políticos, hay una estetización (o alienación) más fundamental: la estetización de la práctica humana. Esto significa una alienación de las especies vivas, hasta el punto que aceptamos y disfrutamos ver nuestra propia destrucción. Benjamin discute el tema de la politización del arte en el contexto de la aniquilación humana. La guerra se ha convertido en el acontecimiento artístico final, porque satisface las nuevas necesidades del sensorio humano, que han sido remodeladas tecnológicamente. Esto era finalizar la tarea del arte por el arte, o del esteticismo, a la vista de 1936, lo que significa que todo es una experiencia estética, incluso la guerra. La humanidad observa una tecno-exhibición que conmociona y espanta[11], o lo que es lo mismo, su propia tortura. Se revela en ella. La política genuina –la dirección racional de las tecnologías, la incorporación democrática de quienes utilizan dichas tecnologías, las revelaciones acerca de los intereses privados que dirigen el sistema– requiere actuar por nosotros y nosotras mismas: autores como productores, públicos como críticos, tal como Benjamin dijo[12]. De la misma forma, el arte que el comunismo politiza no es el arte tal y como se conoce y hereda (y se reifica para el consumo pasivo), sino más bien, de nuevo, una oportunidad para actuar por nosotros y nosotras mismas. Se trata de una reversión dialéctica, no de una negación. Podría parecer superficialmente como si la politización del arte hubiera sido adoptada de manera amplia en la “comunidad artística”. Las exposiciones prestan con frecuencia atención a cuestiones ‘políticas’ como la pobreza, el género, la etnicidad, la globalización, la guerra. Pero ésta no es la victoria de la idea benjaminiana de la politización del arte. Al contrario, es un síntoma más de la estetización de la política. Porque lo que se produce mediante la politización real del arte no es lo que tenemos por costumbre ver en las galerías: arte políticamente correcto que se conforma con el sistema de galerías y becas, compitiendo en los términos de las industrias creativas y culturales. La politización del arte significa más bien un rechazo consciente de los sistemas de exhibición, producción y consumo, monitorizado e inclusión, así como del elitismo y la exclusión, por un arte que se dispersa en la práctica cotidiana y deviene político, es decir, democráticamente disponible para todos como práctica y como materia de la crítica.
Karl Marx señala que la actividad humana constituye la realidad mediante la praxis, y la verdad se gana mediante procesos de desarrollo de uno mismo. Es bien conocido cómo lo expresó: el individuo acabado del comunismo maduro es cazador a la mañana, pescador a la tarde y pensador crítico a la noche, sin definirse socialmente ni como cazador, ni como pescador, ni como crítico. Es una falta de libertad característica de la sociedad de clases el hecho de que algunas personas carguen con la tarea de ser artista, portando ese rol social, mientras que otras son excluidas de él. Inversamente, podrida por su mercantilización, la practica artística es hoy una deformación del despliegue sensorial del individuo que caracteriza a toda comunidad humana verdadera. La reificación de la actividad humana en los ámbitos separados del trabajo y el juego, la estética y la política, nos daña a todos y a todas, y debe ser superada. Lo estético debe ser rescatado del gueto del arte y colocado en el centro de la vida.
Lo que quiero decir para finalizar es lo siguiente: ninguna crítica de las industrias culturales y creativas tiene sentido a no ser que estemos dispuestos y dispuestas a criticar al capitalismo industrial en su conjunto, allá donde aparezca, por cualquiera de sus efectos. Si bien Adorno pudiera tener razón al afirmar que el arte es un tipo especial de trabajo que revela los puntos críticos de presión del sistema, en la medida en que se ha industrializado se ha convertido efectivamente en lo mismo que cualquier otro trabajo: una tarea de mierda alienante y aburrida. Es ahí por donde debemos empezar: por las condiciones de trabajo allá donde tienen lugar, no sólo por las aflicciones específicas de los y las artistas. Esto significa preguntarnos en primer lugar por qué es necesaria la “inclusión social”, y por qué la sociedad de clases necesita y no necesita, al mismo tiempo, al arte.
[1] Las citas provienen del sitio web de la UNESCO, concretamente de la sección Culture, trade and globalisation. Véase <http://unesco.org/culture/industries/trade>.
[2] Tate Modern: The First Five Years (2005), <http://tate.org.uk/modern/tm_5yearspublication.pdf>.
[3] Este lenguaje sobre “las calles” es utilizado por el Jefe de Patrocinio de BT en el sitio web del BTPLC y se reproduce por doquier con motivos promocionales y similares.
[4] Stuart Hall, "Cultural Studies and its Theoretical Legacies", en Lawrence Grossbert, et al., Cultural Studies, Routledge, Nueva York, 1992, pág. 279.
[5] Véase Jim McGuigan, Rethinking Cultural Policy, Open University Press y McGraw-Hill Education, Maidenhead, 2004, pág. 139.
[6] Véase “The Cultural Value of Tate Modern” en Tate Modern: The First Five Years, op. cit.
[7] Theodor W. Adorno, Aesthetic Theory, Routledge & Kegan Paul, Londres, pág. 48 [versión castellana: Teoría estética, Taurus, Madrid, 1971, reeditada por Orbis, Barcelona, 1983; Obras completas, vol. 7, Akal, Madrid, 2006].
[8] Theodor W. Adorno, "Commitment", en R. Taylor (ed.), Aesthetics and Politics, New Left Review, 1977, pág. 180 [versión castellana: "Compromiso", traducción de Alfredo Brotons Muñoz, Notas sobre literatura. Obras completas, vol. 11, Akal, Madrid, 2003, pág. 397].
[9] Theodor W. Adorno, "Individual and Organisation", Gesammelte Schrifen, vol. VIII, Suhrkamp, Frankfurt, 1986, pág. 456.
[10] Theodor W. Adorno, Aesthetic Theory, op. cit., pág. 48.
[11] En el original: “shock and awe proportions”, aludiendo al vil nombre con que Estados Unidos bautizó su estrategia militar para la guerra de Irak [NdT].
[12] Véase Walter Benjamin, “The Author as Producer”, Selected Writings, Volume 2, Part I, 1927-1930, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 2005 [versión castellana: “El autor como productor”, Tentativas sobre Brecht. Iluminaciones III, Taurus, Madrid, 1990].