05 2021
Una gramática de liberación
Prefacio de Toni Negri
¿Qué es hoy una vida militante comunista? Una vida militante formada después del crepúsculo de los sóviets. ¿Cuál es su horizonte político, cuando la autonomía de la militancia y de sus luchas dejan de medirse con modelos del pasado y la historia de la clase trabajadora ha despejado el terreno de la imagen del Partido y de la Tercera Internacional?
Por haber nacido en los años treinta, participo de la última generación que se formó en el mundo de los Partidos comunistas. Cuando empecé a hacer política me pareció algo natural encauzar la acción de la clase trabajadora hacia el modelo del Partido obrero; así lo imponían las grandes organizaciones en las fábricas y en las sociedades fordistas. Por otra parte, la luz de los sóviets había resurgido con potencia en Stalingrado, en la gran guerra antifascista que condujo a la victoria y honró la Resistencia comunista en todo el mundo. E incluso la recuperación del poder de mando capitalista sobre el trabajo y sobre la sociedad no dejaba de estar impregnada del contrapoder de l*s trabajador*s, que el keynesianismo económico y el «planismo» estatal reconocían como reflejo estatal del Octubre en la construcción del Welfare State. Una vida militante comunista hoy, cuando ha dejado de existir aquella condición de lucha y de contrapoder, proyectada en los planos local e internacional, no puede dejar de ser algo completamente distinto de lo que vivió mi generación; se presenta más bien como el producto de una desidentificación radical respecto a los modelos de aparato y de institución política que produjo la primera mitad del siglo xx. Pero al mismo tiempo —y esto es lo impresionante— muestra el efecto de una sobreidentificación retrospectiva con los orígenes y la fuerza constituyente del movimiento comunista. Es una verdadera paradoja la que aquí construyen el sentir y los comportamientos de las nuevas militancias comunistas: en el preciso momento en el que, objetiva e históricamente, se han desencarnado —porque se les fue de las manos (con el fin del «siglo breve») el asidero sobre el terreno de la revolución y la capacidad de aferrar sus temporalidades— se expresan de maneras cada vez más radicales porque están subjetivamente instaladas, inmersas en la ontología de la lucha de clases, en una historicidad que era remota y se ha hecho presente. Hoy ya no suenan nombres eslavos o chinos, sino europeos y estadounidenses, mexicanos y árabes, Seattle y Génova, Túnez y Madrid, El Cairo y Nueva York… ¿Y mañana? ¡Sopla un fuerte viento, cada vez más fuerte, en las cumbres del poder capitalista!
En la ontología recobrada, en la búsqueda de la libertad, así como a través de las luchas salariales, est*s militantes producen imaginación. El término es spinoziano: nada de fantástico o soñador —al contrario, una capacidad muy directa, positiva, concreta, de insistir en el horizonte material, porque la que l*s militantes producen al medirse con su propia historia es una acción autónoma—, ell*s son los responsables y a nadie más dejan o delegan la responsabilidad. Una imaginación que posee confianza firme y capacidad de decidir lo que hay que hacer, de dar cuerpo a las cosas esperadas y la certeza de que, cuando se expresa, la acción militante no tarda en librarse de la soledad, porque siempre está nutrida por la multitud. Por decirlo de alguna manera: para rebelarse mi generación obedecía; esto es, se movía dentro de los cánones de una tradición ajada, tan fuertes como prescritos en la superficie, una superficie hecha de cuadros y fechas obligadas, sindicales y políticas, de contrato y de programa, de representación y de confianza. «Superficiales», porque a menudo de la tradición comunista solo recuperaban los oropeles litúrgicos y una sensación de extrañeza que resultaba asfixiante. En cambio, la nueva generación puede acceder a la ontología del movimiento, a una percepción franca y honesta de lo que es primario en el orden de la protesta y de la reivindicación, del obrar y del construir. No obedece ni desobedece, sino que construye libremente. Me explico: no se topa con la misma realidad ni con las mismas transformaciones que conocieron l*s militantes de clase obrera de los siglos xix o xx: la mutación que sufre no es como la que nosotr*s sufrimos. Si, a partir de un momento dado, para nosotr*s dejaron de funcionar los viejos modelos organizativos, ello se debió a que los sujetos en/de la lucha de clase se habían transformado. Ya no se luchaba dentro del mismo esquema, del mismo formato: l*s obrer*s fordistas luchaban para romper el sistema del salario y la esclavitud del tiempo de la vida a los que estaban sometid*s, y querían liberarse moviéndose —liberándose y construyéndose— dentro/contra el desarrollo capitalista. Hoy, por el contrario, no solo se ponen en movimiento la protesta, o la indignación, o el rechazo, o la fuerza de lo negativo, sino que a ellos se añade la necesidad de construir un nuevo imaginario de lucha. En lo esencial: una imagen de contrapoder de la clase que implique a los sujetos multitudinarios de clase, cierto, pero también de género, raza, etc. En resumen, un proyecto que involucre producción y reproducción de las mercancías y de la sociedad, consumo del vivir e intercambio con la naturaleza; una verdadera reforma del diseño histórico del desarrollo capitalista. Hoy, las luchas tienen la «forma del progreso» como contenido. De un modo que excluye la urgencia de la acumulación y el ahogo de cualquier otro deseo vital que ésta provoca. Hoy l*s militantes se topan con un capitalismo multiplicado por cuatro: tienen que destruirlo con la misma extensión e intensidad, pero también deben reconstruir la vida. De esta suerte, la paradoja que hemos señalado más arriba —una radicalización comunista precisamente al final de la época del socialismo, precisamente cuando parecía que aquella historia había terminado—, se nutre de una nueva sustancia y se profundiza al máximo. Éste es el punto crucial en el que encuentran su origen las nuevas generaciones: donde el comienzo de la batalla no se instala sobre la carencia, sobre la obsesión de un vacío, sino más bien sobre el deseo de un pleno, de una lozanía de pasiones constructivas. Aquí la revolución no se repite, sino que se inventa.
Sin embargo, hubo un momento, también para mi generación, en el que la creatividad del deseo de transformación de l*s sometid*s, de l*s proletari*s, se dio de manera irrefrenable: el 68. La «toma de palabra» que atravesó las masas trabajadoras y estudiantiles fue poderosa. Contra la guerra argelina y la de Vietnam, se desarrollaron de manera formidable revueltas antiautoritarias y contra la violencia colonial. ¿Por qué no condujeron a una revolución efectiva —acaso porque «la toma de palabra» no fue más allá de la palabra? Como sabemos, la respuesta es compleja y diferenciada. Sin embargo, es cierto que mi generación no consiguió hacer de sus mil batallas la única —o, mejor dicho, el arma— que diera un golpe decisivo contra el poder capitalista. No obstante, por otra parte la victoria del capital no consistió en un golpe definitivo asestado a su enemigo proletario, no fue la victoria de Pompeyo sobre Espartaco, celebrada en la via Appia con cientos de crucifixiones; no, la victoria del capital contra el 68 —apoyándose en el desplazamiento del terreno del enfrentamiento conforme a líneas de transformación tecnológica que suponen un cambio de época—, aunque supuso un knockdown de la ilusión fabriquista y sindical de un capital ya incapaz de transformación, dejó aún mucho espacio abierto a la lucha y a la imaginación de l*s proletari*s. La fábrica fordista terminó; comenzó la época de la «fábrica social» en la que de toda acción productiva y reproductiva, de todo momento de la vida asociada saca provecho el capital. Pero mientras la explotación y la alienación se extienden con desmesura, l*s explotad*s —en la mutación del modo de producir— empezaban a reconocerse no solo como operadores singulares en la red social de la producción, sino también como partícipes de la producción colectiva del común. El trabajo había cambiado —socializado y abstracto, por un lado, como paso hacia adelante del proceso capitalista de subsunción y de explotación; puesto en red y singularizado, por el otro lado, dando vida así al individuo social sobre cuya potencia se apoya en lo sucesivo toda capacidad de valorización. En esta articulación contemporánea, lo que debe ser «expropiado» es este último, es el común producido por la socialización del trabajo en red, el común de la riqueza compuesto por las singularidades —esto es lo que el capital debe arrebatar para continuar dominando.
Así, pues, ¿hubo victoria capitalista sobre el 68? Desde luego. Pero la transformación del modo de producción produjo un nuevo sujeto. Nosotr*s, mi generación, fuimos derrotad*s. No l*s jóvenes que, a finales del siglo xx y a comienzos del siglo xxi, reanudaron la lucha, convertid*s ahora en trabajador*s inmateriales, habiéndose apropiado de capacidades tecnológicas inesperadas, nuev*s intérpretes del drama de la lucha de clase que se estaba desarrollando en esta nueva arena. De hecho, una vida militante comunista hoy hay que valorarla dentro de este cuadro del común.
Quien lucha hoy, quien vive como militante comunista en esta nueva realidad social, posee una nueva imagen de la liberación de la explotación y la proyecta en una buena vida de pasiones que ontológicamente hablan de común y de poder. Confiamos en este verdadero renacimiento generacional, mucho más resueltamente de lo que habríamos podido confiar en los hombres y mujeres crecidos en la segunda mitad del siglo pasado; derrotad*s, transformad*s por la gran revolución tecnológica que padecieron… hoy sus virtudes se desdibujan cansadas en el horizonte.
Perdonadme esta larga reflexión, cuando mi cometido aquí era presentar el trabajo de Raúl Sánchez Cedillo. Si la he introducido como prefacio de la selección de sus ensayos políticos entre los años 2007-2021 que aquí se publican, es porque Raúl es homo novus a todos los efectos. Si yo hablo del precariado, él es precario desde siempre; si yo escribo como académico, él escribe como militante; si yo uso viejas categorías —a veces con la obsesión de negarlas—, él juega con nuevos conceptos y los organiza para nuevos sujetos; si yo me afano a menudo, demasiado a menudo, en torno a problemas que la memoria de una vida me ha entregado —y, exhausto, trato a veces de barrer la inmundicia debajo de la alfombra—, Raúl arrostra los problemas del hoy y se prohíbe la posibilidad de aplazar su discusión. Porque para él el problema político está ahí presente, y no cree que pueda ocultarse aunque uno piense que no tiene solución. Lo fundamental es la determinación del problema, su presencia y, me atrevería a decir, su incumbencia. La ontología predomina siempre sobre la retórica. He defendido con anterioridad que el aforismo gramsciano «pesimismo de la razón / optimismo de la voluntad» tal vez fuera razonable para la gente de mi generación, pero que sin duda estaba equivocado cuando se trata de definir la tarea de un* militante comunista hoy. Lo confirmo ahora, cotejando aquella sentencia con la figura —y la voluntad— militante que aparece en los escritos que aquí se presentan. Raúl sabe que la realidad es compleja y a veces exige decisiones de ruptura y desde esa perspectiva sabe leer el acontecimiento; pero sabe también —a propósito del 68, pero sobre todo después del 15M, en el posfordismo, en la sociedad capitalista de extracción del valor del común de la sociedad— que la razón —ya sea más o menos «optimista»— es seguramente partícipe de la enorme potencialidad que el trabajo intelectual y asociado —del común— crea. En cambio, la voluntad —por breve o leve que sea su efecto— debe más bien adecuarse a esta potencia y estar dentro de ella: «pesimismo de la voluntad» para atenuar el «optimismo de la razón»; prudencia; rechazo del extremismo ideológico y del terrorismo; capacidad de sumergirse en lo real y una cierta humildad, casi fingiendo dejarse superar por el movimiento… para aferrar su tendencia, desde luego, pero no individualmente, no abstractamente, sino solo en tanto que multitud. Estas nuevas militancias comunistas, est*s nuev*s partisan*s resistentes, son nuestra descendencia, pero ¡cuánto más sabia y política que la nuestra!
Dos o tres breves observaciones para terminar. En primer lugar, a propósito del tema de la organización; que en la lengua de estas nuevas generaciones no consiste en construir jaulas y/o caminos ineficaces e institucionales, sino en definir la relación entre formas de vida y modos de expresión política. Ahora, todo el depósito de las viejas figuras organizativas de lo político —parlamentarias y/o de derivación sociológica— queda a un lado. El tema de la representación queda disecado y destinado a la inactualidad. Sin embargo, ningún* de est*s compañer*s es anarquista individualista. Una militancia comunista basa su rechazo de la representación en la reivindicación de una forma de organización política que es también forma de vida y de producción social: de vida colectiva, de producción asociada, común, de construcción de un mundo «otro» en la lucha anticapitalista. El común constituye en lo sucesivo la trama de lo político; es el motor que organiza; es decir, que mueve las singularidades en la acción política, permitiendo la compenetración de las formas de vida y de las figuras/modos de expresión política.
Se entiende así —cuando se asumen estos presupuestos— hasta qué punto ha podido ser violento el enfrentamiento determinado por la decisión de Podemos —contra l*s insurrect*s del 15M de 2011— de construir formas ortodoxas de organización de partido. Podemos sostenía y sostiene que la democracia directa no es posible y que, en todo caso, para hacer política es necesario pasar por el ojo de la aguja parlamentario. Pero el 15M se levantó haciendo justicia de esa ilusión. ¿Será posible, se preguntan entonces Raúl y sus compañer*s comunistas, dar a esa insurgencia una perspectiva distinta? Pues sí: es la vía del común la que se debe recorrer, en la que se compenetran el reconocimiento de los bienes comunes que organizan nuestra vida y nuestras economías vitales, y la subjetivación de ese reconocimiento en la organización de una Fundación —no de un partido— de los comunes. La subjetivación del común construye la dimensión política de la vida. De ahí la concreción de las luchas políticas identificadas y atravesadas, que van del salario a la renta garantizada, de la afirmación del derecho a una vivienda para tod*s a la gestión autónoma desde abajo de las estructuras de protección social. Haciendo siempre funcionar la propia autonomía organizativa como contrapoder social. Desde esta perspectiva, en los escritos que presentamos aquí, la discusión se entabla en torno a la cuestión de si se pueden —y cómo— dar nuevas creaciones políticas, nuevas instituciones. Esta pregunta Raúl empezaba a planteársela ya antes del 15M —cuando en Europa se movían muchas cosas y en España pocas —o así parecía—. El 15M cambia el paisaje y coloca los acontecimientos españoles en el centro de la escena. A partir del acontecimiento 15M, la lucha se abre hacia la definición de un nuevo horizonte institucional. Ya lo hemos dicho, para Raúl la prescripción es clara: construyamos una red de instituciones municipales, trans(in)dividuales, de contrapoderes que rompan con el sistema «democrático» octroyé [otorgado] tras la caída del franquismo. Un nuevo «republicanismo» está maduro. Pero —segundo punto— esa reivindicación no sería innovadora si no estuviera atravesada por la conciencia de que hay una nueva «antropología» política, citoyenne, capaz de hacer visible la posibilidad de que funcionen juntas una potencia constituyente eficaz y una ética solidaria, en todos los niveles del ejercicio del poder y de la expresión participativa de los ciudadanos en las instituciones. De esta suerte, detrás del contrapoder, en su base, imponiendo la «democracia directa», debe haber una mujer, un hombre, un* trabajador*, un* productor*, etc., capaces —desde una perspectiva sistémica— de soportar el funcionamiento de la institución. El «cuerpo máquina» en torno al cual trabaja Raúl a tal objeto, tiene muy poco de enrevesado [macchinoso] y abstracto, es más bien «maquínico» y abierto a lo «trans(in)dividual». Soportar la complejidad sistémica y mantenerla siempre abierta: estos son los capítulos en los cuales Raúl muestra con mayor claridad su cercanía con la enseñanza de Guattari y Deleuze y, por otro lado, con Simondon. De donde se desprende, siempre dentro de este cuadro, el rechazo estratégico de toda fijación de los procesos de movimiento: el renacimiento de Podemos como «Partido» y su resuelto asentamiento en la «autonomía de lo político» a Raúl se le antojan —tal cual son— domesticaciones de la potencia política de la multitud completamente ilusorias… y pronto catastróficas. El «cuerpo máquina», su extensión multitudinaria, no pueden soportar estas contorsiones afectadas.
Pero entonces, tercer punto, ¿cómo hacer política? No dejando de promover un movimiento de emancipación que cobre cada vez más fuerza y cobre conciencia de ello, sabiendo expresar su propia fuerza como contrapoder. De nuevo, parece un propósito contradictorio: ¿cómo será posible construir un contrapoder capaz de construir un punto vivo de propuesta política y de agitación social y, eventualmente, ejercer fuerza insurreccional, pero también de mantener su propia continuidad a lo largo de un proceso que no tiene ningún resultado prescrito? ¿Sino que, siempre de nuevo, a menudo de manera caótica, se presenta como producto incierto de la lucha de clase? La respuesta queda aquí abierta a la imaginación libertaria. Sin embargo, no albergamos incertidumbre, atisbamos una luz de esperanza en el confuso horizonte caracterizado hoy por la combinación trágica dispuesta por la pandemia y por la crisis de las políticas neoliberales; atisbamos una luz de esperanza y el presentarse del acontecimiento común en el enfrentamiento entre disciplina capitalista y potencia de las nuevas generaciones.
¿Esperanzas, acontecimiento del común, nuevas instituciones? Pero éstas son palabras; palabras de un viejo comunista como yo, que aquí intenta seguir los pasos de un «hacer política» que se le ha vuelto completamente inalcanzable. Sin embargo, puedo dar fe de que en estas páginas de Raúl, cuanto más rechaza los trayectos insensatos del poder de mando patronal y las estrategias ilusorias de la autonomía de lo político de la nueva izquierda, más aferra con inmediatez los nudos de los procesos políticos y la naturaleza contradictoria, cada vez más radicalmente crítica, de las vicisitudes actuales del neoliberalismo político. Permitidme terminar diciendo que, cuando se lee este libro, el alborozo de una inteligencia joven y sagaz te asalta e ilustra la verdad de la crítica. Alegría, imaginación y esperanza en los bordes críticos del poder de mando capitalista: éste es el régimen de pasiones que Raúl propone a l*s lector*s. No se trata solo de intuiciones felices, sino de la oferta de una gramática de liberación.
30 de octubre de 2020
Lo absoluto de la democracia
Contrapoderes, cuerpos-máquina, sistema red transdividual
Raúl Sánchez Cedillo
Subtextos, mayo 2021
https://transversal.at/books/lo-absoluto-de-la-democracia