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05 2008

Afirmación en la pérdida

La cuestión del discurso del testigo

Stefan Nowotny

Traducción de Raúl Sánchez Cedillo

«La realidad siempre corre  a cargo del demandante»
Jean-François Lyotard[1]

«Prestar testimonio es en sí un proceso que consiste en enfrentarse a una pérdida [...]»
Dori Laub[2]

 
Quisiera que las siguientes consideraciones partieran de la tensión entre las dos frases citadas más arriba. Y esto no sólo porque esas frases despliegan una primera paradoja, que tal vez resulte central y que puede vincularse con el acto de prestar testimonio –a saber, que intentan manifestar una realidad que se levanta sobre una pérdida. Un aspecto que creo que tiene al menos la misma importancia es que estas frases dan una localización histórico-política a la cuestión del testimonio, en todo caso en el contexto europeo (sin duda no se limitan a éste, pero tampoco son susceptibles de generalizarse a cualquier tipo de contexto): en ambos casos se trata, en un sentido eminente, de «frases acerca de Auschwitz»[3]; de frases escritas a partir de la experiencia y la disputa con la condición en la que se encuentra y a la vez probablemente se pierde un habla que presta testimonio de «Auschwitz» –de todo cuanto designa ese nombre–. Que presente una acusación, que se imponga el cometido de poner de relieve una determinada realidad, es una parte de esa condición; otra consiste en que prestar testimonio, que en gran medida puede contribuir a exponer esa realidad, no sólo contempla una realidad saturada, sino que, por su parte, ha de confrontarse ante todo con una pérdida. De esta suerte, las frases citadas documentan una ruptura que nada tiene de arbitraria, sino que acarrea, en lo que atañe a la cuestión de prestar testimonio, consecuencias epistémicas y políticas de gran alcance: no se puede hablar sin más sobre testimonios como de un tema cualquiera, y desde luego en modo alguno puede hacerse en un sentido general; antes bien, se trata primordialmente de conducirse ante los mismos en un sentido específico desde el punto de vista epistémico, político y social y de entrar en una relación de aproximación e intercambio con los mismos a través del acto de construcción de la propia dimensión situada [Situierung].

Precisamente aquellos testimonios que hablan de la Shoah, de la violencia multiforme de la política de exterminio nazi, así como de la vida y la muerte bajo la condición de esa violencia, son por ende también aquellos que sitúan en primera línea mi disputa con la cuestión de prestar testimonio –y desde luego en un contexto post-nazi. Un contexto en el que, no sólo en los países directamente post-nazis, sino mucho más allá de esos países y de Europa, las declaraciones de las y los testigos, así como la cuestión del vínculo incierto que une los discursos de los supervivientes a los muertos, continúan viéndose cubiertas de disertaciones determinadas por intereses completamente distintos: desde las «conmemoraciones» de Estado, que ponen en escena inflexiones pomposas y rituales dentro de las nuevas orquestaciones de la inocencia nacional o de la gestión de residuos del pasado mediante la «memoria cultural», hasta las narrativas de trivialización o de negación. En esta situación, vuelve a tener validez una expresión de Walter Benjamin, escrita con toda probabilidad alrededor de 1940, poco antes de su suicidio cuando escapaba de los nazis: «tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence»[4]; y aún está pendiente la tarea de descubrir en qué medida, aunque supuestamente haya sido derrotado, ese enemigo ha vencido sin embargo en numerosos aspectos.

Sin embargo, el examen de estos hechos no proporciona ninguna rejilla de interpretación general para sacar conclusiones de todos los contextos en los que se han desarrollado prácticas de testimonio así como una reflexión específica sobre esas prácticas. Como ejemplos cabe citar aquí no sólo la copiosa literatura latinoamericana del testimonio[5], el papel de los testimonios en el marco de las «comisiones de la verdad» (como, por ejemplo, en la Argentina de la década de 1980 tras el final del régimen militar[6] o en Sudáfrica tras el final del Apartheid[7]), así como los testimonios de los refugiados y desplazados palestinos del periodo del conflicto judío-árabe de 1947/1948 y de la fundación del Estado de Israel en 1948[8].

Sería absurdo desde luego afirmar que no hay absolutamente ningún vínculo entre esos contextos y el papel que prestar testimonio juega en la disputa sobre la Shoah o para ser más exactos, en ámbitos explícitamente postnazis. Por el contrario, tales vínculos y entrelazamientos son en parte evidentes –aunque no pueden considerarse dados de antemano en cada caso individual–, por ejemplo en el ámbito de las formas y las prácticas del derecho asociadas a los juicios de Nüremberg. Estos entrelazamientos se presentan de manera aún más clara y a la vez más compleja en el ámbito de los relatos de la nakba árabe-palestina[9], que de vez en cuando –y no de manera sistemática, como algunos quieren hacer creer[10]se posicionan en una «competencia» directa y hostil con las narrativas judeo-israelíes de la Shoah, dando lugar a una especie de posicionamiento frontal de los testimonios, del que surgen  extensiones que pueden llegar a la negación de la Shoah. Sin embargo, los relatos de la nakba constituyen a la vez un acto de palabra que por regla general no encuentra prácticamente ningún hueco en la opinión pública y en el sistema de enseñanza israelíes y cuyo lugar discursivo no está por ende exclusivamente demarcado mediante líneas divisorias y posicionamientos frontales que los contendientes se imponen a sí mismos –y esto es así también cuando se trata de hablar acerca de los «ausentes presentes»[11].

El presente texto no proporcionará ninguna respuesta a las preguntas que se pueden plantear desde estos ámbitos –además, las certezas formuladas a toda prisa que constituyen su respuesta no nos sirven prácticamente para nada. Sin embargo, tampoco quiero evitar esas preguntas  (ni otro tipo de preguntas, como por ejemplo la de la función «creadora de identidad» de las comisiones de la verdad en las llamadas sociedades en transición, que con bastante frecuencia proponen la restauración de la «unidad nacional» mediante la disputa acerca de la explicación de sucesos pasados), sino, al menos, traerlas a la memoria. A mi juicio, son éstas un tipo de preguntas cuyos envites políticos señalan lo que puede estar en juego en la cuestión de prestar testimonio. Y a su vez tales preguntas nos conducen a una segunda paradoja que prestar testimonio suscita y que surgirá una y otra vez en las siguientes consideraciones: el discurso del testigo difícilmente articula en algún caso un dictamen «puro» o «auténtico» sobre lo ocurrido, sino que tiene lugar en una constante interferencia con las formaciones discursivas existentes y bajo la condición de una asignación de determinados lugares discursivos.

 
¿Testigos sin tribunal?

El lugar discursivo clásico del discurso del testigo es el tribunal. De ahí que no resulte sorprendente que la frase de Lyotard que citamos al principio del presente texto aluda a una situación que implica la existencia de un tribunal al que se dirige una demanda judicial.

«Demandante es aquel que afirma que algo existe; debe –mediante frases bien construidas y procedimientos para la indagación de la existencia de sus referentes– proporcionar la prueba de ello. La realidad siempre corre a cargo del demandante. El defensor no tiene más que refutar la argumentación y desechar la prueba mediante una contraprueba. [...] La defensa es nihilista, la acusación representa el ente [...] Nuestro modo de pensar no concibe la realidad como algo dado, sino como la ocasión para el emplazamiento de una moción encaminada a que se lleven a cabo los respectivos procedimientos de indagación»[12].

De esta suerte, «que algo existe» no puede hacerse valer mediante una simple denuncia [Anzeige] (conforme más o menos a la relación etimológica que existe en la lengua alemana entre zeigen [mostrar, demostrar, acusar] y bezeugen [atestiguar, dar fe]) ni un simple dictamen (conforme más o menos al uso lingüístico francés, que a veces desplaza el significado de la palabra «témoigner» a algo así como un «informe»). Antes bien, el valor tiene sus propias condiciones de constitución. Éste se constituye en el marco de una forma institucional dada que configura las frases en las que será formulada una demanda, y que –siempre que las frases estén suficientemente bien formadas– permite determinados procedimientos de indagación en referencia a la «realidad». La defensa puede desbaratar en distintos aspectos ese procedimiento, en el que autorización e indagación se entralazan, sin que por ello, salvo bajo las condiciones específicas de una carga de la prueba, tenga que corroborar expresamente esa «realidad» no probada en la que se insiste (sobre su valor, por ejemplo) –le basta de vez en cuando con deslegitimar la forma de la conducción de la acusación.

Resulta evidente que, en ese escenario, en un principio el o la testigo puede estar tan poco identificado/a con el o la demandante como con cualquier otra de las llamadas instancias: será llamado, citado ante el tribunal (para que su declaración sea susceptible de ser citada en la mayor medida posible), el texto producido por el/la mismo/a será por así decirlo intercalado y de tal suerte incluido en el campo de fuerzas delineado. En un principio, el o la testigo no puede en modo alguno ser identificado/a sin más con la conducción de la acusación ante el tribunal, aunque, en otro sentido, posiblemente la realidad de la que habla corre también «a su cargo». No sólo porque la acusación misma, en buena medida a causa de los requerimientos de los procedimientos judiciales, puede desarrollar un interés más o menos acentuado en averiguar la «verdad» o la «credibilidad» de los testimonios. En este mecanismo, al testimonio le corresponde aún otro papel, que quisiera situar aquí en un primer plano y que encontramos formulado ya en sus rasgos principales en un fragmento perdido de Plauto transmitido por Festo. En el mismo aparece un personaje que pronuncia las siguientes palabras: Nunc mihi licet quidvis loqui: nemo hic adest superstes: («Ahora me permiten decir lo que quiera; no hay ningún testigo presente»)[13]

Con independencia de toda deposición testifical concreta, la mera presencia de testigos/as (o bien la mera posibilidad de la contradicción y la contrademanda asociada a esa presencia) aparece aquí como interrupción de un discurso sin trabas, que funda sus frases en una «realidad» cuyo valor probatorio es encomendado a afirmaciones toscas, lo que suspende procedimientos de verdad más complejos. Cabe interrogar por ende a la deposición testifical no sólo acerca de los procedimientos de verdad a los que ella misma puede ser sometida o –en un contexto determinado, debería ser sometida. Ocupa ésta además un lugar estructural a partir del cual se torna posible una impugnación específica de los procedimientos de verdad insatisfactorios con respecto a aquellos discursos en los que interviene –una impugnación que, dicho sea de paso, puede, en el escenario del tribunal, referirse a todas las instancias autorizadas de la producción de verdad.

Lyotard da un giro específico al tema de una «realidad» considerada sin trabas, que destituye la impugnación que se sirve de testimonios, cuando escribe:

«[...] el “crimen perfecto” [no consistiría] en la eliminación de la víctima o del testigo (lo que significaría añadir nuevos crímenes y acrecentar las dificultades para borrar todas las huellas), sino en hacer que los testigos se vean reducidos al silencio, en adormecer al juez y en hacer que las deposiciones testificales sean declaradas insostenibles (absurdas). Neutralicen al emisor, al destinatario y el sentido [sens] de las deposiciones testificales; todo se presenta entonces como si ya no hubiera ningún referente (ningún daño)»[14].

Es posible que la ausencia de testigos suscite la sospecha de que los procedimientos de verdad fundamentados en la misma parezcan inverosímiles, precisamente a causa de esa ausencia, y de tal suerte otros procedimientos de verdad sean objeto de un desafío, como sucede cuando se trata de buscar huellas de un acontecimiento. Así, pues, desde ese punto de vista el exterminio lingüístico de la deposición testifical, el ataque destructor contra sus elementos constitutivos se presenta como una estrategia «más perfecta» que el exterminio físico de las y los testigos. Incluso en los casos en los que no cabe duda alguna de que el exterminio físico constituye uno de los hechos centrales –a saber, en las maquinarias de exterminio nazis–, aparece este motivo del exterminio lingüístico. Se presenta en el momento en el que los asesinos se dirigen a sus víctimas en tanto que posibles testigos. Primo Levi lo sitúa al comienzo de su libro Los hundidos y los salvados, estableciendo una continuidad entre la incredulidad del público ante el relato de las atrocidades descritas por los primeros testimonios de los campos de exterminio, que empezaron a difundirse en 1942, y los motivos conscientes de los autores de las atrocidades:

«Es significativo que ese rechazo había sido previsto con bastante antelación por los propios culpables; muchos supervivientes (entre otros Simon Wiesenthal, en las últimas páginas de su libro Los asesinos entre nosotros [...]), se acuerdan de cuánto disfrutaban los miembros de las SS cuando advertían cínicamente a los prisioneros: “Imagínense por un momento que llegan a Nueva York y la gente les pregunta: '¿Qué pasó en los campos de concentración alemanes? ¿Qué les han hecho allí?' [...] Le dirán la verdad a la gente en América [...] ¿Y saben lo que ocurrirá? [...] Que no les creerán, que pensarán que están delirando, y puede incluso que les internen en un manicomio. ¿Cómo es posible que alguien crea cosas tan espantosas e improbables sin haberlas vivido en carne propia?”»[15].

El discurso, de uso común y que sin embargo no ha merecido excesiva reflexión, acerca de una «insensatez» de la violencia, recibe aquí una precisa aclaración. Se trata de una insensatez producida por la violencia, que separa las posibilidades de hablar de esa violencia –desde la experiencia de esa violencia– de las esferas en las que el sentido puede circular. Resumiendo: la «insensatez» designa aquí un momento activo de la violencia, y no uno de sus atributos, que se contrapondría a su «racionalidad»; por esa precisa razón la violencia más insensata puede ser al mismo tiempo racional de cabo a rabo.

Llegados a este punto me parece ineludible plantear la siguiente cuestión: ¿qué sucede cuándo para determinados/as testigos no hay tribunales en los que puedan ser escuchados (tanto si se trata de tribunales de justicia como de la razón)? ¿Qué sucede cuando hay testigos que no son llamados ni convocados a ningún lugar, de tal suerte que su posible intervención permanece aislada, hasta el punto de que ni siquiera les será reconocida su idiomática más peculiar, porque se trata lisa y llanamente de una forma de «idiotez», de un sinsentido encerrado en sí mismo? ¿Y qué sucede cuando hay testigos que no pueden prestar testimonio porque el acontecimiento del que tal vez podrían dar fe ha provocado traumatismos que impiden, no necesariamente hablar en general, sino precisamente hablar sobre eso –sobre las «certezas sensibles» no discursivizables que configuran los nudos del traumatismo?

 
Prestar testimonio, sobrevivir

Regresemos en primer lugar a la cita de Plauto que he introducido más arriba y que procede del Vocabulaire des institutions indo-européennes de Emile Benveniste. La palabra latina para «testigo» en el texto citado es superstes, lo que resulta digno de mención, porque superstes no es la única palabra que en latín suele traducirse como «testigo». Compite con ella la palabra testis, cuyo horizonte de significado indica de nuevo una cercanía con una situación judicial: «Desde el punto de vista etimológico», escribe Benveniste, «testis es aquel que asiste, como tercero (terstis), a un acontecimiento que atañe a dos personas [où deux personnages sont intéressés[16]. De esta suerte, el testis/terstis se cualifica como testigo gracias precisamente a su presencia desinteresada, y esa misma cualidad le acerca específicamente, tal y como analiza Benveniste en otro lugar de su Vocabulaire[17], al árbitro [(Schieds-)Richter], al arbiter en tanto que tipo particular de iudex. Sin embargo, vale la pena registrar aquí un diferencia notable: ambos, testis y arbiter, asisten en tanto que no implicados a un acontecimiento; sin embargo, «el testis es visto y reconocido durante el acontecimiento, mientras que el arbiter ve y oye sin ser visto»[18]. De esa diferencia entre ser visto y no ser visto se deriva en el uso lingüístico del latín antiguo la cualificación de uno (testis) como aquel testigo que es llamado ante un tribunal, así como la calificación del otro (arbiter) como aquel árbitro [(Schieds-Richter)] que enjuicia y administra justicia; o viceversa, el iudex encargado de la decisión en cuestiones arbitrales puede ser construido como el testigo más apartado.

Ahora bien, ¿cómo se presenta la cosa con el superstes del que habla el fragmento de Plauto? En primer lugar, la palabra puede analizarse como un adjetivo sustantivado, que deriva de superstare: el prefijo super que antecede al verbo stare (estar, existir) ha de entenderse aquí, como explica Benveniste, no tanto como «encima», sino más bien como «más allá». En este sentido, superstare  significa también «”mantenerse, subsistir [subsister] más allá” de un acontecimiento que ha exterminado al resto. Sea un fallecimiento en una familia; los superstites permanecen más allá del acontecimiento; quien ha sobrevivido es un superstes»[19]. Sin embargo, superstare no debe referirse necesariamente, dice Benveniste, a una desgracia o a la muerte; también puede significar «haber atravesado un acontecimiento cualquiera y continuar existiendo más allá de ese acontecimiento, habiendo sido de tal suerte “testigo” del mismo. O también “aquel que se mantiene (stat) por encima (super) de la cosa misma, que asiste a la misma, que está presente”. Se considera que, respecto al acontecimiento, esto consiste en estar en situación de testigo»[20].

No obstante, el superstes nunca ha de ser entendido como un tercero desinteresado. Por el contrario, particularmente en tanto que superviviente está implicado en sumo grado en el acontecimiento del que ha de dar fe, y la capacidad de mantenerse «por encima de la cosa misma» (o bien conservarse más allá de la misma) y conseguir hablar de ello es, en muchos aspectos, completamente precaria. Para ilustrar esto, me gustaría aplicar por un instante la vieja vecindad semántica entre el superviviente y el testigo, que Benveniste describe respecto al término de superstes, al citado fragmento de Plauto –no para plantear una traducción «más adecuada», sino para permitirnos escuchar su horizonte de connotaciones. El fragmento reza así: «Ahora me permiten decir lo que quiera; no hay ningún testigo presente».

Parece que la figura del testigo hace siempre referencia a cuestiones de la presencia. Sin embargo, mientras que en el campo del significado del testis, en su diferencia específica respecto al arbiter, tanto su no implicación en el acontecimiento, por un lado como, por otro lado, la cuestión acerca de si estaba presente a sabiendas de las partes implicadas en el suceso se sitúan en primer plano, el superstes se caracteriza precisamente por su implicación y su presencia no sólo es precaria, sino que se sitúa en una tensión entre dos situaciones: aquella de la que da fe (y de la que puede dar fe porque ha sobrevivido), y aquella otra en la que él habla sobre la primera situación. Justamente a esa doble presencia hace referencia la fórmula «permanecer más allá de la cosa, mantenerse por encima de la cosa». Ahora bien, ¿qué es entonces «la cosa»? ¿Y cómo cabe entender el carácter precario de esa doble presencia?

Consideremos en primer lugar que en la vecindad entre sobrevivir y testimoniar, tal y como queda documentada en la palabra latina superstes, se trata de algo más que de una vieja vecindad semántica. A la misma corresponde la siniestra contigüidad entre exterminio físico y lingüístico, que he abordado más arriba a partir de Lyotard, esto es, la que se produce en particular allí donde existe un interés en el ejercicio del dudoso derecho de «decir lo que uno quiera» sin tener que confrontarse con el habla de otro. Abandonemos, para explicar esa conexión, el contexto antiguo y dirijamos nuestra atención al texto de Carlo Ginzburg, «Just One Witness»[21], que discute entre otras cuestiones –apartándose de la fórmula del derecho romano Unus testis, nullus testis («Un testigo vale lo mismo que ninguno») y en esa medida de una reducción de la cuestión de prestar testimonio al escenario judicial en general– el estatuto de las deposiciones testificales en los procedimientos historiográficos: Ginsburg comienza con la discusión de un testimonio del año 1348, registrado en unas pocas líneas en un ejemplar de la Torá que hoy se conserva en la Biblioteca nacional austríaca de Viena: el testimonio refiere acerca de la eliminación de todas las comunidades judías en la localidad de La Baume, en la Provenza, que tuvo lugar el 16 de mayo de 1348, poco después de que se declarara la peste, de cuya propagación se hará responsable a los judíos; su autor, Dayas Quinoni, sólo pudo sobrevivir gracias a que llevaba unos días fuera de la aldea cuando tuvieron lugar las matanzas. Asimismo, las consideraciones de Ginzburg se dirigen fundamentalmente contra las argumentaciones de los revisionistas postnazis à la Robert Faurisson, entre cuyos alegatos para impugnar la existencia de los campos de exterminio nazis destaca la referencia a la supuesta imposibilidad de que hubiera testigos[22].

El texto de Ginsburg discute específicamente el nexo entre ambos «casos». Sin embargo, es absolutamente notable, puesto que, a propósito del testimonio de Dayas Quinoni, aborda el legado de un testigo que precisamente no estaba físicamente presente en el hecho atestiguado –y que precisamente por eso, en tanto que superviviente, podía prestar testimonio en algún momento. Por el contrario, el juego de manos «revisionista» de Faurisson implica que aquellos y aquellas que aparecen como testigos resultan por esa misma razón inverosímiles, puesto que, de haber tenido lugar la coincidencia entre aquellos y los testimonios, no habrían podido sobrevivir y por ende no habrían podido prestar testimonio. Por lo demás, el cinismo de esta argumentación se pone de manifiesto particularmente en el hecho de que Faurisson, al mismo tiempo que impugna la existencia de las maquinarias asesinas nazis, adopta en dos aspectos su lógica preñada de violencia: en primer lugar, en la medida en que postula una coincidencia plena entre exterminio físico y lingüístico, para sostener así a contrario la tesis de que no tuvo lugar ningún exterminio físico en el sentido referido por los testimonios; y, en segundo lugar, porque Faurisson intenta descalificar en tanto que absurdo el habla de las y los testigos –de aquellos que de hecho sobrevivieron al exterminio–, y de tal suerte se pone a sí mismo en escena como cómplice ejecutivo tardío de aquellos miembros de las SS que anunciaban a los internos del campo que, si alguna vez hubieran de tener la ocasión de relatar sus experiencias, en cualquier caso nadie les creería.

Ahora bien, ¿cómo podemos aproximarnos, habida cuenta de los contextos testimoniales entre los cuales Ginzburg ha establecido un vínculo, a esa doble presencia (presencia en los acontecimientos atestiguados; presencia en el acto de habla acerca de lo acontecido, o sea, en una situación de habla determinada) que, conforme a lo afirmado hasta el momento, constituye una condición esencial del discurso del testigo?

 
La doble socialidad del discurso del testigo

Los testimonios que existen de hecho –y esto se aplica también sin duda a los campos de exterminio nazis (sin tener en cuenta que existen, por  supuesto, abundantes materiales históricos probatorios adicionales)[23], se deben no sólo a la pura e improbable supervivencia de las y los únicos testigos, sino a un acontecimiento de subjetivación específico y una socialidad específica que están unidos a esa supervivencia[24]. Pensemos de nuevo en el testimonio que en 1348 prestara Dayas Quinoni: ¿cómo cabe entender aquí la presencia del testigo? Con toda probabilidad, su presencia física en el momento del hecho atestiguado nunca ha provocado la materialización de un testimonio. ¿Hemos de pensar a su vez que la no presencia física desvaloriza el testimonio de una persona cuyo entorno social inmediato fue barrido de golpe y que precisamente por eso estaba involucrado al máximo en el suceso atestiguado?

Una desvalorización de principio de ese tipo sería una vez más una obra suplementaria de la violencia, una violencia que, tras el exterminio físico de la víctima, intenta además sustraer los restos del vínculo social en los que se apoya el discurso de los testigos (por el contrario, la evaluación concreta del testimonio hace que entren en escena los procedimientos historiográficos de verdad, cuya capacidad de reconstrucción de un suceso está sometida a sus propias condiciones). Sin embargo, la desarticulación de la socialidad de las y los potenciales testigos puede convertirse en una estratagema directa de la violencia. Con independencia de la especificidad del complejo de la violencia nazi, esto se traduce tal vez de la manera más clara en las prácticas asesinas de la «desaparición», que en el siglo XX llevaron a cabo, por ejemplo, el ejército francés en tiempos de la guerra de Argelia –y más tarde, en la década de 1990, harían otro tanto los gobiernos militares postcoloniales argelinos– o los regímenes militares en Guatemala, Chile y Argentina: el concepto de «desaparición» constituye al mismo tiempo no sólo un eufemismo de la tortura y la muerte, sino que describe además el daño sistemático y duradero infligido sobre la vida social de los familiares de los desaparecidos, sobre cuya experiencia de pérdida se superpone permanentemente la incertidumbre y que, debido a la falta de certificados de defunción, tampoco pueden, como en el caso de la pérdida de un cónyuge, volver a contraer matrimonio. Las Madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires oponen a esa violencia, y lo continúan haciendo a día de hoy, el testimonio visible de su socialidad herida y robada: no pueden dar testimonio de lo que ha sucedido exactamente; tanto más elocuente resulta su testimonio de que algo ha pasado, la estructura de violencia de lo sucedido se pone tanto más de manifiesto habida cuenta de que la envoltura de sigilo conspirativo que se extendió sobre los acontecimientos ni siquiera pudo retirarse por completo después del final de la dictadura.

Sobre este telón de fondo, quisiera interpretar esa «presencia» que, desde tiempos inmemoriales se presenta como premisa del discurso del testigo, en tanto que presencia que es obra compuesta socialmente –y desde ese preciso punto de vista como algo que es además precario: se trata no sólo de una presencia «atenta a lo que pasa» [bei der Sache], sino de una presencia que se caracteriza por el hecho de que la posibilidad de una presencia «atenta a lo que pasa» común, compartida, participada, que se conserva más allá del suceso que ha de ser atestiguado, se ha tornado precaria. De donde se desprende la posibilidad de un testimonio que no se debe a la presencia física ni a la inspección visual (es más, que no podría deberse a las mismas), sino justamente a una socialidad de cuya destrucción hace un relato; se desprende también la soledad del discurso del testigo, que con frecuencia sólo puede articularse en las condiciones de una socialidad vencida y triturada –y también, por último, se desprende tal vez una imposibilitación específica del discurso del testigo, que sobreviene cuando la quiebra de la socialidad, en la que podría articularse un discurso, se propaga al discurso íntimo mismo.

El psicoanalista Dori Laub parece dar en el centro de esta cuestión cuando, en referencia a la Shoah, habla del «modo único en el que, en el transcurso de su aparición histórica, el acontecimiento no produjo ningún testigo. Los nazis no sólo intentaron eliminar efectivamente a las y los testigos físicos de su crimen, sino que además la estructura psicológica inconcebible y equívoca del acontecimiento impide que sea atestiguado, precisamente por parte de sus víctimas más señaladas»[25]. El pasaje nombra con notable precisión la compleja fractura que siempre hay que tener en cuenta en lo que atañe a los testimonios, a saber, la fractura entre lo histórico y el recuerdo, o mejor dicho el recuerdo articulado[26]. El caso límite de esa fractura constituye un acontecimiento histórico que no produce ningún testigo y hace que de tal suerte el recuerdo se torne en sí mismo quebradizo e inenarrable.

Que la Shoah fue un acontecimiento de ese tipo lo dice aquí sin embargo en la persona de Dori Laub alguien que no sólo es superviviente y habla en calidad de tal, sino que es cofundador de un archivo audiovisual de testimonios del Holocausto en la Universidad de Yale que lleva años dedicándose a la «producción» [Hervorbringung] de testimonios[27]. De ahí que no cause sorpresa que las reflexiones de Laub sobre el prestar testimonio se ocupen en gran medida de cómo es posible producir testimonios precisamente allí donde el acontecimiento del que se testimonia «en el transcurso de su aparición histórica [...] no produjo testigos». La cuestión remite a aquella segunda dimensión de la doble presencia del o de la testigo de la que hablábamos: la presencia que permite «mantenerse por encima de la cosa» y hablar sobre la misma, esto es, la presencia de la situación de habla. Como la primera dimensión de la presencia del o de la testigo, esto es, la que se refiere al suceso atestiguado, esta segunda dimensión también parece precaria, rota –y al mismo tiempo se presenta completamente en tanto que obra compuesta socialmente.

Laub[28] describe, por ejemplo, un testimonio prestado por una superviviente de Auschwitz cuando tenía casi setenta años, y que casi siempre hablaba con susurros monocordes. Sólo cuando empezó a hablar de la rebelión que protagonizaron los prisioneros de los «Sonderkommandos»[29] de Auschwitz-Birkenau el 7 de octubre de 1944[30], imprimió intensidad a su relato y describió la explosión de las cuatro chimeneas de los hornos crematorios. Unos meses más tarde se celebró una conferencia en la que se discutió el vídeo de la conversación y en la que algunos historiadores/as intervinieron para hacer constar, en relación al citado testimonio, que durante la rebelión sólo uno de los hornos crematorios de Auschwitz-Birkenau había saltado por los aires; el carácter inexacto del testimonio podía llegar a dar en última instancia potenciales argumentos a los «revisionistas». Laub resume así su propia réplica contra esas objeciones: «En realidad [esa mujer] consiguió dar testimonio, no de la cantidad empírica de chimeneas, sino de la resistencia, de la afirmación de la supervivencia, de la ruptura de la estructura de la muerte [...] Ese fue su modo de ser, de sobrevivir, de ofrecer resistencia. Estas invocaciones de la resistencia certifican, hoy como en el pasado, no sólo su discurso sino también los márgenes de silencio que le rodean»[31].

A juzgar por las palabras de Laub, lo precario en el discurso del testigo no es tanto principalmente –conforme a un modelo generalizado de intersubjetividad– la «verdad» de una declaración susceptible de comprobación, sino más bien la posibilidad de la presencia social del acto de declaración (y tal vez en esa cuestión de la posibilidad de una presencia social actual de los discursos de las y los testigos se decide precisamente si y en qué medida las certificaciones [At-testierungen] de esos discursos son separados de una pro-testa [Pro-test] que acaso trata de articularse en los mismos, mejor dicho, si y en qué medida ello puede llegar producir nuevas articulaciones entre certificación y protesta). Ya hemos visto cómo los historiadores/as descritos por Laub, a los que en principio no cabe atribuir ninguna cerrazón de espíritu, están más interesados en la verdad exacta de la declaración que en la compleja fracturación del discurso. Y resulta bastante díficil juzgar hasta qué punto la interpretación que Laub ofrece de ese discurso fracturado en tanto que «invocación de la resistencia» no corre el riesgo de atribuir al mismo una excesiva claridad. Sin embargo, su interpretación no atañe tanto al valor del contenido de una declaración, sino a la efectuación de una subjetivación, que el discurso, en la medida en que puede cobrar presencia y contorno, produce tanto como el susurro, la monotonía y el silencio que el mismo envuelve. Laub aborda así la cuestión de aquellas huellas que acompañan al discurso y que, en tanto que huellas, nunca son claras, pero que entre otras cosas remiten a aquellas inhibiciones a las que he aludido más arriba: las inhibiciones provocadas por un trauma.

Y sin embargo, en lo que surge en referencia a la posibilidad del discurso en tanto que inhibición puede yacer aún una afirmación –en cualquier caso contenida en sí misma– respecto a la subjetivación de los supervivientes. Cito aquí tan sólo la enérgica descripción de Dori Laub, que retrata esas inhibiciones desde la experiencia que le ha proporcionado el marco de las entrevistas y a la vez subraya las tareas de la escucha, que constituye una parte irreducible de la socialidad de los actos de habla y de silencio:

«[El oyente] debe saber que quienes sobreviven a un trauma y dan testimonio del mismo no disponen de ningún saber, de ninguna comprensión y de ningún recuerdo precedentes que hagan referencia a lo que sucedió. Que él o ella temen profundamente ese saber, que retroceden cuando éste asoma y que cuando tienen que enfrentarse al mismo tienden en todo momento a bloquearse. Debe saber que ese saber disuelve todas las barreras y que se abre paso a través de todos los límites del espacio y del tiempo, del sí mismo y de la subjetividad. Que aquellos que hablan de un trauma prefieren el silencio en un determinado plano, al objeto de protegerse del temor asociado a ser escuchados y a escucharse a sí mismos. Que el silencio, aun siendo una derrota, les sirve de refugio y al mismo tiempo constituye un lugar de cautiverio. El silencio es para ellos un exilio que les viene impuesto, pero también un hogar, un lugar de destino y una maldición obligatoria. No volver de ese silencio es tanto la regla como la excepción.

El oyente debe saber todo esto y más. Él o ella debe escuchar y oír el silencio, una quietud que se expresa calladamente tanto en el silencio como en el discurso y lo hace del mismo modo desde un espacio que está detrás del discurso como desde el interior del discurso. Él o ella debe distinguir, reconocer y dirigirse a ese silencio, aun cuando ello no signifique otra cosa que mostrar respeto – y por ello mismo saber cómo hay que esperar»[32].

No quisiera comentar en detalle esa descripción, sino llegar en su lugar a una especie de conclusión: los testimonios, en el sentido en el que he intentado tratarlos aquí, difícilmente resultan adecuados para fundar un acceso directo a lo real, con independencia de sus motivaciones –aunque el discurso del testigo constituya una modalidad de habla que puede fundarse en mayor medida que otras en la experiencia. Y esto no tiene tanto que ver con una «falta» del discurso del testigo, que podría complementarse mediante procedimientos específicos de verdad. Por el contrario, tiene que ver más bien con un «demasiado» del discurso del testigo, una demasía de discurso (en tanto que acto de una declaración), una demasía de silencio, una demasía de experiencia que excede la declaración y su posible contenido. La construcción de una «falta» del discurso del testigo –una «falta de verdad»– contribuye probablemente en cierta medida a que hoy tal vez sólo podamos acoger ese discurso intentando aplanar la superposiciones discursivas que presenta en sí mismo así como en los correspondientes procesos de comprensión y comunicación. Sin embargo, al término de ese movimiento de ablación, puesto que ha de ponerse término al mismo, no aguarda ningún significado saturado de realidad, sino un discurso que presenta múltiples formas de fractura interna, un silencio que presenta múltiples formas de fractura interna –y tal vez y a pesar de todo una afirmación que se desplaza a través de ese discurso y de ese silencio. Por eso he hablado también al comienzo de este texto de que se trata de entrar en una relación social con las y los testigos y con los testimonios: en una relación social que esté aún en condiciones de prestar escucha al silencio.



[1] Jean-François Lyotard, Der Widerstreit, traducción de Joseph Vogl, Munich, Fink, 1987, p. 26 [ed. cast: La diferencia, Barcelona, Gedisa, 1988].

[2] Shoshana Felman, Dori Laub, Testimony. Crises of Witnessing in Literature, Psychoanalysis and History, Nueva York y Londres, Routledge, 1992, p. 91.

[3] Véase Jean-François Lyotard, «Streitgespräche, oder: Sátze bilden nach Auschwitz», Elisabeth Weber / Georg Christoph Tholen, Das Vergessen(e). Anammesen des Undarstellbaren, Viena, Turia + Kant, 1997, pp. 18-50.

[4] Walter Benjamin, «Über den Begriff des Geschichte», Gesammelte Schriften, Tomo 12, Francfort, Suhrkamp, 1991, pp. 691-704, p. 695 para la frase citada [ed. cast.: «Tesis de filosofía de la historia», Angelus Novus, Madrid, Taurus, 1973].

[5] [En castellano en el original (N. del T.)] Véase, por ejemplo, John Beverley, Testimonio. On the Politics of Truth, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2004.

[6] Véase, por ejemplo, Ruth Fuchs, Staatliche Aufarbeitung von Diktatur und Menschenrechtsverbrechen in Argentinien. Die Vergangenheitspolitik der Regierungen Alfonsin (1983-1989) und Menem (1989-1999) im Vergleich, Hamburgo, Institut für Iberoamerika-Kunde, 2003.

[7] Véase, por ejemplo, Claire Moon, Narrating Political Reconciliation: South Africa's Truth and Reconciliation Commission, Lanham, Lexington Books, 2008.

[8] Véase, por ejemplo, Nur Masalha (ed.), Catastrophe Remembered. Palestine, Israel and the Internal Refugees, Essays in Memory of Edward W. Said, Londres y Nueva York, Zed Books, 2005.

[9] El término árabe nakba significa «catástrofe; hace referencia fundamentalmente a los acontecimientos de 1948 y se remonta, en lo que atañe a su significado político específico, al libro Ma'na al-nakba [El significado de la catástrofe], Beirut, 1948, del historiador árabe nacionalista Constantine Zurayk.

[10] Por supuesto, pienso aquí entre otros en algunos ambientes de los denominados «antialemanes» en los países directamente postnazis, que por regla general sólo tienen en cuenta esos relatos cuando piensan que puedan contemplar en ellos la reaparición del espectro fascista o el «yihadismo», tirando así por la borda toda pretensión de análisis social crítico y capaz de establecer matices en favor de actitudes antiislámicas y en cierta medida expresamente neocoloniales. 

[11] En Israel se denominan «ausentes presentes» a los refugiados y desplazados («refugiados internos»). A este respecto, así como sobre los problemas abordados más arriba, cfr. Eitan Bronstein, «The Nakba in Hebrew: Israeli-Jewish Awareness of the Palestinian Catastrophe and Internal Refugees», Nur Masalha (ed.), Catastrophe Remembered, pp. 214-241. Bronstein es director de la organización judeo-israelí Zochrot, que, en colaboración con refugiados internos, intenta convertir en materia de discusión pública tanto la nakba como la cuestión de un posible retorno de los refugiados. 

[12] Jean-François Lyotard, Der Widerstreit, cit., p. 26.

[13] Citado en Emile Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2: Pouvoir, droit, religion, París, Éditions de Minuit, 1969, p. 276 [ed. cast.: Vocabulario de las instituciones europeas, Madrid, Taurus, 1983].

[14] Jean-François Lyotard, Der Widerstreit, cit., p. 25.

[15] Primo Levi, Die Untergegangenen und die Geretteten, Munich, dtv, 2ª edición, 1995, p. 7 [ed. cast.: Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2006].

[16] E. Benveniste, Le vocabulaire des institutions indo-européennes, 2, cit., p. 277.

[17] Ibid., pp. 119-122.

[18] Ibid., p. 120.

[19] Ibid., p. 276.

[20]  Ibid.

[21]  Me remito aquí a la edición francesa de ese texto, Carlo Ginzburg, Un seul témoin, París, Bayard, 2007.

[22] Las estrategias «revisionistas» del profesor de literatura francés de extrema derecha Robert Faurisson llegan a entrar en la cuestión de prestar testimonio. Por más que esta cuestión ocupe un lugar central en Faurisson, en lo que atañe a la deslegitimación de principio de los testimonios de la maquinaria asesina nazi éste intenta sin embargo desplazar la discusión sobre cuestiones «científico-objetivas», como la de la factibilidad técnica de las cámaras de gas preparadas para perpetrar asesinatos masivos. Lyotard condensa así el argumento de Faurisson: «Para poder identificar un espacio como una cámara de gas, no aceptaría como testigo a una víctima de esa cámara de gas; y es que allí –como dice mi oponente– sólo puede haber víctimas mortales, de lo contrario esas cámaras no serían lo que él dice que son; así, pues, no existe ninguna cámara de gas» (Der Widerstreit, cit., p. 18). Cf. en particular para Faurisson, junto con los textos de Lyotard y Ginzburg, también: Pierre Vidal-Naquet, Les assasins de la mémoire. «Un Eichmann de papier» et autres essais sur le révisionnisme, París, La Découverte, 1987.

[23] Cfr. sobre el tratamiento «revisionista» de los testimonios, así como sobre el valor probatorio de los documentos, el análisis recapitulativo de Pierre Vidal-Naquet, Les assasins de la mémoire, ibid., pp. 36-41. Existen también, por lo demás, «testimonios de verdugos», cfr., por ejemplo, los relatos y posicionamientos, que en ambos casos constituyen explícitas y elocuentes tentativas negacionistas, recogidos en el volumen Auschwitz. Zeugnisse und Berichte, H. G. Adler, Hermann Langbein y Ella Lingens-Reiner (eds.), Francfort, Europäische Verlagsanstalt, 2003, cuarta edición, pp. 78-81.

[24] Giorgio Agamben ha ofrecido en su libro Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo (Homo Sacer III), Valencia, Pre-textos, 2000, en particular pp. 119-137, una interpretación, inspirada en la filosofía del lenguaje y en el mesianismo, del nexo entre supervivencia y subjetivación. Cuando, en lo que sigue, insisto ante todo en el aspecto de la socialidad, cabe hacerlo con mayor motivo porque en el libro de Agamben la socialidad del testimonio queda particularmente oscurecida. Aunque en el mismo cabe encontrar frases como la siguiente: «El hombre puede sobrevivir a los hombres, es lo que queda como resto tras la destrucción de los hombres [...]» (ibid., p. 141, en el análisis de Agamben «el hombre» aparece no sólo nominalmente, sino que en gran parte del mismo lo hace en singular; el umbral de la muerte se presenta, en correspondencia, en términos completamente heideggerianos, ante todo como umbral de la propia muerte y no como umbral de la muerte de otros. Hablar de «hombres» tiene que vérselas sin embargo con una pluralidad y una socialidad irreducibles, y otro tanto cabe decir de quienes hablan de la «supervivencia de los hombres a través de los hombres»: en este sentido, son supervivientes no sólo aquellos que han sobrevivido a la «catástrofe del sujeto» (ibid., p. 166) –en el sentido de lo que en algún momento fue un acontecimiento de subjetivación singular–, sino también aquellos que han asistido a la catástrofe de otros y que tras su muerte efectiva han «permanecido como un resto».

[25] Shoshana Felman, Dori Laub, Testimony, cit., p. 80.

[26] Pierre Vidal-Naquet, Les assasins de la mémoire, cit., p. 8: «Entre el recuerdo y la historia puede haber una tensión e incluso una contradicción».

[27] Cito aquí la caracterización que el propio Dori Laub ofrece de las distintas perspectivas concretas desde las cuales habla: «[como] cofundador del Archivo audiovisual Fortunoff para los testimonios del Holocausto de Yale; como entrevistador de supervivientes que prestan testimonio; como psicoanalista que trata a supervivientes del Holocausto y a sus hijos, y como alguien que de niño pudo sobrevivir», Shoshana Felman, Dori Laub, Testimony, cit., p. 75, n.

[28] Cfr. para cuanto sigue, en particular: ibid., p. 59 y ss.

[30] Sobre esto, cfr. también Israel Gutman, «Der Aufstand des Sonderkommandos», Auschwitz. Zeugnisse und Berichte, pp. 213-219.

[31] Ibid., p. 62.

[32] Ibid., p. 58.