05 2007
“... Sin autohipnotizarse en este proceso de cuestionamiento”. Conceptualizar la autonomía, instituir en un lugar
Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
Refiriéndose a Cornelius Castoriadis, Helmut Draxler escribe en su examen de la tradición artística de la crítica institucional: “la crítica de las instituciones sociales siempre tiene, en sí misma, un efecto instituyente”[1]. Draxler infiere de esto que la institución y lo instituyente existen como opuestos aunque se mantienen relacionados entre sí “como un espacio social que está constantemente en formación, que nunca está sencillamente ahí, sino que siempre se realiza entre la crítica y el instalarse en un lugar”[2]. Respecto a la acción política emancipadora, sin embargo, siguen sin aclararse del todo las consecuencias que se derivan de una de las proposiciones básicas del constructivismo, esto es, la que se deriva de la idea de que el espacio social está en constante formación. Para Castoriadis, habría que hacer algo más que limitarse a declarar los efectos instituyentes de la crítica. Tras describir dicho proceso, Castoriadis afirmó también que tanto los cambios políticos como el cambio social ocurrían cuando “la sociedad instituyente irrumpe en la sociedad instituida, en cada ocasión la sociedad en tanto sociedad instituida se autodestruye en tanto sociedad instituyente, lo que quiere decir que en cada ocasión otra sociedad instituida se autocrea”[3]. Pero no nos queda duda de que, para él, “otra” significa en efecto otra sociedad capitalista, ya que, al fin y al cabo, es a tal fin al que se avoca la política. Creada originalmente y aplicada en la polis griega, la política es, citando a Castoriadis, “la actividad colectiva (reflexiva y deliberativa) que se lleva a cabo [...] y cuyo objeto es la institución de la sociedad en cuanto tal”[4]. Para él, la política surge cuando y donde “la institución establecida de la sociedad se pone en cuestión en cuanto tal en sus varios aspectos y dimensiones”[5]. De acuerdo con Jürgen Habermas, Castoriadis desarrolla entonces “el caso tipo de lo político a partir del caso límite del acto de fundación de una institución; y lo interpreta además desde la perspectiva de la experiencia estética, como el momento extático que salta del continuo temporal cuando algo absolutamente nuevo se funda”[6]. Habermas critica la manera en que Castoriadis comprende la institución de cualquier mundo como una creación ex nihilo[7]. Pero Castoriadis enfatiza que toda actividad instituyente mantiene como referencia lo instituido. Toda actividad instituyente, aunque sea la revolución más radical, tendría lugar siempre en el marco de una historia “ya dada”[8].
Con la creación de la política, el bosquejo preliminar de una autonomía tanto individual como colectiva aparece también por primera vez en el curso de la historia: auto-nomos, darse una ley a sí mismo. Diferenciando su posición del concepto kantiano de “autonomía”, Castoriadis enfatiza que la autonomía “no consiste en actuar de acuerdo con una ley que es descubierta por una razón inmutable y que está ya dada para siempre. Es el cuestionamiento ilimitado de la ley y sus fundamentos por parte de uno mismo, y la capacidad, a la luz de esta interrogación, de hacer y de instituir (y por tanto también de decir)”[9]. Para Habermas, empero, dados los supuestos ontológicos básicos de Castoriadis, éste “no es capaz de localizar la lucha política por una forma de vida autónoma, que es propiamente la praxis emancipadora y proyectivo-creativa que en última instancia incumbe a Castoriadis”[10].
Tomando literalmente esta supuesta falta de localización, discutiré a continuación un breve repertorio de varias versiones de “autonomía” acontecidas en los últimos veinte años. No puedo garantizar, empero, que mi análisis se incline a proceder en un sentido habermasiano. Al contrario, el decurso de los acontecimientos históricos en el periodo que trataré podría proporcionarnos alguna información sobre cuándo, dónde y en qué circunstancias una “política de la autonomía”, tal y como propone Castoriadis, podría cumplirse con éxito en un sentido emancipador. A lo largo de este recorrido, a través de la puesta en acción de algunas autonomías, asimismo, quizá podamos deducir algunos de los criterios con los cuales valorar el éxito de tales políticas, teniendo en cuenta que las formas colectivas de autonomía deben situarse, siempre, en relación al Estado nación[11].
Barcelona, septiembre de 2000 (la
autonomía como nación)
Se dice que hay 6’8 millones de catalanes que se sienten parte de una “nación” independiente. Poco menos de tres cuartas partes de quienes votaron en referéndum sancionaron en junio de 2006 el nuevo Estatuto de autonomía. Habiendo pasado el control previo del Parlamento español en Madrid, esta ley garantiza a la región más rica del Estado español aún más independencia política y financiera frente al gobierno central que cuando se estableció el Estado de las Autonomías con la Constitución Española de 1979, tras la muerte de Franco. Un logro que todavía se discute pero que no deja de ser celebrado. El 11 de septiembre no es sólo el aniversario del golpe militar chileno en 1973 y del ataque al Pentágono y al World Trade Center en 2001, sino también la Diada Nacional de Catalunya. Ese día, en 1714, tras un sitio que duró catorce meses, las tropas de Felipe V invadieron Barcelona; la captura de la ciudad constituye uno de los elementos de la construcción y el mantenimiento de la identidad catalana. Fuera de Cataluña, se sueldan desde entonces las piezas de un Estado español cada vez más represivo, bajo cuya bandera mantuvo unidos a los oprimidos. Pero ¿de qué manera se ejerce esa opresión? Cataluña y el País Vasco son las regiones más ricas del Estado español. El deseo de autonomía[12] se conforma, sin embargo, con independencia de sus estructuras económicas. Por lo general, la succión económica que se aplica a una región viene acompañada de la exclusión simbólica y la opresión política de sus habitantes. También por regla general cualquiera de estos mecanismos de exclusión y opresión es suficiente para despertar, provocar o desencadenar la demanda de autonomía. La prohibición que la dictadura franquista (1939-1975) impuso sobre el uso de la lengua catalana constituyó uno de los principales indicativos de exclusión cultural. La lucha contra esa exclusión era también una lucha contra la autodeterminación colectiva por la autonomía. En el modelo catalán y vasco de “autonomía como nación (diferente de la otra nación)” la idea de una comunidad reunida en torno a una lengua es inconcebible sin la idea de una “cultura separada”. Se entiende que la lengua es componente y expresión concreta de esta separación. Es por tanto esencial proteger, fomentar y preservar esta peculiaridad cultural. (En las reuniones preparatorias de las protestas antiglobalización en Praga, dos semanas antes de la Diada catalana de 2000, a pesar de la numerosa presencia de extranjeros de habla castellana, quienes provenían de Cataluña hablaban en catalán.) Sin embargo, esta concepción de la cultura no está más al resguardo del racismo que el concepto de Estado nación basado en una cultura nacional homogénea. La autonomía, cuando se entiende como independencia nacional, presupone una idea de “cultura” como suma de valores, mecanismos y normas propias de un grupo que se percibe a sí mismo como relativamente homogéneo. Cualquier anomalía, en ambos casos, debe ser excluida; frente a la diferencia se deben cerrar filas.
En la víspera de la fiesta nacional, la banda punk hardcore KOP apareció en un concierto en Barcelona entre gritos inequívocos de “¡Gora ETA!”. El público que ocupaba la sala cantaba como una sola voz. Para Castoriadis, “la posibilidad de establecerse, de manifestarse al máximo en el imaginario instituido, es parte integral del éxito de una ‘política de autonomía’”. Pocos días antes, un grupo de separatistas vascos había asesinado a tiros a otro político socialdemócrata en la propia puerta de su casa. En tanto que medio para aumentar la presión de la lucha por la autonomía, no puede decirse tal acción fuese una acción emancipadora; los punks catalanes, empero, la aplaudieron. Durante la jornada siguiente, algún distrito de Barcelona apareció cubierto con signos de orgullo nacional que expresaban el deseo de independencia de un pueblo para el cual el Estatuto de Autonomía catalán, aun habiendo sido ampliado en el marco de la Constitución Española, resultaba todavía insuficiente. Los símbolos nacionalistas y de extrema izquierda son con frecuencia, en estos casos, los mismos. No hay más que fijarse en los producidos por Endavant (Organització Socialista d’Alliberament Nacional), la cual había organizado el concierto de la noche anterior. Los carteles que distribuyeron en el barrio de Gràcia reproducían un motivo proveniente de la Guerra Civil española: un trabajador cortando madera frente a la bandera de la F.A.I., la federación anarquista. Pero la bandera, en esta nueva versión, no es roja y negra como en el original; en su lugar mostraba las cuatro franjas rojas sobre un fondo amarillo de la senyera. Lo que la bandera catalana oculta aquí es que la lucha histórica por la revolución y contra el fascismo durante la Guerra Civil española (1936-1939) no se restringió de ninguna manera a Cataluña; en esta versión, por lo tanto, parece que Cataluña toma el lugar de la anarquía. La mercadotecnia utilizada por Endavant incluye también pegatinas con las efigies del Subcomandante Marcos y de Fidel Castro sobre el fondo de los colores nacionales catalanes. El activista que vendía estos productos rechazó la crítica que se le hacía en torno al hecho contradictorio de situar en un mismo nivel esas imágenes y de hacerlo de una manera simplista o incluso históricamente falaz. El día después del concierto, en una manifestación en la que participaron unas 15 mil personas, muchas banderas catalanas y vascas ondeaban entre banderas de feministas y de grupos de extrema izquierda. La subcultura y el establishment, punks ascéticos y políticos corruptos confluyen en el mismo lado de la barricada simbólica convocados por una concepción compartida de autonomía, de manera que casi no puede decirse que sean enemigos irreconciliables en términos de extracción de clase o estilos de vida. El nacionalismo reúne a la gente. Pero una “política de autonomía” instituyente, según Castoriadis, sólo alcanza el éxito cuando, de manera paralela a una manifestación como la mencionada, considera que “es igualmente importante introducir el mayor grado de autorreflexión posible en la actividad explícitamente instituyente, así como en el ejercicio explícito del poder”[13]. Claramente, el modelo de “autonomía como nación diferente de la otra nación” está por ello condenado al fracaso.
Chiapas/México, otoño de 2004
(autonomía en la nación)
La fiesta nacional mexicana también cae en septiembre. Es la fecha en la que México se independizó de España tras el “grito” del sacerdote liberal Hidalgo el 16 de septiembre de 1810, llamando a la lucha armada contra el poder colonial. El movimiento zapatista (EZLN), el cual declaró su guerra al Estado mexicano en 1994, también celebra ese acontecimiento. Todos los alcaldes, sea cual sea su adscripción política, repiten ese día el llamamiento desde el balcón de sus sedes oficiales la víspera de la fiesta nacional, mezclándolo con el unificador grito patriótico de “¡Viva México!”. En el acontecimiento original se las arreglaron sin esta última parte, puesto que por aquellos días lo que la gente gritaba era “¡Que vivan las Américas!” y “¡Abajo el mal gobierno!”. En el caracol Oventic, una de las cinco nuevas sedes zapatistas que existen desde 2003, los zapatistas también llaman a recordar la opresión sufrida por los y las indígenas y la necesidad de una rebelión armada, buscando ser abrazados por la nación mexicana. Las Juntas de Buen Gobierno, surgidas a su vez en 2003, además de constituirse en oposición al equipo de gobierno del presidente Vicente Fox (2000-2006), perteneciente al conservador Partido de Acción Nacional (PAN), también recuperan el grito de Hidalgo por la independencia mexicana. De la misma manera que lo ha hecho el Subcomandante Marcos, los intelectuales prozapatistas han tenido que esforzarse durante años para probar que la autonomía exigida por los zapatistas, ya impuesta en algunos lugares, no daña la integridad del Estado nacional. Empero, la práctica zapatista funciona con frecuencia sin la necesidad de partir de una identidad colectiva absolutamente coherente. Mientras que la exigencia de autonomía dirigida a lograr la independencia nacional necesita con urgencia una identidad colectiva en su base, una concepción menos secesionista (la “autonomía en la nación”) no depende tanto de ese tipo de identidad. También en la “autonomía en la nación” se convoca a la Historia como un conglomerado de exclusiones simbólicas y culturales y de explotación económica. También es cierto que hay un sujeto de la lucha, en su mayor parte indígena; pero la población indígena habla varias lenguas (tzotzil, tzeltal y muchas más) y permite, al menos potencialmente, la incorporación de otras. Los zapatistas luchan por “un mundo en el que quepan muchos mundos”; en el que tal vez haya lugar para el pequeño mundo turístico-revolucionario de los independentistas catalanes o de los okupas berlineses.
Desde que comenzó el alzamiento se han establecido 38 distritos autónomos en incontables comunidades zapatistas, las cuales comprenden su autonomía, de una manera pragmática, como étnicamente indígena. Los derechos colectivos sobre la tierra que sobre esta base se exigen, no se confrontan solamente con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, en inglés); también la patronal mexicana y los terratenientes locales ven esa exigencia como una amenaza. La institución de las Juntas de Buen Gobierno fue consecuencia, entre otras cosas, de la falta de voluntad negociadora del gobierno central. Consistía en la afirmación del control de la guerrilla sobre sus propias comunidades. La educación, la salud, los negocios y la agricultura se organizan ahora de manera autónoma e independiente respecto al gobierno central. Fuertemente influenciados por los reclamos universalistas de justicia, democracia, libertad y dignidad, los zapatistas no sólo han sometido sus estructuras a procesos de democratización continua sino que, por medio de la celebración de encuentros internacionales y consultas nacionales que van más allá de las áreas que están bajo su control, han logrado desencadenar efectos, retar a las instituciones y someter a la crítica sus prácticas, comprometiéndose con procesos de reflexión. De acuerdo con Castoriadis, “el momento en que nace la democracia, al igual que la política, no es el reino de la ley o del derecho, ni el de los ‘derechos del Hombre’ y ni siquiera el de la igualdad de los ciudadanos, sino el momento en que emerge el cuestionamiento de la ley en y mediante la propia actividad de la comunidad”[14]. Una de las bases de la concepción zapatista de la política es su lema “preguntando caminamos”.
Más allá de los círculos especializados, el discurso zapatista resulta productivo de diferentes maneras. No es por azar que, entre los muchos entusiasmos internacionales que confluyen en Chiapas, también vascos y catalanes se hayan venido a reunir aquí durante más de diez años. Los intentos de declarar compatible la autonomía zapatista con las leyes mexicanas que intelectuales como el antiguo diputado socialdemócrata del Partido de la Revolución Democrática (PRD) Gilberto López y Rivas han llevado a cabo, no es sino una de las posibilidades. Se corre siempre el riesgo de que se clausure, efectivamente, un espacio étnico al promover que la “población indígena” se establezca en “su cultura”. Otra posibilidad sería formular la autonomía como una empresa transnacional, relativamente independiente de los actuales sistemas políticos, sociales y legales nacionales, entendida en relación con la actualidad de los movimientos sociales de todo el mundo más que con la bandera nacional mexicana[15]. En efecto, las muchas formas de activismo en las que los movimientos de todo el mundo se han comprometido siguiendo el modelo del zapatismo, como es el caso del llamado “zapatismo urbano”, sugieren que esta opción es más que una simple fantasía.
Berlín, Semana Santa de 1995
(autonomía desde la nación)
Por razones históricas, los círculos de la izquierda radical alemana han discutido desde sus orígenes cómo construir una relación positiva entre la nación alemana y el área centroeuropea de habla alemana. Este tipo de discusiones se han desarrollado de una manera no dogmática en particular desde los acontecimientos de 1968 (en los que se produjo en Alemania una ruptura con la generación de los padres, más que una rebelión unitaria transgeneracional como sucedió por ejemplo en México), los cuales tenían como base una “subjetividad en rebelión” marcusiana contra la inmovilidad unidimensional[16]. Para los movimientos autónomos surgidos a comienzos de los años ochenta era obvio que la independencia no era posible a partir de las condiciones dominantes. En la conferencia sobre la autonomía (Autonomiekongress) que tuvo lugar en Berlín en 1995, jóvenes y viejos autonomistas se reunieron bajo el eslogan “La autonomía es la dependencia autodeterminada”, en un “encuentro entre generaciones” que buscaba abrir una nueva etapa cuando, en realidad, acabó por constituir más bien un balance final. Los aproximadamente 2.500 sujetos en lucha en la Universidad Técnica de Berlín y el barrio en el que se sitúa habían adoptado para entonces tanto la estética tecno como el punk, integrando el posmodernismo y el anarquismo con los enfoques teóricos neomarxistas. En los años anteriores, el movimiento (que las fuerzas de seguridad del Estado estimaban compuesto por entre cinco y diez mil personas) había okupado casas, espacios públicos y otros espacios sociales, implicándose en debates sobre temas como las políticas del uso de energías nucleares o la inmigración. Este modelo histórico se podría describir como una “autonomía desde la nación”, en la medida en que era un movimiento que se había establecido al hacer referencias, claramente negativas, a la historia de la nación alemana.
Cinco años antes de la conferencia, la manifestación contra la reunificación llamada Nie wieder Deutschland! (¡Nunca más Alemania!) había atraído a 20 mil participantes en Francfort, con una considerable participación de autonomistas. La “escena” autónoma (mucho más comprometida en aquel momento con las luchas vascas o kurdas de liberación) había establecido una relación inequívoca de confrontación con su propia nación. Aún así, el concepto de autonomía que tenían los autonomistas es vulnerable a ser apropiado por un discurso político nacionalista o de algún otro tipo no previsto. La autonomía de los autonomistas estaba mucho más determinada por una subcultura que las dos concepciones que previamente hemos esbozado. La producción de símbolos también estaba muy extendida en este caso, aunque la unidad que transmitían las rastas, la vida en comunidad y la asistencia a conciertos es difícilmente equiparable a la que crean las banderas nacionales. En esta forma de autonomía, la cultura es menos un canon específico que una mezcla de rituales, símbolos y prácticas que provienen y se desarrollan a partir de otros movimientos, corrientes y escuelas, con una orientación transnacional antes que limitada al marco de “una” nación. No obstante, había y todavía hay muchas cosas por criticar en la autonomía de los autónomos, de la misma manera que las hay en la autonomía del independentismo o en la versión zapatista: desde sus tácticas de confrontación con otros hasta la opacidad de sus propias estructuras, y la dificultad (por no decir falta de democracia) a la hora de admitir en su club a quienes no piensan igual. Más aún, la autonomía de los autonomistas post 68 es también sospechosa de haber renovado el espíritu del capitalismo más que destruirlo, tal como lo han planteado Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes caracterizan la demanda de autonomía como parte de la “crítica artista” dirigida contra la estandarización y la pérdida de individualidad de la era fordista. En lugar de reconocer los efectos anticapitalistas de tal crítica, Boltanski y Chiapello detectan “una semejanza de forma entre los nuevos movimientos de protesta y las estructuras el capitalismo”, basada en indicadores como los modos de organización reticular, la movilidad y la flexibilidad. En contraste con la “crítica social”, que apunta a la seguridad y a la estabilidad, la “crítica artista”, de acuerdo con ellos, ha fracasado en su lucha contra el capitalismo ya que no toma en cuenta hasta qué punto “la libertad es parte del régimen del capital, y cuán ligado está este sistema capitalista al deseo, en el cual basa la mayor parte de sus dinámicas”[17]. Mientras que el modelo de “autonomía como nación” se nos muestra problemático dado que no desafía la(s) institución(es) de la nación, el concepto de “autonomía desde la nación”, si estamos de acuerdo con Boltanski y Chiapello, parece más bien ensimismado en luchar contra el “hacer e instituir” (Castoriadis), negándose a pensar el problema de una institucionalización “alternativa”.
El anterior celo por no mezclar el Estado con la nación se ha convertido en fanatismo. Las antiguas y seguras (aunque monótonas) condiciones de trabajo se han convertido en precariedad; la vieja rutina gris cotidiana de la fábrica se ha convertido en la colorida “fábrica social” (Antonio Negri) en donde se optimizan las condiciones de valorización. Pero aunque la crítica de las instituciones no se salve de ejercer un efecto instituyente en el mal sentido de la expresión (y, a este respecto, hay ciertamente algunas coincidencias entre los movimientos de protesta mencionados por Boltanski y Chiapello y los artistas de la crítica institucional de quienes habla Helmut Draxler), no tenemos otra alternativa. En efecto, “la negación y el encubrimiento de la dimensión instituyente de la sociedad”[18] ha sido uno de los pilares centrales del statu quo hasta donde la memoria alcanza[19]. Desplaza tanto las bases como los orígenes de las instituciones a un “antes” o a un “afuera”, como demuestra paradigmáticamente la ideología naturalizadora del capitalismo neoliberal con sus “límites materiales”, sus “necesidades de localización” y sus “oportunidades de inversión”.
Las prácticas instituyentes, en el sentido de “anteproyecto de autonomía”, tendrían por tanto que atacar este proceso mediante el cual, de acuerdo con Castoriadis, se hace irreconocible la dimensión instituyente de la sociedad, pero sin quedar fijadas en una posición crítica tal. Las formas de autonomía son en sí relacionales y ambivalentes; están siempre en peligro de acabar operando como si fueran nacionales, plegándose sobre sí mismas, o adaptándose a imperativos neoliberales como el de la “responsabilidad personal”. Lo que necesitamos por tanto son prácticas mucho más autorreflexivas, pero sin ser víctimas, en el proceso, de una autohipnosis colectiva.
[1] Helmut Draxler: “Loos lassen: Institutionskritik und Design”, en Alexander Alberro y Sabeth Buchmann (eds.), Art After Conceptual Art, Verlag der Buchhandlung Walther König y Generali Foundation, Colonia y Viena, 2006, pág. 178.
[2] Ibídem, pág. 179.
[3] Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, MIT Press, Cambridge, 1998 (http://www.korotonomedya2.googlepages.com/CorneliusCastoriadisTheImaginaryIns.doc) [versión castellana: La institución imaginaria de la sociedad, Tusquets, Barcelona, 1983 y 1989; nuestra traducción (NdT)].
[4] Cornelius Castoriadis, “Power, Politics, Autonomy”, en Axel Honneth, Thomas McCarthy, Claus Offe, Albrecht Wellmer (eds.), Zwischenbetrachtungen, Suhrkamp, Francfort, 1989, págs. 468 y ss. [nuestra traducción (NdT)].
[5] Ibídem, pág. 469.
[6] Jürgen Habermas, The Philosophical Discourse of Modernity, Polity Press, Londres, 1990, pág. 329 [nuestra traducción (NdT)].
[7] Ibídem, pág. 332.
[8] Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, op. cit., pág. 478.
[9] Ibídem, págs. 472 y ss.
[10] Jürgen Habermas, The Philosophical Discourse of Modernity, op. cit., págs. 332 y ss.
[11] El examen de uno de los proyectos autónomos más importantes de la historia reciente, el operaísmo italiano, excede con creces la ambición de este texto y está fuera además del arco histórico que nos hemos marcado. Véase sobre este tema [en alemán] Martin Birkner y Robert Foltin, (Post-)Operaismus. Von der Arbeiterautonomie zue Multitude. Geschichte und Gegenwart, Theorie und Praxis. Eine Einführung, Schmetterling Verlag, Stuttgart, 2006 [y varias referencias en castellano, entre las cuales: La horda de oro. La gran ola creativa y existencial, política y revolucionaria (1968-1977), Traficantes de Sueños, Madrid, 2007; accesible en <http://www.traficantes.net>].
[12] Aunque parece obvio, quizá no está de más subrayar la necesidad de tener en cuenta el solapamiento de significados del término “autonomía” que se produce en este pasaje de la versión castellana del texto, y que nos obliga a diferenciar conceptualmente entre la “autonomía” legal de la que goza Cataluña en el seno del Estado español y el sentido de la “autonomía” buscada por el independentismo catalán que el autor valora aquí en relación con la concepción de Castoriadis. De ahí que el autor especula con la manera en que el independentismo busca la “autonomía” superando el marco legal “autonómico” (NdT).
[13] Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, op. cit., pág. 480.
[14] Ibídem, pág. 472.
[15] Sobre las varias concepciones de la autonomía modeladas en las discusiones sobre el zapatismo, véase [en alemán] Jens Kastner, “Wille zue Freiheit. Autonomie in der entwecklungspolitischen Diskussion”, en iz3w, nº 294, Freiburgo, julio-agosto de 2006, págs. 16-19 [y en castellano, del mismo autor, “¡Para todos todo! Diferencia cultural, igualdad social y política zapatista”, en transversal: universalismo, junio de 2007 (http://translate.eipcp.net/transversal/0607/kastner/es)].
[16] La continuidad del nacionalismo alemán que evocan algunos veteranos del 68 como el anterior dirigente del Sozialistische Deutsche Studentenbund (SDS) (Alianza de Estudiantes Socialistas Alemanes) Bernd Rabehl, actualmente ultraconservador, o Horst Mahler, el antiguo abogado de la Fracción del Ejército Rojo, que hoy representa posiciones fascistas, no concierne a la mayor parte de los movimientos del 68, que eran de carácter transnacional, ni a su contenido ideológico. Los argumentos de Rabehl y Mahler se dirigen contra los sectores que llaman “antialemanes” para desacreditarlos y, con ello, al conjunto del movimiento de izquierdas radical.
[17] Luc Boltanski y Eve Chiapello, Der neue Geist des Kapitalismus, UVK Verlagsgesellschaft, Constanza, 2003, pág. 506 [versión castellana: El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Colección Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002; nuestra traducción (NdT)]. Aunque son los veteranos del 68 en Francia, por supuesto, y no los autonomistas de la zona de habla alemana, el sujeto del análisis de Boltanski y Chiapello, los autonomistas son también en último término uno de los movimientos post 68 cuya retórica sobre la libertad ha sido con frecuencia trasladada a las “jerarquías suaves” de las nuevas estructuras organizativas del capitalismo.
[18] Cornelius Castoriadis, The Imaginary Institution of Society, op. cit., pág. 462.
[19] El enfoque polarizador de Boltanski y Chiapello pasa totalmente por alto el hecho de que uno de los conceptos centrales de la demanda de autonomía del 68 era, siguiento a Marx, enfatizar que la Historia la hacen los hombres y las mujeres y que por tanto “puede ser hecha” (Rudy Dutschke). La dicotomía mutuamente excluyente implícita en la confrontación entre “buena” crítica social y “mala” crítica artista debe ser rechazada, dado que no logra aclarar la diferencia entre estos dos conceptos. [Véase también en este sentido la crítica de Maurizio Lazzarato, “Las desdichas de la ‘crítica artista’ y del empleo cultural”, en transversal: creativity hypes, febrero de 2007 (http://transform.eipcp.net/transversal/0207/lazzarato/es)].