Cookies disclaimer

Our site saves small pieces of text information (cookies) on your device in order to keep sessions open and for statistical purposes. These statistics aren't shared with any third-party company. You can disable the usage of cookies by changing the settings of your browser. By browsing our website without changing the browser settings you grant us permission to store that information on your device.

I agree

06 2006

Traducir la democracia

Resistencia sociomultitudinaria y democracia radical en el Imperio

Dieter Lesage

Traducción de Marcelo Expósito

En su libro teórico de culto[1] Antonio Negri y Michael Hardt describieron cómo el Estado nación, en el proceso posmoderno de mutación que designaron con el nombre de Imperio, pierde su soberanía, pero sólo para adoptar otra función en el proceso de constitución imperial. En el seno del Imperio, de la nueva soberanía global, los Estados nación se han convertido en filtros. Las diferencias que derivan de los límites territoriales de los Estados nación están sometidas a la especulación económica y financiera. Los Estados nación se ven forzados a competir unos con otros postulándose como la localización más interesante para las actividades económicas y financieras[2]. Sus diferencias tienen efectos sobre las políticas de localización y deslocalización de los capitalistas, pero también sobre las políticas de migración de la multitud. La políticas de cada Estado nación se articulan al interior del marco imperial en torno a estas políticas de movilidad. La función de filtro del Estado nación al interior del Imperio presupone la regulación de la movilidad de los bienes, servicios, capitales y personas. Por decirlo de otra manera: la política deviene politique politicienne[3], incapaz de pensar el Estado nación como otra cosa que no sea un filtro situado al interior de un marco imperial más amplio.

Como politique politicienne la política no cuestiona el modo en que el aparato imperial funciona como tal, tan sólo aspira a que su filtro sea lo más eficaz posible. Tanto la politique politicienne democrataliberal como la socialdemócrata se articulan en torno a la función de filtro que adopta el Estado nación. Empero, me parece relevante el hecho de que tanto los democrataliberales como los socialdemócratas intentan traducir las convicciones filosóficas profundas que subyacen en sus respectivas ideologías a las nuevas problemáticas globales que plantea el Imperio.

Los altermundialistas[4] deberían presentarse como la conciencia liberal de los democrataliberales, la conciencia social de los socialdemócratas y también –por qué no– la conciencia cristiana de los democratacristianos. Deberían señalar constantemente las contradicciones que hay en cada uno de esos discursos respectivamente. Así, el verdadero horror para los democrataliberales parece ser, paradójicamente, que se pudiera extraer una única conclusion posible de la “contradicción territorial” de la democracia liberal capitalista, esto es, que el mundo mismo, el territorio global cubierto por el capitalismo, se debería organizar políticamente como una democracia liberal.

El hecho de que esta conclusión preminentemente liberal sea un espectro para los democrataliberales no es consecuencia de un escepticismo pragmático acerca de esta operación política (el espectro de un Estado mundial como una fría megaburocracia) o de su viabilidad (la resistencia que la globalización de la democracia encontraría en países no democráticos), sino consecuencia de sus propias implicaciones democrataliberales. El verdadero horror de los democrataliberales occidentales es la realización de la democracia liberal. Todo ciudadano en el mundo disfrutaría en ella de igualdad política formal, y en consecuencia los votantes indios, chinos y africanos tendrían gran peso en las políticas mundiales. La perspectiva de una alianza del Tercer Mundo que en una situación de política mundial democráticamente organizada pudiera romper la hegemonía occidental hace considerar a los democrataliberales que la democracia mundial es con toda seguridad un sueño hermoso, pero carente de realismo. La verdad es que la democracia mundial es probablemente realista, aunque una pesadilla para los liberales occidentales, los cuales desean consolidar su posición de poder.

Precisamente en el momento en que los mecanismos democrataliberales de representación, de ser adoptados, podrían ejercer el control sobre algunos desarrollos desastrosos del capitalismo, también parecen haber perdido toda credibilidad entre los demócratas progresistas occidentales. Hay, con toda seguridad, numerosas razones por las cuales la democracia representativa va perdiendo credibilidad. Pero parece un error estratégico abandonar la idea de la democracia representativa en su conjunto precisamente en el momento en que se presenta como una oportunidad de romper la hegemonía estadounidense al interior del Imperio. La importancia de Estados Unidos en el seno de la constitución imperial está en perfecta contradicción con los principios básicos de la democracia representativa. De forma escandalosa un Estado nación de unos 288 millones de habitantes determina una política global que afecta a la vida de más de 7 billones de personas. Se podría construir un movimiento progresista dirigido hacia la consecución de la democracia mundial a partir de esa sencilla constatación, militando en favor de una democratización de las instituciones políticas globales.

Dada la alianza hegemónica entre democrataliberales y socialdemócratas la globalización de la democracia sería un mal trago incluso para los socialdemócratas de la tercera vía[5]: todos los “pueblos” y la “gente” de este planeta se convertirían en igualmente importantes, y en consecuencia el político que quiere estar “cerca del pueblo” o que habla de “lo que la gente quiere” perdería su perspectiva. El verdadero horror de los socialdemócratas occidentales es la igualdad de todos los pueblos sobre este planeta. Los socialdemócratas de la tercera vía estarán tentados a contestar la idea de democracia global, leales como quieren ser a “la gente”, con la cual establecen, por medio de la publicidad o de los medios de comunicación, una relación osmótica. ¿Cuál es el motivo por el que todo el mundo cree que “el mundo” es la escala evidente en la que debe actuar la economía, mientras que nos asusta que el mundo sea la escala en la que actuar cuando hablamos de política? ¿Es el éxito del principio populista que afirma que la política se ha de mantener cercana al pueblo lo que nos impide pensar con claridad [sobre la dimensión mundial de la política]? ¿No es acaso la idea de que la política debería estar cerca de la gente el modo más eficaz de impedir que la política pueda estar efectivamente cerca de esa gente que más lo necesita?

Esas contradicciones [de las que antes hablaba] se podrían resumir de la siguiente manera. Por una parte, la contradicción de los democrataliberales occidentales consiste en el hecho de que son favorables a una libertad parcial. La libertad que desean para el capital y las mercancías no se concede a la gente. Por otra parte, la contradicción de los socialdemócratas occidentales consiste en el hecho de que están a favor de la igualdad a nivel local. No parece importar a los socialdemócratas occidentales que la igualdad que quizá pudieran lograr localmente no tenga efecto sobre las desigualdades globales y que en algunos casos incluso las profundice. Podríamos preguntarnos incluso qué tipo de cristianismo se supone que inspira las políticas democratacristianas en Europa. Los altermudialistas deberían explicitar todas las contradicciones ideológicas que se dan en los discursos de los partidos políticos tradicionales en el mundo occidental.

La democracia produce el deseo de ser reconocido como ser humano. Sólo en el seno de la democracia significa algo ser un ser humano y tiene significación el deseo de ser reconocido como ser humano. Al mismo tiempo, la democracia también abre la discusión sobre qué significa ser un ser humano. La democracia no podrá satisfacer de forma definitiva y absoluta el deseo que el hombre tiene de ser reconocido, ya que la cuestión de qué significa ser un ser humano no puede ser respondida de forma definitiva y absoluta. El malestar actual de la democracia liberal podría tener que ver con la incapacidad que la democracia tiene para responder a ciertas concepciones de lo que significa ser un ser humano.

Muchas formas de resistencia intrasistémica están motivadas por concepciones aún no reconocidas de lo que significa ser un ser humano. Esta resistencia se puede manifestar intrasistémicamente porque –y en la medida en que– esta discusión es posible. La lealtad a la democracia liberal como artículo fundamental de fe contestataria se puede defender de manera resuelta a condición de que la democracia se entienda principalmente como una discusión sinfín sobre qué significa ser un ser humano. La resistencia debería ser capaz de resistirse a esas tendencias que querrían llevar siempre a término esta discusión, basándose en la convicción de que dar por terminada esta discusión sobre la humanidad producirá siempre hegemonias y marginalidades.

Para que la democracia sea creíble, ninguna hegemonía, pero tampoco ninguna forma de marginalidad deberían ser constitutivas del funcionamiento del sistema democrático. La democracia debería ser el espacio en el que toda hegemonía tendría que ser contestada por principio y con los medios que la democracia permite a tal fin. La democracia debería por tanto ser definida como un espacio de resistencia. De esta forma, todo sistema político que no permita la resistencia pierde así la posibilidad de reclamar ser calificado como “democrático”. Esto implica que la democracia no debería contemplarse según la idea individualista liberal de acuerdo con la cual todos los individuos deberían tener el mismo poder, sino, al contrario, y siguiendo una concepción que podríamos llamar “sociomultitudinaria”, debería ser comprendida como el espacio que permite la formación y alternancia de alianzas hegemónicas. La democracia, de esta forma, se puede contemplar no como la suma de las preferencias individuales, sino como el juego cambiante de fuerzas multitudinarias que luchan por la hegemonía.

Lo que vivimos después de 1989 [año de la caída del Muro de Berlín] no es el fin de la Historia, sino a veces (Seattle en diciembre de 1999, Génova en julio de 2001, Londres y cientos de ciudades en todo el mundo en febrero de 2003)[6] los prolegómenos de una crisis orgánica a escala mundial que podría convertirse en el caldo de cultivo para la formación de una hegemonía alternativa. Durante algunos años ya, cientos y cientos de movimientos y organizaciones altermundialistas han estado operando sobre el discurso neoliberal dominante. Quizá haya llegado la hora de realizar una prueba democrática para comprobar hasta qué nivel han sido capaces los movimientos altermundialistas de hacer pensar a la multitud en otros terminos que los posideológicos. Los alterglobalistas deberían así aceptar jugar el juego democrático y participar en las elecciones, a todos los niveles, como altermundialistas. Si no lo hacen, los socialdemócratas, incluso los democrataliberales, se presentarán como altermundialistas en las elecciones. En efecto, hay ya en curso un consenso altermundialista [a este respecto], si bien no hemos sido capaces de presentar una agenda altermundialista por medio de la lucha política democrática.

No podemos hacer de Nietzsche un demócrata, pero nada nos impide pensar la democracia en sentido nietzschieano (lo que, como consecuencia, haría de Nietzsche, mal que bien, un demócrata avant la lettre de todos modos). Nietzsche no veía la democracia como un campo para la lucha; de otro modo habría descubierto que la democracia es compatible con su filosofía de la voluntad. Este intento de poner a Nietzsche del lado de la democracia se inspira en la tristeza que provoca el famoso intento que hubo de leer a Nietzsche como un defensor del capitalismo. En efecto, al final de El fin de la historia y el último hombre[7] Francis Fukuyama se muestra feliz de encontrar en Nietzsche una voz autorizada en la que basar el análisis de la democracia liberal como supuestamente insuficiente a pesar de su perfección filosófica. Ello permite a Fukuyama legitimar in extremis el capitalismo como un suplemento sistémico a la democracia liberal, un suplemento que debería responder al deseo que algunas personas tienen de que se les reconozca como mejores. Empero, si definimos la democracia como un espacio discursivo de resistencia, entonces la necesidad sistémica del capitalismo como un suplemento a la democracia pierde su principal argumento. La democracia también puede responder al deseo de ser reconocidos como mejores: en la democracia como espacio de resistencia, la política se convierte en una lucha por el reconocimiento de las mejores formas de pensar el futuro del mundo.

De acuerdo con Fukuyama un país es democrático tan pronto como concede a la gente el derecho de elegir su propio gobierno mediante elecciones secretas y periódicas entre diferentes partidos, sobre la base del derecho a voto universal e igualitario para todas las personas adultas. No obstante, en la mayor parte de los países que encajan en esta descripción ocurren situaciones que muchos describen como “no democráticas”. En general, podríamos incluso aventurar la hipótesis de que los lugares en los que con más frecuencia suceden cosas que se pueden calificar de “no democráticas” son los países que encajan en la definición de democracia que ofrece Fukuyama. Esto tiene que ver con lo que Chantal Mouffe ha llamado el carácter paradójico de la democracia liberal. La democracia liberal es el producto de una articulación contingente entre dos tradiciones diferentes. Por una parte está la tradición liberal, basada en el Estado de derecho, la defensa de los derechos humanos y el respeto de la libertad individual. Por otra parte está la tradición democrática, basada en la idea de igualdad, la identidad entre gobernantes y gobernados y la idea de soberanía popular. Es importante comprender que la democracia liberal es el producto de dos lógicas diferentes que son en última instancia incompatibles y no pueden reconciliarse totalmente. La tensión entre estas dos componentes sólo puede estabilizarse temporalmente mediante negociaciones pragmáticas entre fuerzas políticas, negociaciones que producirán la hegemonía de una o otra. Para Chantal Mouffe, la llamada tercera vía no es sino la capitulación de la socialdemocracia a la hegemonía neoliberal. Esta capitulación es problemática en la medida en que socaba la legitimidad de todo tipo de resistencia.

El argumento anterior es una clarificación importante de la habitual pregunta sobre si debería haber resistencia aún hoy. El fin de la resistencia no es el resultado de la supuesta perfección sistémica de la democracia capitalista liberal, como plantearía Fukuyama, sino de las relaciones de poder contingentes al interior de un sistema que por definición nunca será perfecto, sino que solamente podrá estabilizar temporalmente sus contradicciones internas. Al mismo tiempo, las relaciones de poder hegemónicas al interior de un sistema dan la impresión de que, si todavía queremos resistir, tenemos que resistir fuera del sistema, y por tanto contra él. La hegemonía contemporánea en la democracia liberal socaba la credibilidad de la democracia liberal como un espacio para la resistencia. Los socialdemócratas de la tercera vía son ampliamente responsables de ello[8].

No es posible reconciliar el concepto de “democracia agonística” de Chantal Mouffe –el lado positivo de su crítica de la política consensual de la tercera vía– con el profundo antagonismo que Negri y Hardt dibujan entre el Imperio y la Multitud. Esto tiene que ver con el hecho de que Negri y Hardt no sienten la tentación de entrar en la arena política democrática para enfrentarse a los problemas políticos que analizan. La resistencia antiimperial, de acuerdo con Negri y Hardt, debería ser entendida de una manera tan radical como sea posible. En contra de Mouffe, Negri y Hardt entienden la radicalidad como el rechazo a entrar en la lucha parlamentaria. Aunque el concepto de democracia agonística de Mouffe es preferible a la democracia radical de Negri y Hardt, sostenida por un débil argumento antropológico, confrontarse con la radicalidad contagiosa y excesiva de Negri y Hardt resulta provechoso. Éstos dejan muy claro en qué contexto global tendrá lugar la lucha democrática que para Mouffe es deseable. La democracia radical debería ser articulada en el proceso de constitucionalización imperial.

La democracia radical no significa, como creen Negri y Hardt, que rechacemos todo tipo de proceso de constitución a nivel global. La democracia radical significa que deberíamos democratizar radicalmente este proceso de constitución y liberarlo de su carácter imperial. Cómo debería ser en detalle este proceso de constitución global radicalmente democrático, es otra cuestión; pero podríamos pensar en la abolición del G 8, la formación y desarrollo de federaciones políticas regionales, una mayor autonomía de las ciudades en el seno de estas federaciones, una representación equitativa de estas federaciones regionales en el Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas, la elección directa de representantes para la Asamblea General de las Naciones Unidas y una composición más representativa de esta Asamblea General que tenga en cuenta el número de habitantes de sus miembros. En suma, el Imperio debería convertirse en una Federación.

La idea de un federalismo global implica en principio la devolución de las competencias legislativas globales a un parlamento mundial. El escepticismo que reina entre muchos acerca de la viabilidad de este cuerpo global es de sobras conocido. Incluso la idea de una federación europea encuentra fuertes resistencias entre quienes, como es el caso de los conservadores británicos y los soberanistas franceses, aún consideran contra toda evidencia que los Estados nación siguen siendo los lugares exclusivos de la soberanía política. Aunque no lleguen a ser adversarios de Europa tout court, sí proponen una confederación europea en la que a los Estados nación independientes se les permita poder decir en cualquier momento “non” o “nej[9]. Resulta muy revelador que en los medios políticos británicos el “federalismo” se conozca como “la palabra con F”[10].

Por tanto, la idea de una federación global seguirá siendo durante largo tiempo ciencia-ficción. Para muchos, el federalismo global es una utopía irrealista. Pero podría constituir una tarea para los altermundialistas. Éstos no parecen tener, hasta ahora, un discurso institucional elaborado, a excepción de los soberanistas, quienes han venido dando pruebas de tener uno en la dirección equivocada. Sería totalmente consistente con la crítica altermundialista de la ilegitimidad política de un cierto número de organizaciones transnacionales defender el federalismo como el modelo político-institucional para otro mundo. El otro mundo por el que los altermundialistas luchan tan fervientemente no llegará a existir mientras la constitución imperial del mundo continúe. Los altermundialistas deberían resistir esta deconstrucción imperial de la democracia. El federalismo global es por tanto un modo de reconstruir la democracia globalmente.

La resistencia contra la máquina capitalista debería situarse resueltamente al nivel del propio Imperio. El Imperio, dicen Negri y Hardt con franqueza, es mejor que el Estado nación, así como para Marx el capitalismo era mejor que el feudalismo. No es “el pueblo”, argumentan Negri y Hardt, quien debiera ser el sujeto de la resistencia, sino “la multitud” de gente explotada y reprimida en todo el mundo. Mientras sigamos considerando “al pueblo” como el sujeto privilegiado de la resistencia, el resultado de esa resistencia sólo será a lo sumo una transferencia de poder al interior de un Estado nación particular, o probablemente la creación de un nuevo Estado nación, mientras que, de acuerdo con Negri y Hardt, no deberíamos esperar del Estado nación nada bueno en absoluto. Rechazar que “el pueblo” sea un sujeto de resistencia adecuado significa rechazar que haya alguna forma de nacionalismo que tenga credibilidad emancipatoria. El llamado nacionalismo “subalterno”, como por ejemplo el nacionalismo black en Estados Unidos, tiene tanto un lado progresista como otro reaccionario. Aquéllos que, como “pueblo”, resisten frente a una mayoría dominante o una opresión externa, suelen con frecuencia imponerse como mayoría dominante que reprime a otras minorías internas.

El intelectual orgánico contemporáneo ya no se considera a sí mismo como representante de su “pueblo”, sino que se impone como portavoz de la multitud de refugiados políticos y económicos, del digitariado contra la legalidad[11], de los jóvenes extranjeros, de los trabajadores inseguros en las industrias que se deslocalizan del “norte” o de “occidente” y de los trabajadores salvajemente explotados de las industrias que se relocalizan en “el sur” o en “el este”. Así, la transformación contemporánea de la hegemonía también afecta a la representación del intelectual. Hoy, el intelectual subalterno-nacionalista, el cual podía reclamar para sí en el pasado el legado de Gramsci, debería dejar paso, en nombre de una actualización del propio pensamiento gramsciano, al intelectual global-multitudinario. Hoy, el intelectual multitudinario defiende, no una determinada identidad reprimida, sino la multiplicidad productiva de la multitud, la productividad que se reprime o de la cual se abusa con demasiada frecuencia.

Si la multitud quiere resistir eficazmente el modo en que la productividad intrínseca de todas sus secciones se ve reprimida, entonces estas secciones no sólo tienen que celebrar su singularidad, sino que tambien tendrán que expresar lo que tienen en común. La expresión de lo común entre los desempleados, los refugiados, los extranjeros, los digitarios, los empleados que viven en la inseguridad permanente sobre el futuro de su empleo, es un paso necesario en la politización de la resistencia. La resistencia tiene que atravesar una fase en la que se convierta en discurso, un discurso que refleje las condiciones comunes de la multitud. La multitud no es la unidad espontánea que Negri y Hardt presentan y desean. Se necesita todavía un duro trabajo de elaboración de pensamiento de oposición con el fin de realizar una alianza entre todas las secciones y fracciones de la multitud. Mientras que esas fracciones prefieran seguir viéndose unas a otras como “el problema” antes que como posibles aliadas, no será posible romper la actual hegemonía de la élite transnacional.

A través de la puesta en marcha de todas las variaciones posibles del concepto de workfare state[12], los socialdemócratas occidentales han elegido en efecto representar sólo a una parte de la afligida multitud. Han elegido introducir una cuña entre partes de la multitud. Consolidan así la hegemonía de la élite transnacional. [Frente a esto,] el tipo de intelectual global-multitudinario que aboga por una alianza amplia entre quienes son reprimidos, sean extranjeros o refugiados, sean trabajadores inseguros o digitarios hedonistas que glamurizan su precariedad con cierta inocencia y, por tanto, tienden a despolitizar su situación precaria, ve molesto cómo se desbaratan estos intentos de consolidación. Ello podría explicar por qué la relación entre la socialdemocracia institucionalizada y una gran parte de la intelligentsia izquierdista lleva mucho tiempo siendo tensa.



[1] Véase Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio, Paidós, Barcelona, 2002.

[2] Véase David Harvey, Los límites del capitalismo y la teoría marxista, Fondo de Cultura Económica, México, 1990.

[3] Literalmente: “política de los políticos”, es decir, una política que remite a sí misma; también, despectivamente, “politiquería” [NdT].

[4] “Altermundialista” o “altermundista” es uno de los nombres que ha recibido el movimiento global de movimientos, también calificado o autodenominado “antiglobalización”, “por una globalización alternativa” o “desde abajo”, etcétera [NdT].

[5] De manera muy sumaria, se podría decir que la “tercera vía” es una suerte de social liberalismo que propugna el acercamiento de la socialdemocracia europea a los planteamientos desreguladores del neoliberalismo, popularizada por ideólogos como Anthony Guiddens (La tercera vía, Taurus, Madrid, 1999) y puesta en práctica en la era Tony Blair [NdT].

[6] Las dos primeras ciudades y fechas señalan dos de las célebres contracumbres del movimiento global de movimientos (“los altermundialistas”) que plantaron cara a reuniones internacionales de la Organización Mundial de Comercio (OMD) y el G 8, respectivamente; la tercera mención alude a la principal manifestación mundial contra la guerra antes de la invasión de Irak [NdT].

[7] Véase Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992.

[8] Véase Chantal Mouffe, La paradoja democrática, Gedisa, Barcelona, 2003.

[9] Alude obviamente al “no” mayoritario en los referendos francés y alemán sobre la Constitución europea en 2005 [NdT].

[10] Véase Vers une constitution européenne. Texte commenté du projet de traité constitutionnel établi par la Convention européenee, con presentación y comentarios de Etienne de Poncins, Editions 10/18, París, 2003.

[11] “Digitariado”: la categoría de trabajadores y trabajadoras inmateriales con tecnologías digitales; se refiere a sus actividades contra el uso restrictivo y comercial de las leyes de propiedad intelectual, la privatización de los bienes comunes inmateriales de la información o el conocimiento, etcétera [NdT].

[12] Por contraposición al welfare state (Estado de bienestar), workfare state (literalmente “estado del trabajo”) designa el programa político que propugna la reducción o desmantelamiento de la cobertura social estatal universal para situar en el individuo la responsabilidad y el sostenimiento de sus propias condiciones de capacitación e inserción en el mercado de trabajo, en un régimen de, a lo sumo, prestaciones sociales condicionadas [NdT].